Publicado en "Diario Menorca" el sábado 27 marzo
Confieso de entrada que este no es el titular que tenía en mente cuando tomaba el vuelo a Madrid el pasado fin de semana. Influenciado como estaba por las tertulias políticas de los medios, casi siempre flamígeras las radicadas en La Villa et Corte, con patrias desmembradas, presuntos contubernios con terroristas y familias amenazadas por pérfidos laicistas, y persuadido por la creciente (y deliciosa) amenaza de una Cibeles cubierta de banderas azulgranas y ¡Oh, cielos, catalanas!, la verdad es que pensaba encabezar la columna con un apocalíptico ¡Arde Madrid!...¿Debía permitir que la realidad me estropeara un buen titular?
Hete aquí que me encuentro la ciudad tan acogedora y amable como siempre, sin vestigios del fin del mundo que anuncian un día sí y otro también sus voceros mediáticos, empeñados en una permanente cruzada contra el sosiego que intentan contagiar de forma contumaz al resto de España. Vocingleros y desmesurados, acuden con notable frecuencia a un Santiago y cierra España que es contemplado con cierta distancia irónica desde el Mediterráneo, un poco al estilo de Obélix: “¡Están locos estos españoles!”. Y es que, aunque las cosas anden mal en nuestro país de países, hay miradas que hielan la sangre.
Madrid se ofrece al visitante como lo que es, una de las ciudades más hospitalarias del mundo, a la que como a París y Londres me gusta volver de tanto en tanto, aunque mi estómago lo resista cada vez peor. Porque claro, uno no calibra el paso del tiempo y pretender iniciar un fin de semana familiar en Madrid comiendo callos y huevos estrellados en Lucio es lo más parecido a un deliberado intento por arruinar el viaje quedándose en el hotel escuchando tertulias intereconómicas a ritmo de almax. Menos mal que todo queda en soportable pesadez y tras un prudencial reposo y un tratamiento a base de bacalao pil pil (la inmensa fortuna de tener unas cuñadas con buen gusto culinario) los ácidos vuelven a su cauce orgánico y hasta nos podemos dar un garbeo por el mercado de San Miguel, reconvertido en flamante parque temático de tapas y delicatesen varias (imprescindible).
Pero había ido a los madriles a mostrar la buena nueva de mi libro a familiares y amigos, y atar cabos con Joan Cantavella, ex director de Es Diari y catedrático de periodismo, para el acto de presentación en el Ateneo de Maó / Mahón (el próximo día 9, my friends), y también a comprobar el estado real de ese español cabreado que propagan los medios como contrapunto al catalá emprenyat que ha acuñado el brillante corresponsal de La Vanguardia en Madrid Enric Juliana. Esperaba encontrarme bares y hoteles tapizados con páginas de La Razón y La Gaceta, banderas españolas y merengues por doquier, gentes airadas por la crisis y la eliminación de la Champions y nos topamos con la ciudad alegre y confiada de siempre, encantada con el visitante aunque comprara en el quiosco La Vanguardia y El Mundo Deportivo.
La Gran Vía sigue en efervescencia día y noche, Chicote es otra cosa pero está, y la espléndida Casa del Libro continúa marcando la pauta literaria pese a la cercanía del beligerante Fnac donde además puedes hacerte con una selección de cinco compactos de Miles Davis o Ella Fitzgerald por diez euros, los teatros se llenan (discreta representación de “Brujas” en el Muñoz Seca en la Plaza del Carmen), el chocolate con churros sigue siendo el desayuno por excelencia, el Rastro, ¡ay el Rastro con sus libros de ocasión bajo el liderazgo del cicerone Cantavella! : la Causa General sobre el rojerío, la vida de San Luis Gonzaga, comics ancestrales (me llevo un recopilatorio del Cosaco Verde para futuras veladas con mi inminente nieta, mesquineta la que le espera)… ¿Y el arte? Desde que gusta a todo el mundo o todo el mundo hace como que le gusta, no hay forma de ir a una exposición salvo cola de hora y media en la calle. A las puertas de la Fundación Mapfre nos quedamos sin impresionistas. No a este precio, la carne es débil.
Pero faltaba superar la prueba definitiva para confirmar que la capital de las Españas no arde por los cuatro costados: ver el partido del Barça en un lugar público y no morir en el intento. Bar con pantalla gigante en los aledaños de la Gran Vía con esposa aragonesa y sobrino vasco, todos blaugrana, of course. Gol de Messi. Me contengo unas décimas de segundo, las justas antes de que el público realmente existente-ingleses en su mayoría, bien es cierto- prorrumpa en aplausos. Me levanto y canto el gol una, dos, tres y cuatro veces. Los ingleses, someramente cocidos berrean y los del bar (presuntos atléticos o agnósticos) sonríen, condescendientes. Definitivamente Madrid no arde aunque no sé lo que puede ocurrir si un día no lejano en La Cibeles… En fin, I love Madrid.
