martes, julio 22, 2014

Si me hubieseis avisado…

Publicado en "Diario Menorca "el sábado 19 de Julio


Cuando cumplí sesenta años programé un viaje singular, nada menos que a la Patagonia, no sólo por el placer que a buen seguro y como así fue, significaría, sino también para escabullirme de una más que probable fiesta sorpresa a la que mis hijos son muy aficionados (la que le montaron luego a su madre fue sonada), y que a mí me aterran desde que he descubierto mi propensión al llanto en situaciones potencialmente emotivas. Mi última experiencia al respecto había sido de lo más embarazosa, al quebrárseme la voz y ponerme a gimotear en la presentación de un libro…

Pues bueno, ya he tenido mi fiesta sorpresa. Me había pasado la mañana del martes preparando ideas para una presunta reunión de trabajo con el director y otros colaboradores del diario, pero al entrar, tuve la fortuna de atisbar a lo lejos la melena blanca de Paco Pons Capó, la alegría expansiva de Biel Fiol,  el clergyman del Obispo, el porte institucional de Paco Tutzó, y comprendí al instante la magnitud de la encerrona: tendría mi fiesta sorpresa. Aquella fulguración desde los aledaños de los talleres me salvó, porque tuve unos momentos para detenerme, encauzar la riada de sentimientos y deleitarme saludando a tan buenos amigos (gracias, Gerard por venir desde Barcelona, gracias Juan Carlos por volver al diario, gracias a todos por acudir) antes de escuchar el documentado discurso de Josep P. Fraga deslizando aspectos de mi trayectoria periodística que ni siquiera recordaba, y el de Josep Bagur, afable y excesivamente generoso sobre mi aportación al periódico.

Pero la verdadera prueba  fue al tomar la palabra mi mentor y amigo Paco Pons Capó que volvía a pisar el diario después de muchos años de retiro, porque entonces la riada de recuerdos y emociones amenazó con desbordar todos los diques de contención. Me empezaron a temblar las piernas (incluso los glúteos, algo insólito) y la barbilla, pero logré prestar atención al mensaje de mi viejo maestro y creo que tenía razón al afirmar la supremacía indiscutible de mi vocación médica sobre mi obsesión por escribir. Y debe de ser así porque no hay nada en lo vivido comparable  a la experiencia del cirujano ante un difícil caso resuelto y la sonrisa de un paciente agradecido, y nada peor que la frustración por un  fracaso, ese insomnio recalcitrante que noche tras noche te recuerda lo que pudiste hacer mal.

Pero si me hubieseis avisado, traidores, hubiera podido preparar una intervención más ajustada que las palabras que tuve que improvisar y hubiera mencionado y contado anécdotas de  mis primeros amigos de Es Diari, Fernando de administración, Toniet el corrector, el cajista Dalmedo, los linotipistas Rabaque,  Biel Fiol  (felizmente presente), Paco de Sant Lluis y  Rafael Serra, al sin par Toni Pelut, a los fotógrafos Javier y Moreno, al reportero más singular Toni Verger, compañero de mil singladuras, a Mituro quien me introdujo en la sección deportiva, luego con JJ Quetglas, a mi primer director Mateo Seguí, al siempre elegante Guillermo de Olives y a la pléyade de directores que le siguieron, con especial mención para mis amigos Joan Cantavella y Bosco Marqués, quien tuvo que lidiar -con absoluta maestría- con mis conflictos con el clero…

Tampoco habría podido olvidarme del propio a padre Cots quien, como recuerdo con el obispo en un divertido aparte, me telefoneaba a cualquier hora del día para reñirme cariñosamente por alguna impía opinión vertida en las proximidades de la semana santa (también Mateo Seguí solía llamarme a capítulo en su despacho del hospital Monte Toro), ni  de mis compañeros y amigos de mi época de redactor-jefe de deportes (otra ilusión cumplida, sólo me falta marcar un gol en el  Bernabéu), Jaume Payeras, Nicolás Valverde, Seo Llabrés Rafa Ayala senior, Juan Quevedo, y ¡cómo no!, de Tomeu Gili, pluma acerada y libertina, amigo y confidente desde que Es Diari nos unió hace cuarenta años y  del  finísimo corrector y gran amigo ateneísta Paco Fábregues que estás en los cielos…

En fin, si me hubieseis avisado,  hubiera podido expurgar y mostraros algunos de los anónimos más feroces que he ido recibiendo a lo largo de los años, futbolero- unionistas aparte, que estos, con sus escudos gualdiazules, formaban parte del paisaje. Uno de aquellos me llamaba “dinamitero del régimen” y contrastaba la bonhomía de mi padre con mi mezquindad, mi mujer aún no se ha recuperado… Pero, ¡menos mal que no me avisasteis!, y así  tuve que improvisar yéndome por las ramas de las abstracciones y gracias a ello nos libramos todos de una más que embarazosa llantina escasamente decorosa para quien se tiene por racionalista contumaz.

Lo que está meridianamente claro, y eso sí recuerdo que lo dije, es que sin el Diario Menorca en mi vida hubiera sido una persona con una grave amputación y que gracias a su paciencia y tolerancia conmigo he podido  realizarme en una faceta  sin la cual no podría entenderme a mí mismo.

