Si bien es
cierto que no parece buena idea
disgregar un país que lleva siglos unido y que “solo las personas tienen
derechos, no los territorios”, no lo es
menos que esos ciudadanos suelen
agruparse por diversas afinidades, la lengua entre ellas, en comunidades
territoriales a las que dotan de instituciones democráticas que un día, por lo
que sea, pueden articular una mayoría que solicita pacífica y democráticamente
la opinión de sus conciudadanos con derechos
individuales sobre el futuro de su comunidad. Este proceso, al que algunos llaman “desafío”
o, más abruptamente, “sedición”, debería formar parte de la normalidad
democrática sin necesidad de plantear un derecho de autodeterminación que
ninguna jurisprudencia reconoce salvo en casos de opresión o colonialismo,
circunstancias que no concurren actualmente en nuestro país, por mucho que
algunos iluminados lleguen a hablar incluso de “esclavitud”.
Tampoco cabe invocar un esencialismo
democrático que deifique la simple voluntad
popular como vehículo suficiente para acceder a una soberanía de nuevo cuño.
Como nos recuerda José María Ruiz Soroa (“Democracia y Autodeterminación” Claves, nº 208), “la expresión de una
voluntad clara no conlleva sin más la secesión, sino que lo que hace es abrir
un proceso en el que ambas partes están obligadas a negociar francamente y con lealtad los términos posibles de un
acuerdo de separación… La voluntad popular directa expresada en un único
momento no es considerada como esencia única de la democracia que por sí misma
no produce la decisión final, sino que se limita a abrir un proceso de diálogo
institucional sobre esa voluntad”.
En vez de la berroqueña negativa que no
parece llevar a sitio alguno, parece más razonable acudir a la jurisprudencia
internacional para centrar el problema y enfocarlo de forma constructiva.
Argüir la fuerza implacable de la Constitución para impedir la consulta es
inequívocamente legítimo, pero dudo mucho que sea tan útil políticamente como
la respuesta dada por el Tribunal
Supremo de Canadá a la ofensiva soberanista de Quebec, un
intento jurídico serio de ofrecer una vía legal que, sin reconocer el “derecho
a la secesión”, permita atender las demandas pacíficas y democráticas de una parte de su población y que aquí podría
regularse mediante una ley ordinaria que regulara el derecho de una Comunidad
Autónoma a plantearse un futuro diferente bajo determinadas condiciones.
No tienen derecho a irse por las buenas (como
corroboraba hace unas semanas el profesor Rubio Llorente), pero consulten
ustedes a la ciudadanía, les vino a decir el tribunal a los quebequeses,
mediante una pregunta clara sobre irse o quedarse sin eufemismos ni trampas
semánticas como “derechos a decidir” y sucedáneos; en segundo lugar deben
obtener ustedes una mayoría amplia (a determinar, pero no parece suficiente la simple mitad más uno para romper un país),
garantizar los derechos de quienes en su comunidad no quieren separarse (el nuevo estado debería
ser tan plurinacional y plurilingüístico como el que más), y una vez en este punto, negociar el reparto
de muebles con el resto del país (previa reforma constitucional). Y así
están las cosas desde entonces en Canadá, en un tranquilo statu quo.
¿Que el riesgo es demasiado grande? ¿Y
cuál es el de no hacerlo? ¿Continuar con la crispada incertidumbre por los siglos de los
siglos? Lo que parece conveniente es que para cualquier tipo de salida
democrática se baje unos cuantos grados la temperatura, tanto de los
irreductibles patriotas constitucionales
que apelan al “imperio de la ley” como
única respuesta a la sedición, como
la de quienes transforman el clamor del sentimiento de pertenencia en un corpus doctrinal con sus símbolos, ritos
y supuesto derecho (¿también sagrado?) a
formar Estado aparte. Apelar a la razón y al arte de la política significa
sentarse y arbitrar soluciones que pasan por saber de una vez qué quieren ser
de mayores los catalanes, y cómo está dispuesta España a asumir la innegable
plurinacionalidad de su Estado, visto el agotamiento del sistema del “café para
todos” y la inviabilidad de una vuelta al jacobinismo.
Como sugiere la Ley de Claridad canadiense, la pregunta debe ser clara, sin
ambigüedades (la propuesta por la Generalitat
es cuando menos, compleja), y debe estar precedida por una campaña diáfana
en la que se expliquen a los electores catalanes los pros y contras de la
decisión, especialmente económicos (la butxaca)
y de inserción internacional, sin tapujos ni subterfugios. En este sentido los
ingleses están dando una lección de pragmatismo: pregunten ustedes a sus
ciudadanos, les dicen a los escoceses, si quieren seguir perteneciendo o no a
U.K, pero tengan en cuenta que en caso negativo les trataremos como a extranjeros,
que nuestra Armada no tiene por qué construir sus barcos en astilleros
escoceses, que cuál va ser su moneda, cómo se va a realizar el reparto de la
deuda, etcétera.
El escuchar la
respuesta parece mucho más inteligente que el prohibir la pregunta, menos dañino para la marca España y puede que
abocara, como en Canadá, a un plácido stato
quo para varios lustros, lo cual sería
un alivio y un descanso para la
ciudadanía de este país…de países.