sábado, enero 11, 2014

¿Una pregunta balsámica?

Publicado en "El País" el martes 7 de Enero


Si bien es cierto que no parece  buena idea disgregar un país que lleva siglos unido y que “solo las personas tienen derechos, no los territorios”, no  lo es menos  que esos ciudadanos suelen agruparse por diversas afinidades, la lengua entre ellas, en comunidades territoriales a las que dotan de instituciones democráticas que un día, por lo que sea, pueden articular una mayoría que solicita pacífica y democráticamente la opinión de sus conciudadanos con derechos individuales sobre el futuro de su comunidad.  Este proceso, al que algunos llaman “desafío” o, más abruptamente, “sedición”, debería formar parte de la normalidad democrática sin necesidad de plantear un derecho de autodeterminación que ninguna jurisprudencia reconoce salvo en casos de opresión o colonialismo, circunstancias que no concurren actualmente en nuestro país, por mucho que algunos iluminados lleguen a hablar incluso de “esclavitud”.

        Tampoco cabe invocar un esencialismo democrático que deifique la simple voluntad popular como vehículo suficiente para acceder a una soberanía de nuevo cuño. Como nos recuerda José María Ruiz Soroa (“Democracia y Autodeterminación” Claves, nº 208), “la expresión de una voluntad clara no conlleva sin más la secesión, sino que lo que hace es abrir un proceso en el que ambas partes están obligadas a negociar francamente  y con lealtad los términos posibles de un acuerdo de separación… La voluntad popular directa expresada en un único momento no es considerada como esencia única de la democracia que por sí misma no produce la decisión final, sino que se limita a abrir un proceso de diálogo institucional sobre esa voluntad”.

      En vez de la berroqueña negativa que no parece llevar a sitio alguno, parece más razonable acudir a la jurisprudencia internacional para centrar el problema y enfocarlo de forma constructiva. Argüir la fuerza implacable de la Constitución para impedir la consulta es inequívocamente legítimo, pero dudo mucho que sea tan útil políticamente como la respuesta dada por el  Tribunal Supremo de Canadá  a la ofensiva soberanista de Quebec, un intento jurídico serio de ofrecer una vía legal que, sin reconocer el “derecho a la secesión”, permita atender las  demandas pacíficas y democráticas  de una parte de su población y que aquí podría regularse mediante una ley ordinaria que regulara el derecho de una Comunidad Autónoma a plantearse un futuro diferente bajo determinadas condiciones.

           No tienen derecho a irse por las buenas (como corroboraba hace unas semanas el profesor Rubio Llorente), pero consulten ustedes a la ciudadanía, les vino a decir el tribunal a los quebequeses, mediante una pregunta clara sobre irse o quedarse sin eufemismos ni trampas semánticas como “derechos a decidir” y sucedáneos; en segundo lugar deben obtener ustedes una mayoría amplia (a determinar, pero no parece  suficiente  la simple mitad más uno para romper un país), garantizar los derechos de quienes en su comunidad  no quieren separarse (el nuevo estado debería ser tan plurinacional  y  plurilingüístico  como el que más),  y una vez en este punto, negociar  el reparto de muebles con el resto del país (previa reforma constitucional). Y así están las cosas desde entonces en Canadá, en un tranquilo statu quo.

       ¿Que el riesgo es demasiado grande? ¿Y cuál es el de no hacerlo? ¿Continuar con la  crispada incertidumbre por los siglos de los siglos? Lo que parece conveniente es que para cualquier tipo de salida democrática se baje unos cuantos grados la temperatura, tanto de los irreductibles patriotas constitucionales que apelan al “imperio de la  ley” como única respuesta a la sedición, como la de quienes transforman el clamor del sentimiento de pertenencia en un corpus doctrinal con sus símbolos, ritos y supuesto derecho (¿también sagrado?)  a formar Estado aparte. Apelar a la razón y al arte de la política significa sentarse y arbitrar soluciones que pasan por saber de una vez qué quieren ser de mayores los catalanes, y cómo está dispuesta España a asumir la innegable plurinacionalidad de su Estado, visto el agotamiento del sistema del “café para todos” y la inviabilidad de una vuelta al jacobinismo.

 Como sugiere la Ley de Claridad canadiense, la pregunta debe ser clara, sin ambigüedades (la propuesta por la Generalitat es cuando menos, compleja),  y  debe estar precedida por una campaña diáfana en la que se expliquen a los electores catalanes los pros y contras de la decisión, especialmente económicos (la butxaca) y de inserción internacional, sin tapujos ni subterfugios. En este sentido los ingleses están dando una lección de pragmatismo: pregunten ustedes a sus ciudadanos, les dicen a los escoceses, si quieren seguir perteneciendo o no a U.K, pero tengan en cuenta que en caso negativo les trataremos como a extranjeros, que nuestra Armada no tiene por qué construir sus barcos en astilleros escoceses, que cuál va ser su moneda, cómo se va a realizar el reparto de la deuda, etcétera.

El escuchar la respuesta parece mucho más inteligente que el prohibir la pregunta,  menos dañino para la marca España y puede que abocara, como en Canadá, a un plácido stato quo para varios lustros, lo cual sería  un alivio y un  descanso para la ciudadanía de este país…de países.