Nos describía
Jordi Soler hace unas semanas (“La era de Funes”, EL PAIS, 30-3-14) a “esos
hombres del siglo XXI, sentados e inmóviles frente a una pantalla de ordenador,
con una memoria infalible de gigabytes, que disfrutan de una realidad
mejorada…”, y no le faltaba
clarividencia para intuir esa universal querencia por crear realidades
paralelas en las que incluso el sexo real, tan farragoso y lleno de
malentendidos, va cayendo en desuso a favor de sus sucedáneos virtuales, más
controlables, y que insidiosamente empiezan a ser más reales que la propia
realidad.
Y es que el
ciudadano del siglo XXI parece anteponer la seguridad, el control de toda
actividad potencialmente peligrosa, a su
incondicional disfrute. Sexo sin sexo, cervezas sin alcohol, alimentos sin
calorías ni colesterol, footing
ortopédico con control mecánico de pulsaciones y jadeos, conversaciones con pantallita interpuesta,
torsos sin vello… Todo ello parece formar parte de una ilusión o ensoñación colectiva
por crear islas no solo de control y seguridad sin fisuras sino de perfección
en medio del caos de un mundo sin más brújula que un mercado enloquecido que se
debate entre sus propias sacudidas y las que provoca el permanente choque de
identidades contrapuestas.
De esa
tendencia hemos sido testigos y protagonistas los cirujanos oftalmólogos que no
hace tanto operábamos cataratas para devolver la vista y ahora lo hacemos,
además, para evitar la “molestia” de llevar gafas. Tiempos aquellos de
pacientes agradecidos por la sustancial y espectacular mejora, a pesar de los aparatosos
anteojos que se veían obligados a llevar, y tiempos estos en que puedes ir al
juzgado porque a alguien le ha quedado media dioptría de astigmatismo después
de una intervención presuntamente perfecta. Ya no es suficiente la seguridad
del procedimiento, que ha alcanzado cotas espectaculares en los últimos años,
sino que se requiere una excelsitud que nadie terrenal puede garantizar.
Esta obsesión
por el control, la seguridad, la asepsia… la perfección, es fuente de neurosis
de todo tipo. Se está gestando una generación de optimistas radicales, mitómanos
de la tecnología y su corolario de que
todo tiene que funcionar como un reloj suizo y que, por tanto, esperan respuestas perfectas de sus imperfectos
congéneres y de la propia vida, aleatoria por definición; seres permanentemente
airados al comprobar una y otra vez la insuficiencia de las soluciones a sus
exigentes requerimientos, impropias de
sus inmarcesibles méritos y expectativas. Parece como si el eclipse parcial de
la felicidad religiosa (los últimos fastos y milagros vaticanos ponen en cuestión
el cacareado relativismo) hubiera dado paso a un ideal donde la tecnología de
última generación, junto con la infinita potencia de nuestra psique, estimulada(
¿manipulada?) por los gurús del pensamiento positivo, diera lugar a esas
idílicas islas de perfección.
Quizás
convendría volver la mirada a los únicos humanos, los científicos, con cierta experiencia
en mundos perfectos. Por ejemplo los
físicos, observadores de sistemas como el de la electrodinámica cuántica,
basada en la interacción de fotones y electrones, partículas sustancialmente sin fallos. Son esos hombres sabios (y
sigo al catedrático menorquín Manuel Elices en su discurso de ingreso en la
Real Academia de Ciencias Exactas,
Físicas y Naturales) quienes nos advierten de la necesidad de las
imperfecciones, pues la resistencia y ductilidad de los materiales no dependen
de la inmensa mayoría de los átomos que ocupan el sitio que les corresponde en
la red cristalina, los perfectos,
sino en las imperfecciones de la estructura, porque es ahí precisamente donde
radica la información. Sin alguna de esas imperfecciones, los salmones, por
ejemplo, no podrían regresar a su lugar de origen después de haberse alejado
muchos kilómetros de él. Gracias a unos imperfectos anillos que se forman en
sus oídos obtienen la información que necesitan sobre las características del
agua de mar por donde ha nadado. El estudio de las impurezas en esos anillos
equivale a leer el cuaderno de bitácora de un barco.
Reconocer y
valorar la inevitabilidad de las
imperfecciones de nuestros prójimos puede ayudarnos a empatizar con ellos,
incluidos los más idolatrados, como la mismísima actriz Scarlett Johansson cuyo
desnudo sin photoshop nos permite
disfrutar de la actriz en toda su plenitud, como apuntaba Elvira Lindo en su
columna dominical, incluso o sobre todo con la bendita imperfección de esos
pechos “caídos hacia arriba” que diría Francisco Umbral. Pues, al parecer,
Twitter ha albergado indignadas reacciones ante las imperfecciones de la diva, denuestos de esos optimistas radicales
convencidos de que Scarlett era el prototipo de la belleza sin mácula,
¿sintética?, ¡qué decepción!
Pasa lo mismo
con la política: la democracia no es el sistema perfecto sino un
bienintencionado intento de regular y aprovechar civilizadamente las
imperfecciones de convivencia de los
humanos para generar fórmulas cada vez más… perfectibles. Tanto en las
relaciones de pareja, tan frágiles hoy día, como en las propiamente políticas,
no hay que esperar utópicas felicidades eternas ni el cumplimiento de ideales
salvíficos, sino arbitrar correcciones, una detrás de otra, sin pausa, sin fin y con una razonable
tolerancia a las imperfecciones ajenas y al nunca desdeñable papel del azar.
Claro que cabría preguntarse qué pasa cuando se produce un overbooking de imperfecciones, pero esa sería otra historia.