Estaba muerto de frío y temores sentado ante la tele con mi perra Tronya en mi regazo. El Realísimo iba ganando y todo hacía presagiar otro alud de patrioterismo deportivo en los medios. Entonces sucedió el prodigio: Tronya salió despedida y yo me encontré de pie vociferando entusiasmado ante la caja tonta. Gol del Lyon.
El porqué de tal reacción, ajena a mi acreditado talante british me tiene hoy sumido en un mar de profundas cogitaciones. A nadie puedo ocultar mi filiación culé, pero ni en las más históricas victorias suelo reaccionar con semejante aparato de rayos y truenos. ¿Por qué ayer, con ocasión de una derrota? Porque nada que ver tengo con Lyon donde sólo estado una vez en mi vida, y aunque comí muy bien en su mítico Bocusse, poco me importaban sus avatares deportivos... hasta ayer.
¿Por qué en mi fuero interno deseaba tanto la derrota merengue? No era novedad, repito, toda la vida les he deseado el mayor mal deportivo posible (y así me ha ido), pero nunca había reaccionado como anoche. ¿Será por esa creciente, sebosa e insoportable arrogancia de que hace gala gan parte del madridismo y la mayoría de medios de comunicación nacionales y que este año ha alcanzado cotas inimaginables? Será.