Los enemigos del pensamiento son
muchos y variados. Ya nos advertía hace
años Alan Finkelkraut de su inevitable derrota a pies de la banalidad, el
eslogan y el prêt a porter ideológico.
Últimamente ha sido Nicholas Carr quien nos ha prevenido de la superficialidad
galopante de la cultura digital, que amenaza con acabar de una vez por todas, a
base de distraídos cliks, con la
reflexión y el pensamiento más o menos ilustrado, además de convertir a las
nuevas generaciones en legiones de expertos taquígrafos que toman lo que les
apetece de la red y, quién sabe si de la vida misma, cuándo y cómo quieren.
Pero hay otro poderoso enemigo del análisis
fundamentado y del diálogo basado en argumentos dignos de tal nombre, y es la
pasión por la taxonomía o, para entendernos en un lenguaje más coloquial, la
formidable afición por el etiquetado ideológico que existe en nuestro país de
países, como consecuencia (o causa, no lo tengo muy claro) de la guerra de
trincheras de opinión que no cesa y que imposibilita una cuestión previa de
cualquier proceso reflexivo: la disposición a escuchar al Otro sin prejuicios,
la presunción sincera de que, por disparatada que nos parezca su deposición, puede albergar parte de
verdad.
Bien al contrario, la tendencia
actual en todos los ámbitos después de los años de encantamiento democrático tras la dictadura, es el desdén hacia
opiniones que presumimos manchadas por algún que otro pecado original. “Dice
tal cosa porque es tal o pertenece a cual”, “Claro, qué va a decir si…”, son
pensamientos que se nos filtran a todos por entre los resquicios neuronales,
para llegar al reduccionismo más aberrante, a lo peor infundido por el auge
planetario de la razón político-económica neoliberal. A veces da la impresión de haber vuelto a los
orígenes de la Transición, cuando los unos llevaban greñas y trenka y los otros
bigotillo de mosca y pulseras rojigualdas. Demasiadas alforjas para tan poco
viaje.
Para quienes escribimos y opinamos en
público es tarea ardua (¿utópica?) el sustraerse a este estado de opinión
denigratorio. Empezando por publicar en este u otro medio, de hecho el primer
prejuicio aflora cuando vemos al prójimo con tal o cual periódico bajo el brazo,
“¡qué va a pensar éste con la bazofia que se echa al coleto!”, ¡qué vamos a
esperar de los medios del carajillo party
los seguidores del blog del catavenenos
José Mª Izquierdo!, ¡qué van a pensar ellos
de quienes enarbolamos prensa progre!,
¿No es lógico que nos tomen por
intelectuales buenistas, tontos
útiles, compañeros de viaje de nacionalistas y demás ralea o cualquier cosa peor, a tenor de lo que
escriben?
Es imposible sacudirse la etiqueta
que te han adjudicado por mucho que uno se esfuerce en demostrar no ya su
objetividad (nuestra cosmovisión es siempre subjetiva), sino un decidido empeño
por huir del sectarismo. Tú eres progre
y sobre esta progresía construirás tu
marco mental, parecen decirte emulando a Pedro, el fundador de la Iglesia. ¡La
Iglesia!, ¿cómo evitar que te llamen comecuras
si te atreves a cuestionar el espectáculo vaticano realzando su alejamiento
del pueblo doliente y plantear la
equiparación de la mujer al hombre en el seno eclesial? O la monarquía: ¿puedes
impedir que te etiqueten de irresponsable si osas sugerir que podría ser
positiva una abdicación dados los achaques físicos y morales del actual
inquilino de la Zarzuela?
En otro asunto crucial de nuestra convivencia,
el llamado territorial, el empeño es
aún más inútil dadas las pasiones que suscita. Así, desde mi mirador mediterráneo,
una isla que fue británica, francesa y española en el siglo XVIII (¡qué nos van a explicar a los
menorquines de pertenencias e identidades!), no vemos las cosas con el desgarro
victimista de los nacionalistas catalanes (pese a que pertenecemos a la misma
comunidad lingüística lo que crea no poca afinidad sentimental) ni con el
numantinismo de los que se sienten únicamente españoles (también nacionalistas
muy a su pesar) y/o enarbolan una pétrea Constitución. Pues aún así, no nos
libramos del calificativo de peligrosos catalanistas si se nos ocurre defender
la protección de nuestra lengua, sea en inmersión libre o con botella. Y no
digamos si manifestamos nuestra estupefacción por la desaforada reacción
suscitada por las declaraciones del
fiscal superior de Cataluña.
El asunto del etiquetado se pone
definitivamente chungo si tienes el coraje de discutir el dogma de “que sólo
los individuos tienen derechos, no los territorios”, por creer, quizás
ingenuamente, que esos individuos suelen agruparse por diversas afinidades, la lengua
entre ellas, en comunidades territoriales a las que dotan de instituciones
democráticas que un día pueden articular una mayoría que solicita pacífica y
democráticamente la opinión a sus ciudadanos con derechos individuales sobre el futuro de su propia comunidad.
Entonces te la has cargado, como mínimo ya eres cómplice de los nacionalismos disgregadores. Y no digamos en sentido
contrario: quienes en Cataluña se atreven a cuestionar la doctrina oficial
sobre el derecho a decidir son considerados poco menos que legionarios
cabrunos.
Estos días, otro acontecimiento pone
difícil salir por peteneras de la pasión taxonómica: la muerte de Hugo Chávez.
Reconocer la notable disminución de la pobreza y el analfabetismo en Venezuela
en los últimos años puede convertirte de la noche a la mañana en nostálgico del
Che, por mucho que matices que el precio pagado ha sido demasiado alto, en forma
de instituciones pervertidas, inseguridad jurídica, clientelismo, división
social y arrasamiento de la clase media. Si has pronunciado la primera premisa,
te has caído con todo el equipo y si sólo destacas lo segundo puedes estar incubando
a un desalmado neoliberal.
Lo dicho: opinar reflexivamente te puede
convertir en pieza de museo o en motivo de befa. Le diré a mi mujer que trabajo
de pianista en un burdel.