martes, noviembre 15, 2005

Argentina: crónica de un amor crepuscular

¡Ah, el amor! Cuando crees que el río de pasiones juveniles se ha encalmado para siempre, surge inopinadamente un rumor de aguas turbulentas que vuelve a seducirte, llevándote a terrenos del embeleso. Eso es lo que le ha ocurrido al viajero en su periplo argentino. ¿Cómo no enamorarse de una ciudad, Buenos Aires repleta de librerías, teatros en febril actividad y sensualidad tanguera?, ¿cómo no dejarse seducir por un país trufado de gentes cordialísimas y de una belleza variopinta y apabullante?, ¿cómo evitar ser abducido por el erotismo gastronómico de sus asados y alfajores? Ay, mi Buenos Aires querido, apenas recuperado del jet lag (que no es más que una melancólica modorra) ya sé que inevitablemente vamos a volver como nos auguraba la milonga de la última medianoche en la librería-teatrillo Clásica y Moderna.
Paradójica sensación de ciudad inabarcable a la que sin embargo pareces tener en un puño: todo resulta próximo, familiar, desde el idioma común hasta esa vocinglera y juvenil alegría de vivir que se ve, se siente, siempre está presente, a pesar de que ellos recién salen de pozo: tocaron fondo hace unos años y saben que no puede haber vuelta atrás, aunque el camino está sembrado de las espinas de una secular mala política, decenios de afanes (expolio de lo público), chanterío (demagogias populistas), coimas (sobornos), en suma todas las condiciones suficientes y necesarias para cargarse a la clase media e irse a pique.
Da la impresión de que han aprendido la lección de que no puede haber desarrollo económico y bienestar sin reformas estructurales en los tres poderes y cambios a medio y largo plazo tendentes a conferir seguridad jurídica, claridad en cuanto a derechos de propiedad y transacciones, fin de ciertas impunidades, modernización del legislativo… Y de un sistema de partidos, donde la omnipresencia del Partido Justicialista (peronista), prácticamente sin más oposición que la interna, es incomprensible para un europeo. En fin, un mundo de tareas que tienen que acometer y que el viajero enamorado desea que lleven a buen término.
Antes de salir para Iguazú visitamos el imponente Ateneo de la Avenida Santa Fe, un antiguo teatro convertido en librería, donde los bonaerenses hojean libros, los leen en los palcos o, como nosotros, toman café mientras escuchan un civilizadísimo debate sobre el estilo peronista, o sea, básicamente sobre la mítica figura de Evita, a la que luego volveré. La Librería del Ateneo es una cita ineludible para lectores metódico-selectivos (abstenerse compulsivos del enganche-entretenimiento), un lugar ideal para volver a creer que no todo está perdido en este mundo de eslóganes y flashes mediáticos.
Provincia de Misiones, Iguazú: arrobamiento místico ante la indescriptible belleza de unos imponentes saltos de agua popularizados en la película “La Misión”. Imposible no sentir cierto atisbo de trascendencia ante la aparición del arco iris sobre el fondo de las cataratas. ¿Cómo no captar el peculiar (¿perverso?) sentido del humor del Supremo Hacedor ante ese derroche de agua mientras en otras partes de su Creación los seres vivos lametean las plantas para obtener una misérrima gota?
Nos hospedamos en la parte brasileña de la urbanización turística donde comemos al aire libre una suculenta feijoada (guiso de frijoles) mientras unas iguanas de torva mirada se pasean a nuestros pies y unas enormes mariposas grises festoneadas de negro se posan plácidamente sobre tus dedos. Te quedas quieto, paralizado y observas cómo reanudan elegantemente el vuelo cambiando totalmente sus colores. En cuanto a la falaz competencia entre niveles de belleza entre la parte brasileña y la argentina de las cataratas, poco que decir: la brasileña es para ver y la argentina para sentir. Imprescindibles las dos visiones. Para los fetichistas del cine deseosos de revivir las aventuras misioneras de Robert de Niro, les puede ser suficiente visitar el sector argentino.
Península Valdés: monotonía de matojos tras los cristales pespunteada por la fantasmal aparición de guanacos (llamas patagónicas) y maras (roedores del tamaño de un perro grande y que se sientan como tales). El paisaje patagónico es fascinante en su desolación, kilómetros y kilómetros de planicie seca, llena de matojos, con el premio gordo final del espectáculo de su costa para admirarla en arrobo místico y extasiarse ante los elefantes marinos, con sus cuatro mil kilos a cuestas que suelen portarse profesionalmente ante las visitas. Situados a pocos metros de ellos en una agreste y protegida playa, nos dedicaron todo el repertorio: desde sus imponentes rugidos a la escenografía completa del harén, donde el macho, tras espantar a algún osado periférico copuló tranquila y amorosamente, posando su aleta sobre el lomo de una de sus hembras (evítense los chistes fáciles).
