martes, octubre 15, 2013

¡No ensuciéis la política!


(Publicado en El País  el 4-10-13)
 
 
 
          En un mítico artículo gran reserva (“¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!”), Manuel Vicent, describía a un tipo de izquierdas que un día se deshizo del propio terror psicológico de que sus amigos le llamaran reaccionario y le arreó un seco bofetón a su hija.  Y es que la chica estaba en la leonera de la alcoba con unos amigos melenudos mientras el padre leía un informe del partido acerca de los índices del paro. Aquellos jóvenes llenos de pulgas y harapos ya le habían  manoseado sus libros y vaciado la nevera. En aquel momento su querida hija entró en la sala, se acercó a la estantería y pretendió llevarse a la madriguera el vinilo de la “Sinfonía nº 40” de Mozart. El padre, de izquierdas, saltó del sillón impulsado por el muelle del hartazgo y lanzó un grito estentóreo: “¡Mozart, no! ¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!”
           Algo en el clima político actual recuerda la atribulada perplejidad de ese pobre hombre tratando de analizar informes del partido mientras una pandilla de jovenzuelos escucha a todo volumen música de Led Zeppelin haciendo vibrar las paredes maestras de la casa y desvalija su nevera. La situación, hoy, es parecida a la de nuestro hombre de izquierdas. Un griterío de tertulianos y hooligans atrincherados  atruena las ondas  mientras conceptos como verdad o razón se escapan, mugrientos de tanto manoseo, por los albañales (“La mentira os hará libres”, llega a decirnos Fernando Vallespín en su último libro). El pobre hombre, ya sin partido pero aún creyente en los procedimientos democráticos, observa atónito como una tribu de desvergonzados (incluso recuerda a alguno de ellos de alguna asamblea del partido) asalta las instituciones en las que siempre creyó y trata de gritar como el desesperado personaje de Vicent: ¡No pongáis vuestras sucias manos sobre la política! Pero solo emite un sordo quejido que nadie  escucha.
            Y es que nuestro hombre, que ya no sabe muy bien qué significa hoy día ser de izquierdas o de derechas, no tiene claro a quién atizarle el sopapo liberador. Sus hijos, enfrascados en el frenético tecleo de sus cachivaches electrónicos, no saben, no contestan, el partido, los partidos, enzarzados en una  suicida y secretista endogamia, están hechos unos zorros, la propia monarquía (que él aceptó a regañadientes) está achacosa a más no poder, y él se desespera, impotente ante el descrédito creciente de la política. Ay! , ese obscuro objeto utópico por el que pisó alguna que otra comisaría, convertido hoy en caldo de cultivo idóneo para el desarrollo de cepas bacterianas tan nocivas como la de los arbitristas capaces de las más disparatadas soluciones, o la de fantoches populistas como los que pululan por democracias de nuestro entorno.
                Nuestro héroe está convencido de que el atribulado personaje de Vicent tiene la clave. Solo hay que alterar ligeramente el guión. No se trata únicamente de abominar de  arribistas y corruptos para que dejen de poner sus sucias manos en la Política (con mayúsculas), sino que los pacatos las retiren de los inmovilizadores prejuicios que la pervierten y paralizan, porque es de los que creen que aún es posible cambiar las cosas. Empezando por el funcionamiento de los partidos, obligándoles a abrirse a la sociedad, a que sus cuentas sean controladas eficaz e implacablemente, a celebrar asambleas transparentes, elecciones primarias dignas de tal nombre, ¡a cumplir sus programas electorales! Seguiría con el funcionamiento de las instituciones (Justicia despolitizada, Parlamento más representativo, Senado como cámara de representación territorial, administración más transparente y eficiente), el impulso a una educación pública de calidad e  integradora, lejos de sectarismos…
               Y vayamos al busilis: nuestro aguerrido defensor de Mozart, se siente agobiado en  esta época de cristalización de la llamada revolución neoliberal que, en realidad, poco tiene que ver con el liberalismo clásico, estructurado con reglas claras, y se parece más a una especie de anarquismo de derechas, un modo transnacional, global, de entender la política, en el que se glorifica la irrestricta iniciativa privada, se reducen o directamente se eliminan  los controles externos a la economía, se desnaturalizan  los servicios públicos, y se toman decisiones “sin complejos” sobre temas precisamente demasiado complejos, porque, según sus gurús, demasiada democracia no es operativa y, en definitiva “hay que hacer lo que hay que hacer” No, nuestro héroe  no se resigna al mantra  de que “no hay alternativas”.
               Ese luchador pre moderno capaz de enfrentarse a su hija por un vinilo, se maldice por haber consentido que la izquierda, su izquierda, muñidora, junto con otras fuerzas moderadas, de los derechos de los trabajadores, la libertad de asociación, la seguridad social,  la jubilación, la laicidad republicana se haya dejado ganar la batalla por la libertad, que siempre había sido su bandera. Hoy día, masculla melancólico, los chicos neocon se han adueñado de tan noble concepto, enarbolándolo como un hacha en cuanto los progres intentan recuperar los viejos valores, como se ha visto en la tímida reforma sanitaria de Obama, o cuando se intentan poner límites cívicos al individualismo o ecológicos al desarrollismo.
Mientras vuelve a poner en la platina el vinilo de Mozart y enciende un pitillo transgresor, se pregunta si todavía existe una izquierda ilustrada (hoy día lo revolucionario es ser socialdemócrata, nos decía hace poco Fernando Savater), capaz de abrirse a la sociedad, afirmar el papel de Estado en la regulación de los excesos del mercado y en el favorecimiento de la igualdad de oportunidades, consolidar unos servicios públicos eficientes y sostenibles, invertir en universidades y escuelas, defender la laicidad contra el intrusismo religioso, fomentar la investigación, apoyar una televisión pública de calidad y ayudar realmente a los débiles y discapacitados…  
Y lanza un nuevo grito: ¡No pongáis vuestras sucias manos sobre la ilusión y la utopía!
 
