Todos los
días vemos como los autodenominados “liberales” se llenan la boca del vocablo
“libertad”, lo ensalivan con mimo y lo escupen por el colmillo como si fuera un
hueso de aceituna. Han encontrado en la jaculatoria la coartada perfecta para
su anarquismo de derechas, faltón y bullanguero, que abomina de la intervención
estatal, aunque sean normas de tráfico restrictivas para el consumo de alcohol
(“nadie me va a decir a mí lo que puedo beber o no”, soltó un día el más
liberal de los liberales José María Aznar). Su principales caballos de batalla
son los servicios sociales, que deben ser implacablemente aligerados, y los impuestos, que deben bajar incesantemente para
que el dinero fluya hacia donde tiene que estar, el bolsillo de los ¿ex?
contribuyentes. Etcétera.
Pero también
es cierto que estos feroces libertarios echan mano firme de las leyes del
Estado cuando se trata de defender sus principios (la indisoluble unidad de
España, la cadena perpetua), sus creencias (aborto, matrimonio, reforma
educativa) o sus manías (las armas en Estados Unidos, las modalidades
lingüísticas por estos lares). Y aquí quería llegar, porque a quienes tenemos
el catalán como lengua materna-y que por cierto no nos dejaron estudiar en la
escuela-, nos cuesta entender por qué España no acaba de hacer suyas las otras
lenguas españolas como nosotros hacemos nuestro el castellano, tanto que lo
convertimos en nuestra principal lengua de expresión, pese a que nos
relacionamos familiar y socialmente en catalán. Da la impresión de que a buena
parte de la ciudadanía le cuesta asumir lo obvio: que en algunos de sus
territorios hablan distinto y sienten
de forma diferente sin que ello sea incompatible con una idea conjunta de
España.
Dicho de otra
manera: los que hablamos y sentimos en catalán, aunque no seamos catalanes,
como es el caso de los isleños, somos o podemos ser España, pero a partir de
ese pequeño detalle, que tiene poco
de nacionalista y mucho de sentimental (aunque los nacionalismos apelen al
sentimiento, no todos los sentimentales somos nacionalistas), y no lo hacemos
por fastidiar ( per emprenyar,
diríamos nosotros) sino porque es nuestra lengua, queremos preservarla y para
ello es necesario defender su unidad, como cualquier otro idioma. Es decir, de
la misma manera que hay diversas formas de hablar castellano pero una sola
lengua castellana, también hay múltiples variedades de hablar catalán pero una
sola lengua catalana.
Esto, que
debería ser una obviedad, porque sin unidad lingüística una lengua no puede
servir como herramienta cultural, se ha convertido en un auténtico esperpento
con la aprobación por parte del parlamento aragonés de una ley que denomina “lapao” al catalán que se habla en su franja
oriental, con la indisimulada intención de no llamar a las cosas por su nombre
y no dar al catalán lo que es del catalán. Pero no solo hay lingüistas creativos en Aragón: el propio
presidente de nuestra comunidad balear, declaraba hace pocos días que “los
mallorquines hablan mallorquín, los menorquines, menorquín, los ibicencos,
ibicenco, y los formenterenses, formenterense”, sin mencionar ni una sola vez
el vocablo “catalán”. Y menos mal que no hay
nativos “cabrerenses” o “conejerenses” porque, según la doctrina Bauzá,
también tendrían su propia academia de la lengua.
Astracanadas
aparte, lo cierto es que la epidemia de modalidades lingüísticas-así las llaman
nuestros libérrimos liberales- no tiene otro propósito que servir de coartada
para el auténtico objetivo de romper la unidad de la lengua catalana e imponer
de forma natural el predominio del castellano en las
comunidades bilingües. Y de nuevo vuelve a surgir el maleable (para ellos)
concepto de libertad: que cada uno, o sea cada comunidad, haga lo que quiera
con su lengua cooficial (¿quién me tiene que decir a mí el nombre de la lengua
que hablo o no hablo, etcétera?), o sea, barra libre para las barbaridades
lingüísticas, con lo que se legitiman lapapazos
de toda índole, por arbitrarios, irracionales y acientíficos que sean. Tal como van las cosas, a nadie extrañará que
pronto surja la “lapaoa” (lengua asturiana propia de Oviedo y alrededores) o la
“lapapa” ( lengua argentina propia de la Pampa). And so on.
Como escribía
hace poco en estas páginas Juan Claudio de Ramón (“Por una ley de lenguas”, El País, 7 de mayo), “necesitamos como
el respirar una ley de lenguas oficiales. El precio que estamos pagando por no
tenerlas en forma de envenenamiento, bronca y derroche malsano de energía es
inasumible”. Una ley que abogue por la cooficialidad real de las cuatro lenguas
españolas (a ver si podemos llegar a
escribirlo sin cursivas), que facilite su uso a nivel estatal y que al mismo
tiempo recoja el derecho a la enseñanza bilingüe en los territorios con dos
lenguas cooficiales para que la inmersión no sea necesariamente a pulmón libre.
Desactivar
pasiones un tanto artificiosas y dilucidarlas políticamente es crucial en unos
tiempos en que abundan penurias mucho más terrenales. Reprimir con la legalidad
en la mano (máxime si es arbitraria y estrafalaria, como en este caso de “las
modalidades”) en este asunto lingüístico no solo es un sinsentido sino un
argumento más a favor de esa “furia institucional iconoclasta”, de la que habla
el catedrático de derecho constitucional Fernando Rey y que puede afectar
incluso a gentes templadas a quienes irrita la sinrazón. Este atribulado país
necesita menos ácratas lingüísticos y más sentido común.