Una de las ventajas de ir cumpliendo años (la otra todavía no la conozco pero estoy en ello) es que aprendes a viajar. Escuchas, lees, lo adecuas a gustos, manías y posibilidades, y de esta manera programas lugares y trayectos un tanto al margen de las rutas turísticas tradicionales. Así, si el circuito clásico de Italia suele ser Roma, Florencia y Venecia, pues al viajero inquieto le atrae otro triángulo formado por Bolonia, Siena y Lucca, que incluye dos regiones emblemáticas: la Emilia Romagna y la mítica Toscana. Claro que para ello hay que echarle narices y atreverse con las carreteras y autostradas italianas, un auténtico pandemónium que en ocasiones te agobia y en otras te atemoriza. Las rotulaciones son un tanto erráticas, los tres viales no abundan y los conductores tienen la costumbre de irrumpir de un lateral sin demasiadas contemplaciones (te ponen el intermitente no para indicar que van a entrar sino que entran, caiga quien caiga, con lo que tienes que frenar más o menos bruscamente).
Bolonia es una ciudad tan peculiar como para estar repleta de librerías, vías porticadas y edificios de color rojizo, torres, rectas e inclinadas, y la extraña perversión, en los tiempos que corren, sobre todo en Italia, de votar a la izquierda. A Bolonia le llaman la rossa no sólo por el color de sus edificios, lo cual la engrandece a la mirada del progre trasnochado. No es poco mérito haberle plantado cara a la peculiaridad berlusconiana.
Recomendable, por situación (en plena Vía Independenzia) y relación calidad-precio, el restaurante “Diana”, y más auténtico la “Osteria dei Poeti” en la calle del mismo nombre, donde el placer de un filetto al aceto balsámico abre las puertas de la capital de Emilia Romagna, ciudad natal de Umberto Ecco y de la primera universidad europea (menos cuidada que la salmantina, por cierto), lo que justifica otro sobrenombre boloñés: “la dotta”, o sea la docta e ilustrada. El tercer mote “la grossa” se refiere a su gula y lo advierte uno al pesarse de vuelta a casa .
En la ciudad rossa-dotta-grossa, el viajero cambia el uniforme de Clark Kent por el de Superman y se lanza a la aventura automovilística para conocer parte esencial de la Romagna en dos etapas: en la primera Ferrara y Rávena dos ciudades genuinamente históricas muy bien conservadas, más bulliciosa y turística la primera, y más elegante Rávena, en la que hay que detenerse para visitar los sublimes mosaicos de san Vitale y el musoleo de Gala Placidia que, al decir de Yeats, son “monumentos al intelecto que no envejece”. Un apéndice marítimo para ver el enclave turístico de Rímini, puro decorado de película tipo “Muerte en Venecia”, pone el toque melancólico.
Una etapa ineludible antes de dejar la Romagna, es Módena que no sólo es la cuna de los maseratti y ferrari sino del famoso aceto balsámico, su peculiar y finísimo vinagre, presente en muchos de sus guisos, atesora un tejido urbano elegantemente monumental. Si el viajero es resistente puede llegar hasta Parma pero uno, en su infinita molicie, puede conformarse gozosamente con unos canutillos de parmiggiano regados por un buen Chianti, el vino italiano indiscutiblemente más satisfactorio al paladar español, que puede culminarse con el postre en forma de sublime vino santo, una especie de moscatel sin consistencia ni sabor de jarabe dulzón, sino con más apariencia de un blanco clásico y de sabor aterciopelado.
Pero la joya del triángulo toscano no es otra que Siena, la fémina que de alguna manera se contrapone al poder fálico “rossa-dotto-grossa” de Bolonia, de la que también se diferencia por su taranná más conservador. Un domingo de septiembre en Siena te cerciora del carácter fuertemente tradicionalista de sus habitantes, divididos en dieciocho contradas, parroquias o barriadas. En pocas horas vimos desfilar en la imponente plaza del Campo a dos de ellas con toda su espectacular parafernalia de coloristas uniformes, banderas y tambores; abuelos, padres e hijos unidos en el mismo fervor. Entre un desfile y otro, nada mejor que acercarse a la sin par pastelería Nannini donde no sólo puedes surtirte de las más deliciosas tartas y cafés sino también porque en la misma barra puedes alternar con los sieneses mientras te tomas, por ejemplo, el muy francés aperitivo del kir royale con unos delicados canapés.
Duomo aparte, con este aspecto de pastel de nata con vetas achocolatadas que tienen muchas catedrales en Italia, la inercia del paseo vuelve a llevarte a Il Campo, la espectacular plaza en forma de caracola donde te puedes pasar horas y horas no sólo contemplando la majestuosidad del Palazzo Público y su esbelta Torre del Mangia sino el propio teatro de la vida, bulliciosa y alegre como pocas, para terminar ¡faltaría más! con unos gloriosos tagliolini calamari en el restaurante de enfrente (gracias de nuevo, imprescindible e infalible guía michelin), llamado Al Mangia, que exhibe orgulloso fotografías de clientes tan singulares como Charles Chaplin, King Vidor, Cary Grant, Grace Kelly o Gary Cooper.