 
 

Ácratas lingüísticos

(Publicado en El País el 12-6-13)



Todos los días vemos como los autodenominados “liberales” se llenan la boca del vocablo “libertad”, lo ensalivan con mimo y lo escupen por el colmillo como si fuera un hueso de aceituna. Han encontrado en la jaculatoria la coartada perfecta para su anarquismo de derechas, faltón y bullanguero, que abomina de la intervención estatal, aunque sean normas de tráfico restrictivas para el consumo de alcohol (“nadie me va a decir a mí lo que puedo beber o no”, soltó un día el más liberal de los liberales José María Aznar). Su principales caballos de batalla son los servicios sociales, que deben ser implacablemente aligerados, y los impuestos, que deben bajar incesantemente para que el dinero fluya hacia donde tiene que estar, el bolsillo de los ¿ex? contribuyentes. Etcétera.

Pero también es cierto que estos feroces libertarios echan mano firme de las leyes del Estado cuando se trata de defender sus principios (la indisoluble unidad de España, la cadena perpetua), sus creencias (aborto, matrimonio, reforma educativa) o sus manías (las armas en Estados Unidos, las modalidades lingüísticas por estos lares). Y aquí quería llegar, porque a quienes tenemos el catalán como lengua materna-y que por cierto no nos dejaron estudiar en la escuela-, nos cuesta entender por qué España no acaba de hacer suyas las otras lenguas españolas como nosotros hacemos nuestro el castellano, tanto que lo convertimos en nuestra principal lengua de expresión, pese a que nos relacionamos familiar y socialmente en catalán. Da la impresión de que a buena parte de la ciudadanía le cuesta asumir lo obvio: que en algunos de sus territorios hablan distinto y sienten de forma diferente sin que ello sea incompatible con una idea conjunta de España.

Dicho de otra manera: los que hablamos y sentimos en catalán, aunque no seamos catalanes, como es el caso de los isleños, somos o podemos ser España, pero a partir de ese pequeño detalle, que tiene poco de nacionalista y mucho de sentimental (aunque los nacionalismos apelen al sentimiento, no todos los sentimentales somos nacionalistas), y no lo hacemos por fastidiar ( per emprenyar, diríamos nosotros) sino porque es nuestra lengua, queremos preservarla y para ello es necesario defender su unidad, como cualquier otro idioma. Es decir, de la misma manera que hay diversas formas de hablar castellano pero una sola lengua castellana, también hay múltiples variedades de hablar catalán pero una sola lengua catalana.