Hete aquí que me encuentro la ciudad tan acogedora y amable como siempre, sin vestigios del fin del mundo que anuncian un día sí y otro también sus voceros mediáticos, empeñados en una permanente cruzada contra el sosiego que intentan contagiar de forma contumaz al resto de España. Vocingleros y desmesurados, acuden con notable frecuencia a un Santiago y cierra España que es contemplado con cierta distancia irónica desde el Mediterráneo, un poco al estilo de Obélix: “¡Están locos estos españoles!”. Y es que, aunque las cosas anden mal en nuestro país de países, hay miradas que hielan la sangre.
Madrid se ofrece al visitante como lo que es, una de las ciudades más hospitalarias del mundo, a la que como a París y Londres me gusta volver de tanto en tanto, aunque mi estómago lo resista cada vez peor. Porque claro, uno no calibra el paso del tiempo y pretender iniciar un fin de semana familiar en Madrid comiendo callos y huevos estrellados en Lucio es lo más parecido a un deliberado intento por arruinar el viaje quedándose en el hotel escuchando tertulias intereconómicas a ritmo de almax. Menos mal que todo queda en soportable pesadez y tras un prudencial reposo y un tratamiento a base de bacalao pil pil (la inmensa fortuna de tener unas cuñadas con buen gusto culinario) los ácidos vuelven a su cauce orgánico y hasta nos podemos dar un garbeo por el mercado de San Miguel, reconvertido en flamante parque temático de tapas y delicatesen varias (imprescindible).
Pero había ido a los madriles a mostrar la buena nueva de mi libro a familiares y amigos, y atar cabos con Joan Cantavella, ex director de Es Diari y catedrático de periodismo, para el acto de presentación en el Ateneo de Maó / Mahón (el próximo día 9, my friends), y también a comprobar el estado real de ese español cabreado que propagan los medios como contrapunto al catalá emprenyat que ha acuñado el brillante corresponsal de La Vanguardia en Madrid Enric Juliana. Esperaba encontrarme bares y hoteles tapizados con páginas de La Razón y La Gaceta, banderas españolas y merengues por doquier, gentes airadas por la crisis y la eliminación de la Champions y nos topamos con la ciudad alegre y confiada de siempre, encantada con el visitante aunque comprara en el quiosco La Vanguardia y El Mundo Deportivo.
La Gran Vía sigue en efervescencia día y noche, Chicote es otra cosa pero está, y la espléndida Casa del Libro continúa marcando la pauta literaria pese a la cercanía del beligerante Fnac donde además puedes hacerte con una selección de cinco compactos de Miles Davis o Ella Fitzgerald por diez euros, los teatros se llenan (discreta representación de “Brujas” en el Muñoz Seca en la Plaza del Carmen), el chocolate con churros sigue siendo el desayuno por excelencia, el Rastro, ¡ay el Rastro con sus libros de ocasión bajo el liderazgo del cicerone Cantavella! : la Causa General sobre el rojerío, la vida de San Luis Gonzaga, comics ancestrales (me llevo un recopilatorio del Cosaco Verde para futuras veladas con mi inminente nieta, mesquineta la que le espera)… ¿Y el arte? Desde que gusta a todo el mundo o todo el mundo hace como que le gusta, no hay forma de ir a una exposición salvo cola de hora y media en la calle. A las puertas de la Fundación Mapfre nos quedamos sin impresionistas. No a este precio, la carne es débil.
Pero faltaba superar la prueba definitiva para confirmar que la capital de las Españas no arde por los cuatro costados: ver el partido del Barça en un lugar público y no morir en el intento. Bar con pantalla gigante en los aledaños de la Gran Vía con esposa aragonesa y sobrino vasco, todos blaugrana, of course. Gol de Messi. Me contengo unas décimas de segundo, las justas antes de que el público realmente existente-ingleses en su mayoría, bien es cierto- prorrumpa en aplausos. Me levanto y canto el gol una, dos, tres y cuatro veces. Los ingleses, someramente cocidos berrean y los del bar (presuntos atléticos o agnósticos) sonríen, condescendientes. Definitivamente Madrid no arde aunque no sé lo que puede ocurrir si un día no lejano en La Cibeles… En fin, I love Madrid.