El viaje a Lucca a través de la campiña toscana, entre viñedos, olivos, cipreses y bellos hoteles donde no es difícil imaginar una película de James Ivory, es una orgía no ya para los sentidos sino para el sentido, tan zarandeado hoy día por el omnipresente mal gusto. Como el ineludible San Gimignano, cuyas torres en lo alto de una colina dejan una indeleble imagen de la Toscana, quizá la más auténtica, debido a los excesos turísticos florentinos, o por lo menos tan auténtica como Lucca, nuestro último destino, patria chica de Giacomo Puccini, intrincada ciudad amurallada en cuyo dédalo urbano circulamos un buen rato hasta dar con nuestro céntrico y coquetón hostal, certero antídoto de tanto macrohotel / aeropuerto/ centro comercial despersonalizado, desterritorializado... virtual.
Un paseo sobre el muro avistando la majestuosa silueta de loa Apeninos puede coronarse con la contemplación de la bella iglesia de San Michele, levantada en el emplazamiento del antiguo foso romano y que posee una de las fachadas del románico pisano más sugestivas de Italia. Demasiada belleza para no sentirse exhausto...y hambriento: ¿qué mejor manera de culminar el viaje que con unos mágicos raviolis d’oratta regados nuevamente con chianti ? La combinación, asociada a la melancolía de la vuelta a la normalidad, facilita el recuento de sensaciones, el inicio del verdadero disfrute.
Ya de regreso en el primer día de tormenta veraniega, aún hay tiempo para una parada en Florencia para rememorar añejas turbaciones estéticas con la Signoria, los Uffizi, el Ponte Vecchio, pero ya no es lo que era: riadas y riadas de turistas te llevan casi levitando de un sitio a otro mientras el incesante clic de las máquinas fotográficas te incitan a la huida. Tras un guiño cómplice al David, nos tomamos una pizza de mozarella y tomate fresco en la burbujeante Plaza de la República, y tras santiguarnos laicamente nos adentramos en la selvática autoestrada rumbo a Bolonia, donde nos recibe una espeluznante tormenta y un atasco fenomenal ( más de diez kilómetros)... en la vía opuesta.
Para los letraheridos, queda el indescriptible gozo suplementario del escribir el viaje. Sólo cuando esta tarea ha terminado podemos decir que hemos viajado, conocido mundos nuevos, sabores distintos, mujeres hermosas (es un decir)... ¡Ay las italianas! Ahora que no nos escuchan nuestras santas créanme, por encima de mosaicos y piedras diversas, ciudades rojas y doctas, la imagen que más recuerdo ahora a la hora de encapuchar la estilográfica, de dar definitivamente por concluido el viaje, es la imagen, felizmente repetida, de bellas y maduras italianas, primorosamente vestidas y de mirada picarona pedaleando con elegante indolencia por las calles de Bolonia, Módena, Rávena, Lucca...
Bolonia es una ciudad tan peculiar como para estar repleta de librerías, vías porticadas y edificios de color rojizo, torres, rectas e inclinadas, y la extraña perversión, en los tiempos que corren, sobre todo en Italia, de votar a la izquierda. A Bolonia le llaman la rossa no sólo por el color de sus edificios, lo cual la engrandece a la mirada del progre trasnochado. No es poco mérito haberle plantado cara a la peculiaridad berlusconiana.
Recomendable, por situación (en plena Vía Independenzia) y relación calidad-precio, el restaurante “Diana”, y más auténtico la “Osteria dei Poeti” en la calle del mismo nombre, donde el placer de un filetto al aceto balsámico abre las puertas de la capital de Emilia Romagna, ciudad natal de Umberto Ecco y de la primera universidad europea (menos cuidada que la salmantina, por cierto), lo que justifica otro sobrenombre boloñés: “la dotta”, o sea la docta e ilustrada. El tercer mote “la grossa” se refiere a su gula y lo advierte uno al pesarse de vuelta a casa .
En la ciudad rossa-dotta-grossa, el viajero cambia el uniforme de Clark Kent por el de Superman y se lanza a la aventura automovilística para conocer parte esencial de la Romagna en dos etapas: en la primera Ferrara y Rávena dos ciudades genuinamente históricas muy bien conservadas, más bulliciosa y turística la primera, y más elegante Rávena, en la que hay que detenerse para visitar los sublimes mosaicos de san Vitale y el musoleo de Gala Placidia que, al decir de Yeats, son “monumentos al intelecto que no envejece”. Un apéndice marítimo para ver el enclave turístico de Rímini, puro decorado de película tipo “Muerte en Venecia”, pone el toque melancólico.
