miércoles, septiembre 27, 2006

Estampas Dálmatas

Estampas dálmatas

Amanece en Labat, a un par de kilómetros de la soñada ciudad de Dubrovnik, en la costa croata. Me levanto temprano, ávido de sensaciones tras una llegada nocturna en la que sólo pudimos atisbar las luces de la capital levitando sobre un mar en calma y, debidamente pertrechado, me dispongo a recorrer los alrededores corriendo suavemente, en acción preventiva contra el previsible engorde de una semana de relajo y prospectiva de lo que podemos encontrarnos en la semana que tenemos por delante.
Convencido de que iba a toparme con el consabido enjambre turístico de nuestras inefables costas, lo que se ofrece a mis ojos tiene poco que ver con ello: un paisaje suave de pinos y roca ocre cubierta de un manto verde que llega hasta la orilla, unas construcciones discretas, armónicamente camufladas en el verdor, caminos peatonales entre pinos, bordeando la costa, que parecen dispuestos para que el viajero se explaye. A mis pies, a unos diez metros, amables calitas de roca, pequeñas y coquetonas acariciadas con un agua polícroma, una miríada de pequeños paraísos con sus plataformas y escaleritas que invitan a la zambullida.
Dubrovnik, espléndida ciudadela sobre un mar abierto y en una prodigiosa calma chicha que no se alteraría en toda la semana, y que presumo es la nota dominante de un litoral que parece más lacustre que marino por la protección del rosario de islas que festonean su costa. Precisamente navegamos por el archipiélago de las Elàfites, recorriendo sus pueblitos y ensenadas en un mar que es espejo y que, a buen seguro, haría del alérgico a las travesías marítimas un auténtico lobo de mar: ¿quién puede ser insensible a una navegación que es grácil deslizamiento sobre bandeja de oro entre verdes islitas, puertos coquetones, ante la sabia y protectora mirada de una ciudadela que ha atravesado siglos y devastaciones?
Volvemos a Dubrovnik para perdernos en el dédalo de sus callejuelas cargadas de historia y también de restaurantes, agencias de viaje, tiendas de souvenirs y comercios diversos. Imprescindible (y agotador) recorrido por las murallas, un trayecto que, a buen paso, puede durar un par de horas, con el extraordinario premio sorpresa de contemplar, desde las alturas, el candor paisajístico de unos pescadores faenando como si tal cosa por los bellísimos roquedales que se abren a los pies de las murallas, y que poco antes habían cobijado nuestro primer baño croata. Desde las murallas, el viajero no puede sustraerse a la congoja de contemplar las cicatrices de los crueles bombardeos que sufrió la ciudad patrimonio de la humanidad hace sólo quince años y que contemplaría, apesadumbrada e inerme la bellísima isla de Lokrum, frente a sus almenas.
Dubrovnik night deja atrás la impresión de parque temático para ofrecernos una imagen más auténtica que los turistas contemplamos arrobados, en equilibrio con los nativos que ahora sí parecen abandonar sus escondrijos para zambullirse en la vida nocturna: jazz callejero, mercadillos, coros dálmatas. Al mediterráneo acostumbrado a sus ciudades fantasmalmente desiertas a las ocho de la tarde le llama la atención semejante bullicio propiciado por unos comerciantes que no vacilan a la hora de ampliar sus horarios. Y es que los croatas parecen apostar decididamente por el turismo para emerger definitivamente y hacerse un hueco en la próspera Europa. El problema, nuestro problema, es la inexorabilidad del principio de Arquímedes según el cual todo cuerpo sumergido en un fluido (turístico en este caso), experimenta un empuje hacia arriba igual al peso desalojado, y en este caso concreto, mucho me temo que la inmersión croata provoque el indeseado desalojo de aquellos que no hacen más que ordeñar la ubre del sol y playa.
En otro espléndido amanecer contemplo ese Adriático luminoso y aquietado que me ha hechizado, observando con envidia sus construcciones, casitas desperdigadas entre pinares, hoteles de dos alturas camuflados en el verdor, me recreo en el insólito silencio en tiempos de ruido y furia e inevitablemente vuelvo a comparar con nuestro litoral abollonado y estridente. ¿Quo vadis, sol y playa?


