(Publicado en
El País el 4-10-13)
En un mítico artículo gran reserva (“¡No
pongas tus sucias manos sobre Mozart!”), Manuel Vicent, describía a un tipo de
izquierdas que un día se deshizo del propio terror psicológico de que sus
amigos le llamaran reaccionario y le arreó un seco bofetón a su hija. Y es que la chica estaba en la leonera de la
alcoba con unos amigos melenudos mientras el padre leía un informe del partido acerca
de los índices del paro. Aquellos jóvenes llenos de pulgas y harapos ya le
habían manoseado sus libros y vaciado la
nevera. En aquel momento su querida hija entró en la sala, se acercó a la
estantería y pretendió llevarse a la madriguera el vinilo de la “Sinfonía nº 40”
de Mozart. El padre, de izquierdas, saltó del sillón impulsado por el muelle
del hartazgo y lanzó un grito estentóreo: “¡Mozart, no! ¡No pongas tus sucias
manos sobre Mozart!”
Algo en el clima político actual recuerda la atribulada perplejidad de
ese pobre hombre tratando de analizar informes del partido mientras una pandilla de jovenzuelos escucha a todo
volumen música de Led Zeppelin haciendo vibrar las paredes maestras de la casa
y desvalija su nevera. La situación, hoy, es parecida a la de nuestro hombre de
izquierdas. Un griterío de tertulianos y hooligans
atrincherados atruena las ondas mientras conceptos como verdad o razón se
escapan, mugrientos de tanto manoseo, por los albañales (“La mentira os hará
libres”, llega a decirnos Fernando Vallespín en su último libro). El pobre
hombre, ya sin partido pero aún creyente en los procedimientos democráticos,
observa atónito como una tribu de desvergonzados (incluso recuerda a alguno de
ellos de alguna asamblea del partido)
asalta las instituciones en las que siempre creyó y trata de gritar como el
desesperado personaje de Vicent: ¡No pongáis vuestras sucias manos sobre la política!
Pero solo emite un sordo quejido que nadie
escucha.
Y es que nuestro hombre, que ya no
sabe muy bien qué significa hoy día ser de izquierdas o de derechas, no tiene
claro a quién atizarle el sopapo liberador. Sus hijos, enfrascados en el
frenético tecleo de sus cachivaches electrónicos, no saben, no contestan, el partido, los partidos, enzarzados en
una suicida y secretista endogamia,
están hechos unos zorros, la propia monarquía (que él aceptó a regañadientes)
está achacosa a más no poder, y él se desespera, impotente ante el descrédito
creciente de la política. Ay! , ese obscuro objeto utópico por el que pisó
alguna que otra comisaría, convertido hoy en caldo de cultivo idóneo para el
desarrollo de cepas bacterianas tan nocivas como la de los arbitristas capaces
de las más disparatadas soluciones, o la de fantoches populistas como los que
pululan por democracias de nuestro entorno.
Nuestro héroe está convencido
de que el atribulado personaje de Vicent tiene la clave. Solo hay que alterar
ligeramente el guión. No se trata únicamente de abominar de arribistas y corruptos para que dejen de poner
sus sucias manos en la Política (con mayúsculas), sino que los pacatos las
retiren de los inmovilizadores prejuicios que la pervierten y paralizan, porque
es de los que creen que aún es posible cambiar las cosas. Empezando por el
funcionamiento de los partidos, obligándoles a abrirse a la sociedad, a que sus
cuentas sean controladas eficaz e implacablemente, a celebrar asambleas
transparentes, elecciones primarias dignas de tal nombre, ¡a cumplir sus
programas electorales! Seguiría con el funcionamiento de las instituciones
(Justicia despolitizada, Parlamento más representativo, Senado como cámara de
representación territorial, administración más transparente y eficiente), el
impulso a una educación pública de calidad e
integradora, lejos de sectarismos…
Y vayamos al busilis: nuestro aguerrido
defensor de Mozart, se siente agobiado en
esta época de cristalización de la llamada revolución neoliberal que, en
realidad, poco tiene que ver con el liberalismo clásico, estructurado con
reglas claras, y se parece más a una especie de anarquismo de derechas, un modo
transnacional, global, de entender la política, en el que se glorifica la
irrestricta iniciativa privada, se reducen o directamente se eliminan los controles externos a la economía, se desnaturalizan los servicios públicos, y se toman decisiones
“sin complejos” sobre temas precisamente demasiado complejos, porque, según sus
gurús, demasiada democracia no es operativa y, en definitiva “hay que
hacer lo que hay que hacer”… No, nuestro héroe no se resigna al mantra de que “no hay alternativas”.
Ese luchador pre moderno capaz
de enfrentarse a su hija por un vinilo,
se maldice por haber consentido que la izquierda, su izquierda, muñidora, junto con otras fuerzas moderadas, de los
derechos de los trabajadores, la libertad de asociación, la seguridad
social, la jubilación, la laicidad
republicana se haya dejado ganar la batalla por la libertad, que siempre había
sido su bandera. Hoy día, masculla melancólico, los chicos neocon se han adueñado de tan noble concepto, enarbolándolo como un
hacha en cuanto los progres intentan
recuperar los viejos valores, como se ha visto en la tímida reforma sanitaria
de Obama, o cuando se intentan poner límites cívicos al individualismo o ecológicos
al desarrollismo.
Mientras
vuelve a poner en la platina el vinilo de Mozart y enciende un pitillo
transgresor, se pregunta si todavía existe una izquierda ilustrada (hoy día lo
revolucionario es ser socialdemócrata, nos decía hace poco Fernando Savater),
capaz de abrirse a la sociedad, afirmar el papel de Estado en la regulación de
los excesos del mercado y en el favorecimiento de la igualdad de oportunidades,
consolidar unos servicios públicos eficientes y sostenibles, invertir en
universidades y escuelas, defender la laicidad contra el intrusismo religioso,
fomentar la investigación, apoyar una televisión pública de calidad y ayudar
realmente a los débiles y discapacitados…
Y lanza un
nuevo grito: ¡No pongáis vuestras sucias manos sobre la ilusión y la utopía!