Los avances tecnológicos y los cambios sociales dan la impresión de galopar mientras la política jadea trotando en pos de una adecuación imposible, y los viejos conflictos de política mundial se enquistan y recrudecen. O eso parece, a tenor de los acontecimientos, que nos pillan una y otra vez con el paso cambiado. También la economía se desboca y nadie parece saber cómo embridarla. El páramo es tan desolador que, ante la ausencia de liderazgo, ni siquiera surgen, como antaño, arbitristas originales con delirios capaces de sacarnos, no ya de la menesterosidad que nos anuncian, pero sí al menos de la perplejidad más acongojante.
Las recetas para salir de la crisis económica se suceden alocadamente, como los cambios terapéuticos en enfermedades en las que no hay un tratamiento definido. Ahora un estimulante combinado con un antidepresivo, luego un antibiótico que topa con encarnizadas defensas (el virus, Madoff, por ejemplo), más tarde dosis vitamínicas masivas. ¿Y qué pensar de las rogativas de acreditados socialdemócratas al mercado libre? ¿O de esos liberales apelando a la “seguridad nacional” para solicitar de tapadillo el apoyo estatal? ¿O que desde la cuna de la cacareada mano invisible nos vengan aires de macro-inversiones públicas para remontar la crisis?
Pero estos tiempos de perplejidad, de estupor, no han irrumpido repentinamente. La cosa viene de lejos: empezaron a gestarse mediado el siglo anterior, cuando se empezaron a diluir las tradicionales solidaridades inducidas por la parroquia, el trabajo, el pueblo o la familia, hasta que explota la burbuja de las utopías en Berlín. El recordado Haro Tecglen lo explicaba muy bien, hace más de veinte años, en un memorable artículo publicado en “El País” bajo el título “La democracia de las cosas” en el que subrayaba que corrían tiempos de nivelación y añoranza por el médico de cabecera, el mantel de hilo y la atmósfera sin humos, un sentimiento, decía, que “sólo pueden tener los que lo han perdido o los que no quieren que se reparta lo que hay entre más y que se queden las cosas como están”. Pero las cosas, añadía, “se están haciendo más insípidas, más incoloras…” Así empezaba nuestra añoranza, avivada por el incipiente desencanto democrático.
Estos tiempos melancólicos fueron abruptamente cortados por el prozac de la euforia individualista, desregulada, hiperconsumista (turboconsumista nos diría Lipovetsky), en los que, junto a la zarza ardiente del modelo americano triunfante de la guerra fría, refulgían las nuevas Tablas de la Ley con sus mandamientos que, como los divinos primigenios, se resumían en dos. “Sed felices” y “El deber no existe, sólo el deseo”, en medio de una desertización cultural promovida por la creciente confusión de la cultura con el entretenimiento, en la que las antiguas elites intelectuales son engullidas por el prêt a porter y sustituidas por elites de poder que al igual que el grueso de consumidores leen libros de misterios encriptados en catedrales y ven las mismas series televisivas, mientras desde las instituciones se estimula la proliferación de parques temáticos de las múltiples culturetas, y figuras de cartón piedra, con lo que la crisis no sólo intelectual sino moral, estaba servida.
Pues hasta aquí hemos llegado han dicho los antiguos amos del universo de Wall Street. Con un leve chasquido de sus dedos lo han puesto todo patas arriba sumiéndonos en el estupor más profundo, agravado por los lanzadores de cohetes de Hamás y las implacables y desmesuradas respuestas israelíes. Qué hemos hecho para merecer esto nos preguntamos perplejos los occidentales, hasta ahora encantados de habernos conocido, mientras los financieros sonríen sardónicamente desde sus uniformes blindados y prosigue la escalada bélica en el Medio Oriente así como la permanente amenaza del terrorismo islamista, estimulado por la necia política del lamentable período neocon que hoy se cierra oficialmente. No nos queda más que esperar a Godot-Obama, a ver si, más allá de la difícil papeleta de los conflictos geoestratégicos y la crisis económica logra que se produzca una nueva catarsis ilustrada (por lo menos, en su equipo hay más universitarios que teólogos) que nos saque del estupor cósmico en el que estamos sumidos. Oremus.