Montenegro, Mostar

Cuando me había despedido ya de la singularidad paisajística noruega (dos visitas en cinco años a sus fiordos son suficientes) y no esperaba volver a ver una belleza tan sobrecogedora, me quedo estupefacto cuando llegamos al fiordo de Kotor en pleno Montenegro, el último estado emergente (democráticamente separado de Serbia) del puzzle balcánico. Y es que Kotor sólo desmentiría que es un fiordo por su peculiar forma de mariposa, pero visto desde el alto de Njegusi, ofrece una imagen superponible a la muy mitificada del fiordo noruego de Geirangen, aunque sin el consabido filtro nuboso nórdico, con temperatura mediterránea.
Pero para acceder a Montenegro antes hemos tenido que sufrir un cuidadoso escrutinio en una frontera especialmente conflictiva por ser encrucijada con Croacia y Bosnia Herzegovina y habitual cita de mafias diversas especializadas fundamentalmente en tráfico de armas y coches. Unas carreteras harto deficientes, cuarenta minutos de aduana para entrar y más de una hora para salir es una importantísima asignatura pendiente de las autoridades montenegrinas si quieren explotar de verdad el filón costero de que disponen. Aunque es más urgente la mejora de las infraestructuras y la erradicación de privilegios provenientes de la época comunista como el que confiere a los taxis el monopolio de cruzar en ferry la bahía de Kotor.
Este pequeño país, de tamaño y población parecido a Navarra dispone de casi trescientos kilómetros de una costa de una belleza sorprendente, de la que sólo hemos catado la espléndida de Kotor, enormes lagos y cañones, todo ello de un potencial turístico de primer orden que está por explotar si los montenegrinos consiguen encontrar la piedra filosofal de la estabilidad política, ardua tarea si tenemos en cuenta el fuerte sentimiento proserbio de un 45 % de la población, palpable en el mar de banderas unidas serbio-montenegrinas que adornan ostentosamente las paredes de muchos establecimientos, la peligrosa afición a las armas de los montenegrinos… y la supuración de las heridas aún abiertas.
Volviendo al fiordo mediterráneo (no es un oxímoron) tras contemplarlo desde las alturas, el viajero aún se relame del espléndido y asequible ágape en la monumental ciudad de Kotor, con unos espléndidos calamares rellenos… a la plancha (pujenje lignje) y empieza a atisbar la pesadilla del regreso al paso fronterizo, el contraste entre lo que parece Europa y aún no lo es (Croacia) y lo que lo es pero no lo parece (Montenegro). La ciudad que da nombre al fiordo es un espectáculo de sí misma ahora que todavía no se ha convertido en parque temático con sus almenas sobre un brazo de mar, un castillo en lo alto de la montaña en que se apoya la ciudad y una muralla que serpentea por los riscos hasta los restos del castillo de la cima… Difícilmente se me olvidará la azarosa entrada en una capilla ortodoxa, con la presencia de un intimidante pope barbudo (¿pleonasmo?), muy interesado en enseñarnos los retablos, pero mucho más en recibir un caritativo óbolo.
A la vuelta, la ciudad costera de Perast ofrece al viajero la posibilidad de un arrobo místico, con sus viejas casonas de aire aristocrático en estado ruinoso y sus muelles afrontados a las montañas, donde un baño vespertino en medio de un silencio espectral es una experiencia cuasi religiosa, mientras que al pragmático emprendedor se le deben hacer los ojos chiribitas de tanta expectativa, ¡Si esto lo descubre Paco el Pocero!
Aunque también se las trae, el contraste entre Bosnia y Croacia no es tan abrupto como en el caso montenegrino. Aquí es algo más intangible, simbólico, no llama tanto la atención el desnivel económico, probablemente porque la inversión extrajera, aseteada su conciencia, se ha volcado (en la carretera a Mostar se suceden los concesionarios extranjeros de coches). La carretera a Mostar, tras un trámite aduanero imperceptible, es incluso más ancha y con mejor firme que las croatas, muy al contrario que en Montenegro. Y pronto llega el tremendo choque emocional de la entrada en Mostar, al comprobar con tus propios ojos los estragos de la barbarie humana (¿otro pleonasmo?), que deja de ser una anodina imagen televisiva para clavarse a tu piel con los garfios de la desesperación. Los edificios reventados por las bombas, picoteados por el febril sarampión de las balas, permanecen en Mostar como los hornos crematorios en Auschwitz, para que nos golpeen y nos laceren, para que impidan que surta efecto el anestésico paso del tiempo y no nos permitan olvidar.
Un estruendo de bocinas nos persigue en nuestro deambular por las calles de Mostar. Creemos que es un embotellamiento rutinario, pero al echar la inevitable ojeada precautoria vemos que se trata de vehículos engalanados celebrando una boda que hacen sonar sus bocinas en señal de euforia, ¿euforia?, no ahí hay algo más, advertimos al contemplar el despliegue de banderas a través de las ventanillas. Algunas bosnias, otras serbobosnias y qué sabe el viajero de colorines nacionalistas, pero todas afirmando, desafiantes, su presencia…su identidad. Mientras les saludamos cortésmente a todos, pienso en la inmarchitable estupidez humana y nos encaminamos al emblemático y otrora maltrecho puente que observamos desde lo alto de un minarete, en otro momento realmente místico.