En Punta Tombo, reserva natural de pingüinos, cuyas hembras eligen primero piso (nido) y secundariamente al macho (de nuevo la tentación del chiste), constato un dato para la esperanza: unos jóvenes permanecen inmóviles, observando meditabundos el ir y venir de esas elegantes aves ¡sin tomar una fotografía, sin filmar con un video digital!, simplemente miran y piensan, supongo, en la futilidad de la vida de esas miríadas de turistas, incapaces de observar fuera de la mirilla de sus aparatos. ¿Cómo se las apañaban los turistas de la época pre-fotográfica? Seguramente disfrutaban mucho más. Sin móvil (celular lo llaman aquí) ni máquina, me siento libre, más humano.
Nos despedimos de la Patagonia tomando un inolvidable mate en la playa, en compañía de Santiago, un trotamundos de Puerto Madryn, que nos lleva en todoterreno a un alucinante viaje, entre dunas y riscos, por playas y calas salvajes hasta una lobera, donde los leones marinos lucen, no sólo su pintoresca melena, sino su prolongada holganza (si no subiera la marea, que les obliga a nadar, se morirían de hambre, nos cuenta Santiago); también nos enseña a sobrevivir en aquel páramo mostrándonos el jume, planta de alto contenido hídrico, en una inolvidable lección de botánica patagónica. “Si alguna vez se pierden”, nos dice, no lo olviden.
Volvemos a Buenos Aires para caer en la última de sus trampas seductoras: las compras. Bendigo al amigo que nos aconsejó viajar ligeros de equipaje: la ropa está a tan buen precio que es imposible no caer en la tentación de quedar bien con uno mismo y con los amigos, aunque el grueso de las compras se lo llevan, como siempre los libros. Imposible resistirse. También le compro una camiseta albiceleste a mi hijo, por lo de Messí, mayormente, mientras termino mi encuesta político-sociológica de pregunta única: ¿Boca o River? que me permite entrar en materia de manera taimadamente suave y no suele fallarme. Los hinchas boquenses rezuman peronismo y los de River, suelen ser gorilas, como llaman a los antiperonistas, aunque soy consciente del trazo grueso de esta percepción (el viajero, sin ir más lejos y sin razón aparente, se declara de River).
De una u otra forma, lo cierto es que a pesar de su dicharachera cordialidad, se advierte cierta reserva para tratar este tema crucial en su historia y en su forma de ser. Da la impresión de que el peronismo ha producido una profunda fractura social que no acaban de superar. En el debate del Ateneo bonaerense, la actriz que había interpretado a Evita habló desinhibidamente de cierto racismo clasista. La gente bien, los oligarcas, según la jerga peronista, nunca admitió que una advenediza de clase baja les gobernara y mucho menos que ella y su marido (¿por este orden?) instauraran una serie de demagogia populista que rompió las bases de una cultura del trabajo a favor de un asistencialismo estatal enloquecido que finalmente llevaría el país a la bancarrota. Los hinchas de Boca cuentan que por primera y única vez en la historia, unos gobernantes se ocuparon de los desfavorecidos…
Al viajero, ya perdidamente enamorado de la música de su lenguaje (¡ay, esos boliches bailables y chusmeos!) y de ese tango que es erotismo estético y melodioso, de la ciudad y sus gentes, le cuesta entender cómo pueden amar tanto el teatro y los libros y al mismo tiempo entronizar a esa Evita… y a Maradona, un jugador que me entusiasmó tanto en los campos de fútbol como me repele fuera de ellos, un cabeza hueca, presente todos los días en los medios. En el avión de vuelta, en nuestro departamento, sólo una luz titila; es la del viajero, absorto en la lectura de una exhaustiva biografía de Eva Duarte de Perón (“Evita”, Marysa Navarro, Edhasa), ¿heroína de los pobres o semilla de la actual depresión? Descanso, me froto los ojos y ya sólo pienso en el tango de Gardel, el otro mito, esta vez inocuo: Volver con la frente marchita y las sienes plateadas por las nieves del tiempo. Sé que volveremos.