Publicado en "Util" julio-agosto 2012
Aprovechando un viaje a Palma, vuelvo a Cabrera después de cuarenta años. La emoción me embarga, no en vano pasé dos meses felicísimos en aquella isla ejerciendo de soldado-médico, y siempre había querido regresar. Y esperaba encontrarla, como así fue, exactamente como la dejé en aquellos lejanos setenta del pasado siglo, incluido mi aposento en el botiquín paredaño con la cantina de los cubatas. No en vano el archipiélago de Cabrera es actualmente Parque Nacional.
En mi segunda estancia (voluntaria, la primera había sido forzosa), aún vivía Franco y no se me ocurrió otra cosa que aparecer por allí con una revista subversiva bajo el brazo, la mítica “Cuadernos para el diálogo”. Se me acercó el teniente, jefe de la guarnición, mirando fijamente la revista. Tierra trágame, esta vez te la has cargado, pensé…
-¿Es el último número?-me preguntó con una mueca ansiosa.
-Siiií…-musité con patente acojono.
-¿Me la puedes dejar?
Bien, hasta aquí la anécdota. Aquel joven militar con quien acabé fraguando amistad, resultó ser próximo a la más que subversiva UMD (La Unión Militar Democrática, que ponía de los nervios a Franco) y estaba allí poco menos que desterrado, lo mismo que muchos de los soldados por cuya salud yo debía velar. Antes de ello, siglos antes, diez mil soldados franceses prisioneros de las guerras napoleónicas fueron abandonados a su suerte en la isla, comiendo lagartijas negras para acabar muriendo de sed e inanición en una de las páginas más sombrías y vergonzosas de la historia militar.
Ahora, en pleno marasmo económico, con la banca española recién rescatada y con la prima de riesgo desbocada, me encuentro sentado en el muelle del puerto de Cabrera, lo mismo que cuarenta años atrás, ajeno a todo, observando maravillado aquel paraje que, desde el castillo restaurado parece levitar fuera del tiempo. Me veo joven, con pelo y nada preocupado por la próstata, pescando, leyendo, estudiando, yendo con el payés Juan Vidal, con cuyas hijas departo ahora en la cantina que regentan, a cazar conejos a la Conejera (cazaba él, yo miraba para otro lado, aunque participaba del guiso posterior sin remordimientos), o navegando de buena mañana en la barca de Lázaro el pescador…
Sentado en el muelle de la bellísima rada (un paisaje que me transporta a la Menorca de mi infancia) pienso en la estupidez crónica (¿irreversible?) de la raza humana enfrascada en un torbellino de absurdas necesidades que ahora no puede pagar. Hoy como entonces, volvería a pedir Cabrera como destino, aunque, como entonces, me llamaran loco.