Korcula
Volvemos a Croacia y nos encaminamos a Korcula (pronúnciese korchula)), la “pequeña Dubrovnik”, atravesando la vinícola península de Peljesac, cerca de setenta kilómetros de carretera sinuosa y escarpada desde la que se divisa el paisaje insuperable de un mar que parece lago, siendo como es un canal entre islas y el continente. Los rincones idílicos se suceden, una miríada de calitas de transparentes aguas verdiazules, discretas plataformas para bañistas que no menudean en este cálido y despejado septiembre en que deambulamos por estas tierras, entre maravillados y perplejos: ¿Cómo es posible que entre tanta beatífica belleza haya estado siempre la trifulca a flor de piel?
Primera parada en Mali Ston, a la entrada de Peljesac, al atisbar un recoleto rincón marinero que promete sensaciones auténticas. Sólo se escucha el graznido de algún ave y el eco mortecino de una retransmisión religiosa dominical. “Es una misa católica” nos revela, con un deje de orgullo una afanosa y servicial mujer mientras nos abre unas ostras de su rudimentario vivero y un vino blanco manifiestamente mejorable. Parque natural, Mali Ston ofrece además de un puerto coquetón una impresionante visión de la muralla de más de cinco kilómetros que la une a Ston.
Tras una interminable secuencia de imágenes de postal, llegamos a Orebic, al noroeste de Peljesac, principal centro de actividad marítima de la antigua Ragusa, para embarcar, coche incluido, en el ferry que nos debe llegar a la isla de Korkula, a su capital homónima. Mientras navegamos sin esperas ni dilaciones, no podemos evitar pensar en una ligazón parecida entre nuestras islas mediterráneas, aunque en estos momentos de arrobo viajero preferiríamos no articular comparaciones especialmente odiosas, preocupados como estamos por el devenir turístico del litoral español, embarrancado en un modelo de lindes indefinidos, y al albur, por ejemplo, del definitivo despegue de esta zona dálmata, a poco que consolide su actual estabilidad.
Recorremos las calles de esa Dubrovnik miniaturizada que es Korcula capital, evocando aspectos históricos que le resultan familiares al viajero menorquín, no en vano vio sucederse a franceses, ingleses y también austriacos hasta 1918, en que fue integrada en el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Tras dar buena cuenta de un suculento arroz negro a la orilla del mar, bajo las murallas de la ciudad, nos dejamos perder por la isla hasta encontrar una preciosa ensenada con las montañas de Peljesac al fondo, donde nos zambullimos con ilusión infantil y con melancólica sensación de fin de periplo.
Al día siguiente, las televisiones norteamericanas nos dan los buenos días con una retahíla de imágenes más o menos truculentas sobre el 11-S. No hace falta, no olvidamos. Jamás se borrarán de nuestras retinas aquellas pavorosas estampas, como las de nuestro zarandeado11-M (¡qué maravilla de semana sin conspiraciones!). Como tampoco olvidan los ciudadanos de Dubrovnik, a cuyas burbujeantes calles volvemos para despedirnos. Visitamos el Palacio Sponza donde nos estremece la exposición permanente de su particular holocausto de hace sólo quince años, imágenes de rostros jóvenes, sonrisas marchitadas por la sinrazón de la guerra, edificios que son, como toda la ciudad de Dubrovnik, patrimonio de la humanidad, humeantes, masacrados, estampas de muerte y destrucción, memoria que se mantiene indeleble con una preocupante e inequívoca leyenda: “Asesinados por los bombardeos serbio-montenegrinos”. Así sin eufemismos políticamente correctos, con toda su crudeza…¿vengativa?
Inmersos de nuevo en el bullicio nocturno de la ciudad, el viajero no puede dejar de maravillarse de la capacidad del ser humano de sobreponerse a los horrores que él mismo genera, y de cómo es capaz de dar la vuelta a las situaciones más adversas. Este país joven que hemos recorrido estos días con profunda admiración no exenta de perplejidades diversas, tiene todo en sus manos para mejorar su destino histórico. Me lo reafirma el director del hotel en el que nos hospedamos, en la turística pero nada agobiante península de Labad. “Nosotros no tenemos problemas de estacionalidad”, me comenta, “Dubrovnik, es una joya dotada de magnetismo en cualquier época”, concluye.
Sentados en una terraza, admiramos la singular belleza de sus mujeres, cabellos negros y ojos de azabache algunas, rubias de reflejos esmeralda otras, tan fascinantes como su propio país de países. A través de esos destellos, el viajero hace votos para que nunca más se impongan en estas hermosas tierras los delirios religioso-nacionalistas sobre la imprescindible alianza de valores. El día que sean capaces de ver las banderas como lo que deberían ser, meros objetos folklóricos, y la religión como un asunto privado, habrán iniciado un camino que no debería tener retorno.
Ya en el aeropuerto, tomamos una cañas (hoy conduce otro) con dos tenientes españoles del contingente de Eurofor en Mostar. Son dos chicos listos, comunicativos y vocacionales. Nos cuentan que se van ya dentro de un año, que todo está tranquilo, pero que no acaban de fiarse, hay demasiados odios soterrados…y miles de minas sin desactivar. En fin, volver a la cruda realidad.