A Nito Marí y familia, con la esperanza de compartir emociones viajeras.
Lugano
Los controladores atacan de nuevo, esta vez en Francia, cuyo territorio tenemos que sobrevolar para ir a Milán, primera etapa de nuestro periplo-homenaje a las fiestas de Gracia-desde-la-distancia. Lando, en el embarque nos pone sobre aviso: “Acaban de suspender un vuelo a Venecia”, nos asesta, pero embarcamos para Madrid, tras despedirnos con un enigmático pero esperanzador “igual hay suerte”. Le felicito porque Tronya y Allen no le molestarán durante cinco días (Lando es mi sufrido vecino desde hace treinta años).
Ya en el avión con destino a Milán, con sólo media hora de retraso, el comandante nos sigue acojonando, dice que “hay problemas” y que a lo peor nos desembarca para un delay de tres o cuatro horas… Finalmente despegamos con sólo hora y media de retraso (¡bendito sea, por lo menos salimos!) y llegamos a Milán/ Malpensa sin más sobresaltos que la tensa espera de las maletas en uno de los aeropuertos más acreditados del mundo en extravío de equipajes, y los propios de llegar ya apenas sin la luz diurna que deseábamos para circular con más relajación.
Tras sortear algunas dificultades técnicas en el vehículo de alquiler-se enciende el motor apretando un botón camuflado-, encaramos el camino de Lugano, primera etapa de nuestro viaje, tras congratularnos de nuestra increíble suerte. Salió el avión, llegaron las maletas y el coche nos esperaba en su aparcamiento. Ahora es la ciudad suizo-italiana la que nos recibe para cumplimentar el factor literario (el viaje lo había originado la lectura de un artículo de Félix de Azúa en el que hablaba del interés de una ciudad con el orden suizo, la disbauxa italiana y el lujo global).
La riqueza la advierte uno nada más llegar al hotel y aparcar el utilitario de alquiler entre lamborghinis, ferraris y masseratis, a los que dirigimos una displicente mirada. Realmente, nunca me han emocionado los coches y se me ocurren mil viajes en que gastar el dinero, si lo tuviera, para darme uno de esos lujos, que no es el caso. Por ejemplo, una noche en el hotel Príncipe Leopoldo, que sí nos permitimos aunque sea para cenar en una atalaya desde la que se observa la fastuosa belleza de Lugano y su lago, abrupto, colosal, como un espejo suspendido entre montañas.
La mañana siguiente nos acoge un cielo aterradoramente encapotado, amenazador hasta el sarcasmo (¿No queríais lujo? ¡Os vais a enterar!). Afortunadamente conseguimos aprovechar un par de horas antes del diluvio y pudimos hacernos una idea de la ciudad, señorial pero acogedora, con su espléndido paseo de tilos al borde del lago, en el que no es difícil imaginarse a los engominados conductores de coches de diseño luciendo melena al viento al lado de mujeres de bandera en las noches de un estío que hoy parece lejano pese a halarnos en los primeros días de septiembre. Nos vamos, casi de estampida, entre lanzas de agua que vienen de un cielo tan sobrecogedor como el propio lago, una especie de fiera domada por el hombre a la que apenas te atreves a acariciar, tal es su belleza y majestuosidad. Volveremos a Lugano, lo sé, quiero verlo bañado por el sol, recorrer su lago, besar sus aguas.
Los controladores atacan de nuevo, esta vez en Francia, cuyo territorio tenemos que sobrevolar para ir a Milán, primera etapa de nuestro periplo-homenaje a las fiestas de Gracia-desde-la-distancia. Lando, en el embarque nos pone sobre aviso: “Acaban de suspender un vuelo a Venecia”, nos asesta, pero embarcamos para Madrid, tras despedirnos con un enigmático pero esperanzador “igual hay suerte”. Le felicito porque Tronya y Allen no le molestarán durante cinco días (Lando es mi sufrido vecino desde hace treinta años).
Ya en el avión con destino a Milán, con sólo media hora de retraso, el comandante nos sigue acojonando, dice que “hay problemas” y que a lo peor nos desembarca para un delay de tres o cuatro horas… Finalmente despegamos con sólo hora y media de retraso (¡bendito sea, por lo menos salimos!) y llegamos a Milán/ Malpensa sin más sobresaltos que la tensa espera de las maletas en uno de los aeropuertos más acreditados del mundo en extravío de equipajes, y los propios de llegar ya apenas sin la luz diurna que deseábamos para circular con más relajación.
