Publicado en "Diario Menorca" el domingo 4 Abril
A nuestros visitantes de Semana Santa, con pudor
A nuestros visitantes de Semana Santa, con pudor
Cuando en tiempos universitarios, a orillas del Ebro, allá en los míticos sesenta-setenta del pasado siglo, revelaba mi origen menorquín, invariablemente me espetaban un “¡Ah, mallorquín!” que hacía rodar por los suelos mi ego patriotero. Pero esta humillante confusión con la isla hermana, la mayor, la famosa, no era lo peor. Mucho más lacerante resultaba otra evocación, una vez aclarada la primera: “¡Ah, Mahón, donde la cárcel de la Mola!”( el eterno retorno: ahora vamos a tener otra penitenciaría singular, en pleno trayecto turístico, sic transit ), aunque también había lugar para la comicidad cuando conjeturaban si se trataba una isla con una palmera en el centro, como en los chistes de náufragos. Pero, en fin, lo dejábamos pasar como cuando nos llamaban polacos por hablar raro…
Lo sustancial es que, décadas después, los menorquines tenemos sobradas razones para insistir en nuestra singularidad, sobre todo cuando se dirigen a nosotros con mirada entre acusadora y conmiserativa y una demoledora exclamación, “¡Menuda la que tenéis montada!”, referida a munarquías absolutas, suburbanos inundados, comisiones enterradas en latas de cola cao, velódromos a precio de oro repletos de matojos, palacetes a precio de saldo, procesiones anilladas al juzgado y el sursuncorda. Y que nadie vea en esta exposición resabios anti centralistas (nuestro centro político-económico es Palma y eso nadie lo discute) o neo nacionalistas de ínsula barataria, porque se limita a marcar algunas distancias para evitar confusiones y algún que otro bochorno injustificado.
Dejemos claro desde el principio que poco tenemos que ver los menorquines con la tangentópolis mallorquina. Será porque nos falta valor o por un elemental sentido del pudor esculpido a través de nuestra peculiar historia, pero lo cierto es que el frenesí político mallorquín dista mucho de estar presente en la isla menor. Y es que la singularidad menorquina viene de lejos, probablemente del siglo XVIII en que la isla, codiciada especialmente por el mayestático puerto de Mahón, perteneció por tres veces a la Corona británica y una vez al Reino de Francia, con breves interregnos españoles, cambios que no impidieron que la isla viviera una época de relativo esplendor y de efectiva libertad, lejos de la severa Inquisición española, lo que redundó en una apreciable actividad comercial y en florecimiento cultural que posiblemente dejó sus posos en formas y modos de vida (un taranná, diríamos)
Esta especie de excepción cultural menorquina se ha puesto de manifiesto en la resistencia de los isleños a plegarse a los destinos del modelo turístico imperante -al contrario que los mallorquines e ibicencos-, de la mano de gobiernos conservadores… de izquierdas, que si bien han llevado a la isla a un retroceso económico, agudizado por la crisis, también la ha mantenido en un estado de preservación natural que constituye hoy su principal activo y que puede proyectar a medio plazo un futuro esperanzador a través de un modelo turístico diferenciado si los menorquines nos decidimos abiertamente por él, dado el declive de nuestras industrias tradicionales, y si lo hacemos con nuestro acreditado, (¿british?), sentido de la mesura.
Menorca no es Mallorca ni Ibiza ni, con todos los respetos, quiere serlo, pero tampoco puede permitirse el lujo de seguir con su desdén histórico por la industria turística. El calzado, la bisutería y el queso, tradicional trípode de su economía ya no son lo que eran y no parece que vuelvan a serlo en un futuro inmediato. El turismo es hoy irrenunciable y Menorca está en condiciones de configurar una experiencia piloto, innovadora y adecuada a las demandas de la nueva economía, alejada del all inclusive y de la degradación ambiental, para atraer residentes de renta media alta, conciudadanos amantes del turismo tranquilo y culturalmente enriquecedor, en armonía con la naturaleza, jubilados europeos… Objetivos inaccesibles sin la plena colaboración de las instituciones en la mejora y mantenimiento de las infraestructuras (con la adecuación de algún puerto deportivo, algún campo de golf, hasta ahora vade retro, mejora de las carreteras, etcétera) y la eliminación de corsés burocráticos y clientelismos (sin seguridad jurídica y eficiencia administrativa no puede haber inversiones).
Hoy como ayer nos vemos obligados a insistir: “No, mallorquín, no, me-nor-quín”, sin que ello signifique desdén alguno por nuestros vecinos de la isla hermana con quienes viajamos en el mismo barco. Tampoco pretendemos transmitir la imagen de un impoluto paraíso por encima del bien y del mal, pero sí afirmar algunas diferencias y sobre todo nuestra voluntad de no caer en la obscenidad política en que se mece nuestra comunidad autónoma. Por lo demás, pásenlo bien estos días tratándose de adaptar a la Menorca way of life.
PS.- Despedimos con enorme pesar a un querido amigo asturiano, colega oftalmólogo que ha dado lo mejor de sí mismo a la sanidad pública menorquina durante quince años. Echaremos muy en falta su honestidad, dedicación, solvencia y compañerismo y en nuestro quirófano de la Policlínica resonarán durante mucho tiempo sus impagables diálogos en menorquín con los pacientes y sus ágiles juegos de palabras. Mucha suerte en tu nuevo periplo, Fran Herrero (no tanta para tus colores deportivos, nadie es perfecto), te la mereces.