Mil gracias a todos por un día inolvidable… Y vosotros lo habéis querido: continuaré.

lunes, julio 07, 2014

El discreto encanto de las imperfecciones (publicado en EL PAÍS el 5-7-2014)


Nos describía Jordi Soler hace unas semanas (“La era de Funes”, EL PAIS, 30-3-14) a “esos hombres del siglo XXI, sentados e inmóviles frente a una pantalla de ordenador, con una memoria infalible de gigabytes, que disfrutan de una realidad mejorada…”, y  no le faltaba clarividencia para intuir esa universal querencia por crear realidades paralelas en las que incluso el sexo real, tan farragoso y lleno de malentendidos, va cayendo en desuso a favor de sus sucedáneos virtuales, más controlables, y que insidiosamente empiezan a ser más reales que la propia realidad.

Y es que el ciudadano del siglo XXI parece anteponer la seguridad, el control de toda actividad potencialmente peligrosa,  a su incondicional disfrute. Sexo sin sexo, cervezas sin alcohol, alimentos sin calorías ni colesterol, footing ortopédico con control mecánico de pulsaciones y jadeos,  conversaciones con pantallita interpuesta, torsos sin vello… Todo ello parece formar parte de una ilusión o ensoñación colectiva por crear islas no solo de control y seguridad sin fisuras sino de perfección en medio del caos de un mundo sin más brújula que un mercado enloquecido que se debate entre sus propias sacudidas y las que provoca el permanente choque de identidades contrapuestas.

De esa tendencia hemos sido testigos y protagonistas los cirujanos oftalmólogos que no hace tanto operábamos cataratas para devolver la vista y ahora lo hacemos, además, para evitar la “molestia” de llevar gafas. Tiempos aquellos de pacientes agradecidos por la sustancial y espectacular mejora, a pesar de los aparatosos anteojos que se veían obligados a llevar, y tiempos estos en que puedes ir al juzgado porque a alguien le ha quedado media dioptría de astigmatismo después de una intervención presuntamente perfecta. Ya no es suficiente la seguridad del procedimiento, que ha alcanzado cotas espectaculares en los últimos años, sino que se requiere una excelsitud que nadie terrenal puede garantizar.

Esta obsesión por el control, la seguridad, la asepsia… la perfección, es fuente de neurosis de todo tipo. Se está gestando una generación de optimistas radicales, mitómanos de la tecnología y su corolario  de que todo tiene que funcionar como un reloj suizo y que, por tanto, esperan  respuestas  perfectas de sus imperfectos congéneres y de la propia vida, aleatoria por definición; seres permanentemente airados al comprobar una y otra vez la insuficiencia de las soluciones a sus exigentes requerimientos, impropias  de sus inmarcesibles méritos y expectativas. Parece como si el eclipse parcial de la felicidad religiosa (los últimos fastos y milagros vaticanos ponen en cuestión el cacareado relativismo) hubiera dado paso a un ideal donde la tecnología de última generación, junto con la infinita potencia de nuestra psique, estimulada( ¿manipulada?) por los gurús del pensamiento positivo, diera lugar a esas idílicas islas de perfección.

Quizás convendría volver la mirada a los únicos humanos, los científicos, con cierta experiencia en  mundos perfectos. Por ejemplo los físicos, observadores de sistemas como el de la electrodinámica cuántica, basada en la interacción de fotones y electrones, partículas sustancialmente sin fallos. Son esos hombres sabios (y sigo al catedrático menorquín Manuel Elices en su discurso de ingreso en la Real Academia  de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales) quienes nos advierten de la necesidad de las imperfecciones, pues la resistencia y ductilidad de los materiales no dependen de la inmensa mayoría de los átomos que ocupan el sitio que les corresponde en la red cristalina, los perfectos, sino en las imperfecciones de la estructura, porque es ahí precisamente donde radica la información. Sin alguna de esas imperfecciones, los salmones, por ejemplo, no podrían regresar a su lugar de origen después de haberse alejado muchos kilómetros de él. Gracias a unos imperfectos anillos que se forman en sus oídos obtienen la información que necesitan sobre las características del agua de mar por donde ha nadado. El estudio de las impurezas en esos anillos equivale a leer el cuaderno de bitácora de un barco.

Reconocer y valorar la  inevitabilidad de las imperfecciones de nuestros prójimos puede ayudarnos a empatizar con ellos, incluidos los más idolatrados, como la mismísima actriz Scarlett Johansson cuyo desnudo sin photoshop  nos permite disfrutar de la actriz en toda su plenitud, como apuntaba Elvira Lindo en su columna dominical, incluso o sobre todo con la bendita imperfección de esos pechos “caídos hacia arriba” que diría Francisco Umbral. Pues, al parecer, Twitter ha albergado indignadas reacciones ante las imperfecciones de la diva, denuestos de esos optimistas radicales convencidos de que Scarlett era el prototipo de la belleza sin mácula, ¿sintética?,  ¡qué decepción!

Pasa lo mismo con la política: la democracia no es el sistema perfecto sino un bienintencionado intento de regular y aprovechar civilizadamente las imperfecciones de convivencia  de los humanos para generar fórmulas cada vez más… perfectibles. Tanto en las relaciones de pareja, tan frágiles hoy día, como en las propiamente políticas, no hay que esperar utópicas felicidades eternas ni el cumplimiento de ideales salvíficos, sino arbitrar correcciones, una detrás  de otra, sin pausa, sin fin y con una razonable tolerancia a las imperfecciones ajenas y al nunca desdeñable papel del azar. Claro que cabría preguntarse qué pasa cuando se produce un overbooking de imperfecciones, pero esa sería otra historia.