Una etapa ineludible antes de dejar la Romagna, es Módena que no sólo es la cuna de los maseratti y ferrari sino del famoso aceto balsámico, su peculiar y finísimo vinagre, presente en muchos de sus guisos, atesora un tejido urbano elegantemente monumental. Si el viajero es resistente puede llegar hasta Parma pero uno, en su infinita molicie, puede conformarse gozosamente con unos canutillos de parmiggiano regados por un buen Chianti, el vino italiano indiscutiblemente más satisfactorio al paladar español, que puede culminarse con el postre en forma de sublime vino santo, una especie de moscatel sin consistencia ni sabor de jarabe dulzón, sino con más apariencia de un blanco clásico y de sabor aterciopelado.
Pero la joya del triángulo toscano no es otra que Siena, la fémina que de alguna manera se contrapone al poder fálico “rossa-dotto-grossa” de Bolonia, de la que también se diferencia por su taranná más conservador. Un domingo de septiembre en Siena te cerciora del carácter fuertemente tradicionalista de sus habitantes, divididos en dieciocho contradas, parroquias o barriadas. En pocas horas vimos desfilar en la imponente plaza del Campo a dos de ellas con toda su espectacular parafernalia de coloristas uniformes, banderas y tambores; abuelos, padres e hijos unidos en el mismo fervor. Entre un desfile y otro, nada mejor que acercarse a la sin par pastelería Nannini donde no sólo puedes surtirte de las más deliciosas tartas y cafés sino también porque en la misma barra puedes alternar con los sieneses mientras te tomas, por ejemplo, el muy francés aperitivo del kir royale con unos delicados canapés.
Duomo aparte, con este aspecto de pastel de nata con vetas achocolatadas que tienen muchas catedrales en Italia, la inercia del paseo vuelve a llevarte a Il Campo, la espectacular plaza en forma de caracola donde te puedes pasar horas y horas no sólo contemplando la majestuosidad del Palazzo Público y su esbelta Torre del Mangia sino el propio teatro de la vida, bulliciosa y alegre como pocas, para terminar ¡faltaría más! con unos gloriosos tagliolini calamari en el restaurante de enfrente (gracias de nuevo, imprescindible e infalible guía michelin), llamado Al Mangia, que exhibe orgulloso fotografías de clientes tan singulares como Charles Chaplin, King Vidor, Cary Grant, Grace Kelly o Gary Cooper.
El viaje a Lucca a través de la campiña toscana, entre viñedos, olivos, cipreses y bellos hoteles donde no es difícil imaginar una película de James Ivory, es una orgía no ya para los sentidos sino para el sentido, tan zarandeado hoy día por el omnipresente mal gusto. Como el ineludible San Gimignano, cuyas torres en lo alto de una colina dejan una indeleble imagen de la Toscana, quizá la más auténtica, debido a los excesos turísticos florentinos, o por lo menos tan auténtica como Lucca, nuestro último destino, patria chica de Giacomo Puccini, intrincada ciudad amurallada en cuyo dédalo urbano circulamos un buen rato hasta dar con nuestro céntrico y coquetón hostal, certero antídoto de tanto macrohotel / aeropuerto/ centro comercial despersonalizado, desterritorializado... virtual.
Un paseo sobre el muro avistando la majestuosa silueta de loa Apeninos puede coronarse con la contemplación de la bella iglesia de San Michele, levantada en el emplazamiento del antiguo foso romano y que posee una de las fachadas del románico pisano más sugestivas de Italia. Demasiada belleza para no sentirse exhausto...y hambriento: ¿qué mejor manera de culminar el viaje que con unos mágicos raviolis d’oratta regados nuevamente con chianti ? La combinación, asociada a la melancolía de la vuelta a la normalidad, facilita el recuento de sensaciones, el inicio del verdadero disfrute.
Ya de regreso en el primer día de tormenta veraniega, aún hay tiempo para una parada en Florencia para rememorar añejas turbaciones estéticas con la Signoria, los Uffizi, el Ponte Vecchio, pero ya no es lo que era: riadas y riadas de turistas te llevan casi levitando de un sitio a otro mientras el incesante clic de las máquinas fotográficas te incitan a la huida. Tras un guiño cómplice al David, nos tomamos una pizza de mozarella y tomate fresco en la burbujeante Plaza de la República, y tras santiguarnos laicamente nos adentramos en la selvática autoestrada rumbo a Bolonia, donde nos recibe una espeluznante tormenta y un atasco fenomenal ( más de diez kilómetros)... en la vía opuesta.
Para los letraheridos, queda el indescriptible gozo suplementario del escribir el viaje. Sólo cuando esta tarea ha terminado podemos decir que hemos viajado, conocido mundos nuevos, sabores distintos, mujeres hermosas (es un decir)... ¡Ay las italianas! Ahora que no nos escuchan nuestras santas créanme, por encima de mosaicos y piedras diversas, ciudades rojas y doctas, la imagen que más recuerdo ahora a la hora de encapuchar la estilográfica, de dar definitivamente por concluido el viaje, es la imagen, felizmente repetida, de bellas y maduras italianas, primorosamente vestidas y de mirada picarona pedaleando con elegante indolencia por las calles de Bolonia, Módena, Rávena, Lucca...