(Publicado en
El País el 28-3-13)
Los enemigos
del pensamiento son muchos y variados. Ya nos
advertía hace años Alan Finkelkraut de su inevitable derrota a pies de
la banalidad, el eslogan y el prêt a
porter ideológico. Últimamente ha sido Nicholas Carr quien nos ha prevenido
de la superficialidad galopante de la cultura digital, que amenaza con acabar
de una vez por todas, a base de distraídos cliks,
con la reflexión y el pensamiento más o menos ilustrado, además de convertir a
las nuevas generaciones en legiones de expertos taquígrafos que toman lo que
les apetece de la red y, quién sabe si de la vida misma, cuándo y cómo quieren.
Pero hay otro
poderoso enemigo del análisis fundamentado y del diálogo basado en argumentos dignos de tal nombre, y es la
pasión por la taxonomía o, para entendernos en un lenguaje más coloquial, la
formidable afición por el etiquetado ideológico que existe en nuestro país de
países, como consecuencia (o causa, no lo tengo muy claro) de la guerra de
trincheras de opinión que no cesa y que imposibilita una cuestión previa de
cualquier proceso reflexivo: la disposición a escuchar al Otro sin prejuicios, la
presunción sincera de que, por disparatada que nos parezca su deposición, puede albergar parte de
verdad.
Bien al
contrario, la tendencia actual en todos los ámbitos después de los años de encantamiento democrático tras la
dictadura, es el desdén hacia opiniones que presumimos manchadas por algún que
otro pecado original. “Dice tal cosa porque es tal o pertenece a cual”, “Claro,
qué va a decir si…”, son pensamientos que se nos filtran a todos por entre los
resquicios neuronales, para llegar al reduccionismo más aberrante, a lo peor
infundido por el auge planetario de la razón político-económica neoliberal. A veces da la impresión de haber vuelto a los
orígenes de la Transición, cuando los unos llevaban greñas y trenka y los otros
bigotillo de mosca y pulseras rojigualdas. Demasiadas alforjas para tan poco
viaje.
Para quienes
escribimos y opinamos en público es tarea ardua (¿utópica?) el sustraerse a
este estado de opinión denigratorio. Empezando por publicar en este u otro
medio, de hecho el primer prejuicio aflora cuando vemos al prójimo con tal o
cual periódico bajo el brazo, “¡qué va a pensar éste con la bazofia que se echa
al coleto!”, ¡qué vamos a esperar de los medios del carajillo party los seguidores del blog del catavenenos José Mª Izquierdo!, ¡qué van a pensar ellos de quienes enarbolamos prensa progre!, ¿No es lógico que nos
tomen por intelectuales buenistas, tontos útiles, compañeros de
viaje de nacionalistas y demás ralea o
cualquier cosa peor, a tenor de lo que escriben?
Es imposible
sacudirse la etiqueta que te han adjudicado por mucho que uno se esfuerce en
demostrar no ya su objetividad (nuestra cosmovisión es siempre subjetiva), sino
un decidido empeño por huir del sectarismo. Tú eres progre y sobre esta progresía
construirás tu marco mental, parecen decirte emulando a Pedro, el fundador de
la Iglesia. ¡La Iglesia!, ¿cómo evitar que te llamen comecuras si te atreves a cuestionar el espectáculo vaticano
realzando su alejamiento del pueblo doliente
y plantear la equiparación de la mujer al hombre en el seno eclesial? O
la monarquía: ¿puedes impedir que te etiqueten de irresponsable si osas sugerir
que podría ser positiva una abdicación dados los achaques físicos y morales del
actual inquilino de la Zarzuela?
En otro
asunto crucial de nuestra convivencia, el llamado territorial, el empeño es aún más inútil dadas las pasiones que
suscita. Así, desde mi mirador mediterráneo, una isla que fue británica,
francesa y española en el siglo XVIII (¡qué
nos van a explicar a los menorquines de pertenencias e identidades!), no vemos
las cosas con el desgarro victimista de los nacionalistas catalanes (pese a que
pertenecemos a la misma comunidad lingüística lo que crea no poca afinidad
sentimental) ni con el numantinismo de los que se sienten únicamente españoles
(también nacionalistas muy a su pesar) y/o enarbolan una pétrea Constitución.
Pues aún así, no nos libramos del calificativo de peligrosos catalanistas si se
nos ocurre defender la protección de nuestra lengua, sea en inmersión libre o
con botella. Y no digamos si manifestamos nuestra estupefacción por la
desaforada reacción suscitada por las declaraciones del fiscal superior de Cataluña.
El asunto del
etiquetado se pone definitivamente chungo si tienes el coraje de discutir el
dogma de “que sólo los individuos tienen derechos, no los territorios”, por creer,
quizás ingenuamente, que esos individuos suelen agruparse por diversas afinidades, la lengua
entre ellas, en comunidades territoriales a las que dotan de instituciones
democráticas que un día pueden articular una mayoría que solicita pacífica y
democráticamente la opinión a sus ciudadanos con derechos individuales sobre el futuro de su propia comunidad.
Entonces te la has cargado, como mínimo ya eres cómplice de los nacionalismos disgregadores. Y no digamos en sentido
contrario: quienes en Cataluña se atreven a cuestionar la doctrina oficial
sobre el derecho a decidir son considerados poco menos que legionarios
cabrunos.
Estos días,
otro acontecimiento pone difícil salir por peteneras de la pasión taxonómica:
la muerte de Hugo Chávez. Reconocer la notable disminución de la pobreza y el
analfabetismo en Venezuela en los últimos años puede convertirte de la noche a
la mañana en nostálgico del Che, por mucho que matices que el precio pagado ha
sido demasiado alto, en forma de instituciones pervertidas, inseguridad
jurídica, clientelismo, división social y arrasamiento de la clase media. Si
has pronunciado la primera premisa, te has caído con todo el equipo y si sólo
destacas lo segundo puedes estar incubando a un desalmado neoliberal.
Lo dicho: opinar reflexivamente te puede
convertir en pieza de museo o en motivo de befa. Le diré a mi mujer que trabajo
de pianista en un burdel.