Tras sortear algunas dificultades técnicas en el vehículo de alquiler-se enciende el motor apretando un botón camuflado-, encaramos el camino de Lugano, primera etapa de nuestro viaje, tras congratularnos de nuestra increíble suerte. Salió el avión, llegaron las maletas y el coche nos esperaba en su aparcamiento. Ahora es la ciudad suizo-italiana la que nos recibe para cumplimentar el factor literario (el viaje lo había originado la lectura de un artículo de Félix de Azúa en el que hablaba del interés de una ciudad con el orden suizo, la disbauxa italiana y el lujo global).
La riqueza la advierte uno nada más llegar al hotel y aparcar el utilitario de alquiler entre lamborghinis, ferraris y masseratis, a los que dirigimos una displicente mirada. Realmente, nunca me han emocionado los coches y se me ocurren mil viajes en que gastar el dinero, si lo tuviera, para darme uno de esos lujos, que no es el caso. Por ejemplo, una noche en el hotel Príncipe Leopoldo, que sí nos permitimos aunque sea para cenar en una atalaya desde la que se observa la fastuosa belleza de Lugano y su lago, abrupto, colosal, como un espejo suspendido entre montañas.
La mañana siguiente nos acoge un cielo aterradoramente encapotado, amenazador hasta el sarcasmo (¿No queríais lujo? ¡Os vais a enterar!). Afortunadamente conseguimos aprovechar un par de horas antes del diluvio y pudimos hacernos una idea de la ciudad, señorial pero acogedora, con su espléndido paseo de tilos al borde del lago, en el que no es difícil imaginarse a los engominados conductores de coches de diseño luciendo melena al viento al lado de mujeres de bandera en las noches de un estío que hoy parece lejano pese a halarnos en los primeros días de septiembre. Nos vamos, casi de estampida, entre lanzas de agua que vienen de un cielo tan sobrecogedor como el propio lago, una especie de fiera domada por el hombre a la que apenas te atreves a acariciar, tal es su belleza y majestuosidad. Volveremos a Lugano, lo sé, quiero verlo bañado por el sol, recorrer su lago, besar sus aguas.
Orta
Dejamos atrás la cortina de agua que tamiza la visión-soberbia, aún con ella- del lago de Lugano y su fiel infantería de coches fantásticos, para dirigirnos a lo que promete ser menos glamuroso, pero muy sugerente por la vía bucólica: el lago de Orta y especialmente su villa más emblemática, Orta San Giulio.
Como presagio de la beatitud que nos espera, el sol no deja de acompañarnos en todo el trayecto, de apenas hora y media (la dosis diaria recomendable de coche), hasta divisar los primeros retazos del paisaje ortiano, mucho más suaves, amables, menos imponentes que el de Lugano. Damos enseguida con el hotel La Bussola, tan familiar (lo llevan padres, hijo y un enorme perro que dormita en la entrada), modesto, que parece fundido con la austeridad de Orta en contraposición al lujurioso tren de vida de Lugano. Instalado en una colina de la península que se adentra en el lago, desde sus ventanales se divisa la singular Isola de San Giulio, auténtica perla del lago que recuerda muy mucho a la isla central del fiordo de Kotor en Montenegro (ver el libro Inventario de perplejidades). La isola es la auténtica perla del pequeño lago, lo que le confiere especial encanto, y el edificio que la domina es un monasterio de monjas, aunque coexiste con las viviendas de los propietarios. Es una delicia recorrer la única calle que circunda la isla, con paredes milenarias de cuyas ranuras llenas brota el musgo.
Orta de San Giulio es un pintoresco (en esta ocasión no es un tópico) pueblecito en el extremo de la península. Antes de afrontar sus empinadas callejuelas es muy aconsejable bordear la península a la vera del lago, siguiendo la señalizada passegiata hasta llegar a San Giulio. Encontrarse en una tarde veraniega en la plaza Motta, frente a la isola confiere una impagable sensación de paz y relajación, en plena armonía con una naturaleza tan austera como escasamente modificada por el hombre. El Palazzo Comunale con su planta baja abierta, donde se reunían los delegados del obispo de Novara, de quien dependía la población, es el edificio más emblemático de una plaza con algún bucólico restaurante sobre las aguas del lago, enfrente de la isla.
En la calle Salita della Motta, más bien una especie de plaza alargada en cuesta, aparecen algunos edificios imponentes como el palacio De Fortis, el Ubertini, la casa dei Nani (casa de los enanos), cuya construcción data del siglo XIV, balcones y cancelas de hierro forjado, bares y tiendas coquetones, pero sobre todo, una cadencia, un ritmo de vida tan pausado que todo el complejo, aguas, callejuelas, isla parece suspendido en el aire, como un paisaje levitante.