Esto, que debería ser una obviedad, porque sin unidad lingüística una lengua no puede servir como herramienta cultural, se ha convertido en un auténtico esperpento con la aprobación por parte del parlamento aragonés de una ley que denomina “lapao al catalán que se habla en su franja oriental, con la indisimulada intención de no llamar a las cosas por su nombre y no dar al catalán lo que es del catalán. Pero no solo hay lingüistas creativos en Aragón: el propio presidente de nuestra comunidad balear, declaraba hace pocos días que “los mallorquines hablan mallorquín, los menorquines, menorquín, los ibicencos, ibicenco, y los formenterenses, formenterense”, sin mencionar ni una sola vez el vocablo “catalán”. Y menos mal que no hay  nativos “cabrerenses” o “conejerenses” porque, según la doctrina Bauzá, también tendrían su propia academia de la lengua.

Astracanadas aparte, lo cierto es que la epidemia de modalidades lingüísticas-así las llaman nuestros libérrimos liberales- no tiene otro propósito que servir de coartada para el auténtico objetivo de romper la unidad de la lengua catalana e imponer de forma natural  el predominio del castellano en las comunidades bilingües. Y de nuevo vuelve a surgir el maleable (para ellos) concepto de libertad: que cada uno, o sea cada comunidad, haga lo que quiera con su lengua cooficial (¿quién me tiene que decir a mí el nombre de la lengua que hablo o no hablo, etcétera?), o sea, barra libre para las barbaridades lingüísticas, con lo que se legitiman lapapazos de toda índole, por arbitrarios, irracionales y acientíficos que sean.  Tal como van las cosas, a nadie extrañará que pronto surja la “lapaoa” (lengua asturiana propia de Oviedo y alrededores) o la “lapapa” ( lengua argentina propia de la Pampa). And so on.

Como escribía hace poco en estas páginas Juan Claudio de Ramón (“Por una ley de lenguas”, El País, 7 de mayo), “necesitamos como el respirar una ley de lenguas oficiales. El precio que estamos pagando por no tenerlas en forma de envenenamiento, bronca y derroche malsano de energía es inasumible”. Una ley que abogue por la cooficialidad real de las cuatro lenguas españolas (a ver si podemos llegar a escribirlo sin cursivas), que facilite su uso a nivel estatal y que al mismo tiempo recoja el derecho a la enseñanza bilingüe en los territorios con dos lenguas cooficiales para que la inmersión no sea necesariamente a pulmón libre.

Desactivar pasiones un tanto artificiosas y dilucidarlas políticamente es crucial en unos tiempos en que abundan penurias mucho más terrenales. Reprimir con la legalidad en la mano (máxime si es arbitraria y estrafalaria, como en este caso de “las modalidades”) en este asunto lingüístico no solo es un sinsentido sino un argumento más a favor de esa “furia institucional iconoclasta”, de la que habla el catedrático de derecho constitucional Fernando Rey y que puede afectar incluso a gentes templadas a quienes irrita la sinrazón. Este atribulado país necesita menos ácratas lingüísticos y más sentido común.

La feria de las etiquetas


(Publicado en El País el 28-3-13)
 
 
 