Las recetas para salir de la crisis económica se suceden alocadamente, como los cambios terapéuticos en enfermedades en las que no hay un tratamiento definido. Ahora un estimulante combinado con un antidepresivo, luego un antibiótico que topa con encarnizadas defensas (el virus, Madoff, por ejemplo), más tarde dosis vitamínicas masivas. ¿Y qué pensar de las rogativas de acreditados socialdemócratas al mercado libre? ¿O de esos liberales apelando a la “seguridad nacional” para solicitar de tapadillo el apoyo estatal? ¿O que desde la cuna de la cacareada mano invisible nos vengan aires de macro-inversiones públicas para remontar la crisis?
Pero estos tiempos de perplejidad, de estupor, no han irrumpido repentinamente. La cosa viene de lejos: empezaron a gestarse mediado el siglo anterior, cuando se empezaron a diluir las tradicionales solidaridades inducidas por la parroquia, el trabajo, el pueblo o la familia, hasta que explota la burbuja de las utopías en Berlín. El recordado Haro Tecglen lo explicaba muy bien, hace más de veinte años, en un memorable artículo publicado en “El País” bajo el título “La democracia de las cosas” en el que subrayaba que corrían tiempos de nivelación y añoranza por el médico de cabecera, el mantel de hilo y la atmósfera sin humos, un sentimiento, decía, que “sólo pueden tener los que lo han perdido o los que no quieren que se reparta lo que hay entre más y que se queden las cosas como están”. Pero las cosas, añadía, “se están haciendo más insípidas, más incoloras…” Así empezaba nuestra añoranza, avivada por el incipiente desencanto democrático.
Estos tiempos melancólicos fueron abruptamente cortados por el prozac de la euforia individualista, desregulada, hiperconsumista (turboconsumista nos diría Lipovetsky), en los que, junto a la zarza ardiente del modelo americano triunfante de la guerra fría, refulgían las nuevas Tablas de la Ley con sus mandamientos que, como los divinos primigenios, se resumían en dos. “Sed felices” y “El deber no existe, sólo el deseo”, en medio de una desertización cultural promovida por la creciente confusión de la cultura con el entretenimiento, en la que las antiguas elites intelectuales son engullidas por el prêt a porter y sustituidas por elites de poder que al igual que el grueso de consumidores leen libros de misterios encriptados en catedrales y ven las mismas series televisivas, mientras desde las instituciones se estimula la proliferación de parques temáticos de las múltiples culturetas, y figuras de cartón piedra, con lo que la crisis no sólo intelectual sino moral, estaba servida.
Pues hasta aquí hemos llegado han dicho los antiguos amos del universo de Wall Street. Con un leve chasquido de sus dedos lo han puesto todo patas arriba sumiéndonos en el estupor más profundo, agravado por los lanzadores de cohetes de Hamás y las implacables y desmesuradas respuestas israelíes. Qué hemos hecho para merecer esto nos preguntamos perplejos los occidentales, hasta ahora encantados de habernos conocido, mientras los financieros sonríen sardónicamente desde sus uniformes blindados y prosigue la escalada bélica en el Medio Oriente así como la permanente amenaza del terrorismo islamista, estimulado por la necia política del lamentable período neocon que hoy se cierra oficialmente. No nos queda más que esperar a Godot-Obama, a ver si, más allá de la difícil papeleta de los conflictos geoestratégicos y la crisis económica logra que se produzca una nueva catarsis ilustrada (por lo menos, en su equipo hay más universitarios que teólogos) que nos saque del estupor cósmico en el que estamos sumidos. Oremus.