Aosta
Antes de dirigirnos a Aosta hacemos escala en Arona en pleno Lago Maggiore que, a pesar de su nombre, no es el más extenso de los lagos italianos, honor que corresponde al de Garda, más al este, cerca de Verona y del guardo un recuerdo imperecedero por sus contrastes paisajísticos, desde el suave y turístico sur hasta el norte escarpado y montañoso que termina en Trento, hermosa ciudad alpina a pesar de sus connotaciones eclesiástico-represivas.
Paseamos por la extraordinaria ribera urbana de Arona y también por la muy chic Vía Cavour, calle peatonal llena de tiendas al más puro estilo italiano, pero pronto nos adentramos en el hermosísimo Valle de Aosta con el Mont Blanc al fondo, un angosto pasadizo entre montañas, festoneado de albergues y chalés de recreo, paisajes que bien poco tienen que ver con los que están acostumbrado los prófugos de las fiestas de Gracia.
Aosta, ciudad a la que nos dirigíamos sin prejuicios, sólo como estación de descanso antes de Annecy, sorprende e impacta -dirían los guays-, por su escrupulosa conservación de los innumerables restos romanos, murallas, anfiteatros, portalones, combinado con callejuelas cul de sac típicamente árabes. Comemos, ya a punto del gong de los implacables horarios de estos lares, en un viejo albergue junto a uno de esos soportales romanos un magnífico guiso aostiano de carne al vino con polenta. De fumar después del cafelito ni hablemos: misión imposible.
Sorpresa mayúscula al pretender gozar de Aosta la nuit (el fosquet, más bien): del bullicio de apenas un par de horas antes no queda nada. La ciudad parece en paro respiratorio y nos las vemos y deseamos para encontrar un mínimo ambiente para cenar. Al final encontramos un local regentado por jóvenes emprendedores donde tomar un reparador carpaccio.
Annecy
Once kilómetros, once de túnel para atravesar el macizo del Mont Blanc. Continuas indicaciones (mínimo 50km/h, máximo 70), escrupulosa distancia de seguridad entre vehículos, una emisora de FM dando continua y cumplida información de la vida en el túnel, pero ahí dentro uno empieza a oír ruidos alarmantes y no digo nada si un tubo de escape expele una humareda…
Al poco rato entramos en Annecy, última etapa del viaje, dulce recuerdo de diez años atrás en las mismas fechas, espléndido refrendo del mismo paraíso a pesar del innegable carácter de postal turística de su casco antiguo, centrado alrededor del singular edificio, un antiguo presidio con forma de proa de barco, que parece retozar entre canales y cisnes, y en el que el trajín de visitantes es copioso e incesante, tanto como el trasiego de fondues en los restaurantes.
Pero Annecy es fundamentalmente su portentoso lago, accesible en sus catorce kilómetros de perímetro, rodeado de montañas salpicadas de parapentes y festoneado de playitas, calas, pueblos, también de postal, como el de Talloires, que se recorre en un par de horas hasta llegar a Annecy Le Vieux, zona residencial con muy buenos restaurantes en los que reponer fuerzas (con una fastuosa andouillette, si uno se atreve con tan singular embutido a caballo entre el freixurat y el botillo leonés).
Pero si algo permanece indeleble de Annecy es el paseo vespertino por la avenida de Albigny en la ribera del lago, bajo los plátanos centenarios, que sigue dando fe de elegancia, paz y vida cadenciosa. Allí, sentados ante lo que llaman la dame blanche, que conforman las últimas estribaciones montañosas al fondo del lago, observamos los pechos de la pétrea señora, una especie de penya de l’indio en plan erótico, y la vida parece detenerse. Es allí cuando el viaje adquiere todo su sentido, y por fin sobreviene el olvido de tanta farándula, exceso, nimiedad, frenesí. Allí, sin tiendas, sin comercios, sin bares, sin turistas (sólo nativos y un par de intrusos menorquines), sin musiquillas ambientales, ¡sin ruido! Es cuando el viajero se siente realizado.
En la vuelta aérea, vía Ginebra, esta vez son “causas operativas” las que nos obligan a batir el record de velocidad en pasillos aeroportuarios en la inacabable T4 para enlazar con Menorca, en cuya punta Este ya han desaparecido los ecos equino-alcohólicos de las fiestas. ¡Idò!