Los enemigos del pensamiento son muchos y variados. Ya nos  advertía hace años Alan Finkelkraut de su inevitable derrota a pies de la banalidad, el eslogan y el prêt a porter ideológico. Últimamente ha sido Nicholas Carr quien nos ha prevenido de la superficialidad galopante de la cultura digital, que amenaza con acabar de una vez por todas, a base de distraídos cliks, con la reflexión y el pensamiento más o menos ilustrado, además de convertir a las nuevas generaciones en legiones de expertos taquígrafos que toman lo que les apetece de la red y, quién sabe si de la vida misma, cuándo y cómo quieren.
Pero hay otro poderoso enemigo del análisis fundamentado y del diálogo  basado en  argumentos dignos de tal nombre, y es la pasión por la taxonomía o, para entendernos en un lenguaje más coloquial, la formidable afición por el etiquetado ideológico que existe en nuestro país de países, como consecuencia (o causa, no lo tengo muy claro) de la guerra de trincheras de opinión que no cesa y que imposibilita una cuestión previa de cualquier proceso reflexivo: la disposición a escuchar al Otro sin prejuicios, la presunción sincera de que, por disparatada que nos parezca su deposición, puede albergar parte de verdad. 
Bien al contrario, la tendencia actual en todos los ámbitos después de los años de encantamiento democrático tras la dictadura, es el desdén hacia opiniones que presumimos manchadas por algún que otro pecado original. “Dice tal cosa porque es tal o pertenece a cual”, “Claro, qué va a decir si…”, son pensamientos que se nos filtran a todos por entre los resquicios neuronales, para llegar al reduccionismo más aberrante, a lo peor infundido por el auge planetario de la razón político-económica neoliberal.  A veces da la impresión de haber vuelto a los orígenes de la Transición, cuando los unos llevaban greñas y trenka y los otros bigotillo de mosca y pulseras rojigualdas. Demasiadas alforjas para tan poco viaje.
Para quienes escribimos y opinamos en público es tarea ardua (¿utópica?) el sustraerse a este estado de opinión denigratorio. Empezando por publicar en este u otro medio, de hecho el primer prejuicio aflora cuando vemos al prójimo con tal o cual periódico bajo el brazo, “¡qué va a pensar éste con la bazofia que se echa al coleto!”, ¡qué vamos a esperar de los medios del carajillo party los seguidores del blog del catavenenos José Mª Izquierdo!, ¡qué van a pensar ellos de quienes enarbolamos prensa progre!, ¿No es lógico que nos tomen  por intelectuales buenistas, tontos útiles, compañeros de viaje de nacionalistas y demás ralea  o cualquier cosa peor, a tenor de lo que escriben? 
Es imposible sacudirse la etiqueta que te han adjudicado por mucho que uno se esfuerce en demostrar no ya su objetividad (nuestra cosmovisión es siempre subjetiva), sino un decidido empeño por huir del sectarismo. Tú eres progre y sobre esta progresía construirás tu marco mental, parecen decirte emulando a Pedro, el fundador de la Iglesia. ¡La Iglesia!, ¿cómo evitar que te llamen comecuras si te atreves a cuestionar el espectáculo vaticano realzando su alejamiento del pueblo doliente  y plantear la equiparación de la mujer al hombre en el seno eclesial? O la monarquía: ¿puedes impedir que te etiqueten de irresponsable si osas sugerir que podría ser positiva una abdicación dados los achaques físicos y morales del actual inquilino de la Zarzuela?
En otro asunto crucial de nuestra convivencia, el llamado territorial, el empeño es aún más inútil dadas las pasiones que suscita. Así, desde mi mirador mediterráneo, una isla que fue británica, francesa y española en el  siglo XVIII (¡qué nos van a explicar a los menorquines de pertenencias e identidades!), no vemos las cosas con el desgarro victimista de los nacionalistas catalanes (pese a que pertenecemos a la misma comunidad lingüística lo que crea no poca afinidad sentimental) ni con el numantinismo de los que se sienten únicamente españoles (también nacionalistas muy a su pesar) y/o enarbolan una pétrea Constitución. Pues aún así, no nos libramos del calificativo de peligrosos catalanistas si se nos ocurre defender la protección de nuestra lengua, sea en inmersión libre o con botella. Y no digamos si manifestamos nuestra estupefacción por la desaforada reacción suscitada por las  declaraciones del fiscal superior de Cataluña.
El asunto del etiquetado se pone definitivamente chungo si tienes el coraje de discutir el dogma de “que sólo los individuos tienen derechos, no los territorios”, por creer, quizás ingenuamente, que esos individuos suelen  agruparse por diversas afinidades, la lengua entre ellas, en comunidades territoriales a las que dotan de instituciones democráticas que un día pueden articular una mayoría que solicita pacífica y democráticamente la opinión a sus ciudadanos con derechos individuales sobre el futuro de su propia comunidad. Entonces te la has cargado, como mínimo ya eres cómplice de los nacionalismos disgregadores. Y no digamos en sentido contrario: quienes en Cataluña se atreven a cuestionar la doctrina oficial sobre el derecho a decidir  son considerados poco menos que legionarios cabrunos.
Estos días, otro acontecimiento pone difícil salir por peteneras de la pasión taxonómica: la muerte de Hugo Chávez. Reconocer la notable disminución de la pobreza y el analfabetismo en Venezuela en los últimos años puede convertirte de la noche a la mañana en nostálgico del Che, por mucho que matices que el precio pagado ha sido demasiado alto, en forma de instituciones pervertidas, inseguridad jurídica, clientelismo, división social y arrasamiento de la clase media. Si has pronunciado la primera premisa, te has caído con todo el equipo y si sólo destacas lo segundo puedes estar incubando a un desalmado  neoliberal.
 Lo dicho: opinar reflexivamente te puede convertir en pieza de museo o en motivo de befa. Le diré a mi mujer que trabajo de pianista en un burdel.