Conferencia impartida 3l 12-12-2014 dentro del ciclo "150 años del Instituto de Mahón"
Cuando hace
unos meses me reunía, bajo los árboles del patio, con unos jóvenes estudiantes
del Instituto para revivir recuerdos y vivencias de los tiempos idos, trataba
de meterme en sus cabezas, tan distintas a las nuestras. Y es que el mundo ha
cambiado notablemente, la revolución digitatal ha modificado tanto los hábitos
culturales como los propiamente de relación. Se rieron a gusto estos chicos
cuando les conté que en el viejo instituto de la plaza de San Francisco
dejábamos cartitas a las chicas para quedar el fin de semana para ir al cine o
simplemente a pasear con ellas por Es
Carrer Nou .
Y es que las
chicas iban a clase por la mañana y nosotros por la tarde, tales eran los
métodos pedagógicos de aquel casposo nacional-catolicismo (corramos un tupido
velo sobre novenas, “primeros viernes”, “¿cuántas veces hijo mío?”, y en
general aquel viscoso sentimiento de culpa que emponzoñaba nuestra maduración
personal y colectiva), y el contraste de aquella especie de tam-tam de la selva con la actual
comunicación instantánea por whatsapp,
sea quizás una imagen suficientemente
expresiva de la distancia sideral entre la época de estos chicos que fingen
escucharme bajo los árboles y la nuestra, aunque ahora parezca que han pasado
siglos. De la bondad o maldad del estratosférico cambio podríamos hablar horas:
¿hay más conocimiento ahora con internet o sólo más información? Más adelante volveré a ello…
Me hizo
gracia que me preguntaran por nuestros métodos de estudio. ¿Métodos?, pregunté retóricamente para ganar
tiempo. No sé, me respondí a mí mismo, libros supongo. Sí, claro, estudiábamos
en libros, ¿dónde si no? Pero inmediatamente me acordé de un profesor singular
que tuve en Literatura de 5º y 6º. Se
llamaba don Juan Hernández Mora, fijaos chicos en que le pongo el don delante, nosotros no éramos colegas de nuestros profesores, sino
alumnos, quizá esto sea algo sobre lo que también tendríamos que reflexionar.
Bueno, este singular profesor, duro de oído pero nada de entendederas, pionero
de otra forma de enseñar, suprimió el libro de texto el primer día de clase.
“La literatura se aprende leyendo” nos dijo con su mil veces imitada
pronunciación, entre gangosa y sibilante, todo un chollo para burlas y chanzas
como la de sintonizar en clase Sapore di
Sale a toda pastilla sin que se enterara…
¿Éramos quizá
más crueles, además de más “respetuosos”?, me vuelvo a preguntar en lo que
puede parecer una paradoja. Bueno, el hecho es que no creo que aprendiera la
biografía de Rubén Darío pero os aseguro que me convertí en un vicioso de la
lectura y nunca se lo agradeceré bastante a don Juan. Como al siempre bien
humorado Luis Hernández Perelló que me enseñó a discurrir en el lenguaje
matemático, con menos éxito que don Juan, pero por lo menos me proporcionó unos
mínimos que me permitieron pasar el examen de preu con un cinco pelado. Adiós, mates, adiós. Y no creáis, a veces aún sueño que me retiran el
título de médico por mis menos que insuficientes conocimientos matemáticos. Y creo que aún estaría en preu si me las hubieran
enseñado en inglés. O en francés que era el idioma que elegíamos casi todos
menos los listos que se dieron cuenta
enseguida que en inglés de ligaba mucho más.
A don Luis, en fin, le hicimos una trastada gorda un día que era
jefe de estudios: algún gracioso dijo que el primero que entrara en clase era
un eso o un aquello y nos quedamos todos en el patio en lo que sería nuestra
primera-y única- huelga escolar. Aquel día no hubo clase y no podemos alardear
de causa justa. Nuestros padres nos
brearon. Y para más inri, como no
había twiter ni youtube, nadie se
enteró, no tuvimos esos cinco minutos de fama / protagonismo de los que hablaba
Andy Warhol y que hoy es el desiderátum
universal: ¡Ser por unos minutos como Belén Esteban!
Esos
simpáticos chicos-realmente lo eran- me preguntaron también por si nos
aplicaban castigos corporales. Ahí sí
que me quedé un perplejo, no tenía conciencia de haber vivido el Pleistoceno… No,
no hacía falta, les contesté, ni siquiera nos ponían de rodillas y cara a la
pared como en la primaria con los hermanos de La Salle. Insistieron los chicos
con lo del reglazo en los dedos, pero no, les dije, no recuerdo eso en ningún caso,
desde luego que no en el Instituto.
Había otro tipo de violencia más sutil, eso
sí, de la que no me di cuenta hasta años más tarde: la coacción intelectual a
través de las clases de religión en la que se fustigaba a ateos y descreídos en
general como si no fueran criaturitas de Dios y no digamos de la muy cutre
asignatura de Formación del Espíritu Nacional
por la que pretendían convertirnos
en disciplinados y heroicos patriotas de una determinada idea de España.
Tampoco nos enseñaban catalán, para dejar bien claro lo que era un idioma de
primera y uno de regional, meramente folklórico. En ese último aspecto, y
salvando las distancias, a veces parece
que estamos en el día de la marmota.
También se
interesaron por la metodología de clase.
Y también tuve que pararme a reflexionar, porque mi impulso fue contestarles
que “la normal”, es decir, el profesor explica la lección, nosotros la seguimos
en el libro y al final se hacían las preguntas pertinentes. Creo que balbucí alguna de estas cosas mientras trataba de
imaginarme una clase actual interactiva,
ordenador en ristre y una interrupción tras otra al profesor del tipo “no
entiendo, tío”. Esto lo pensé pero no
lo dije, para salirme de mi rol jurásico. Les dije que no todos los métodos pedagógicos
de antes eran malos. Por ejemplo, los memorísticos. No está de más ejercitar la
memoria, que es algo bastante más complejo que los clics del ordenador. La pena es que no nos insistieran más en tomar
apuntes que en seguir un libro y así hubiéramos tenido menos dificultades en la
universidad.
Y también
creo que no era mala la cultura del esfuerzo y la implicación de los padres en
ello, lejos de la actual sobreprotección que convierte a tantos chicos en
potenciales inválidos para resolver los
problemas que le van a sobrevenir en la vida. Se tiende en exceso a eludir las
propias responsabilidades y esto es patente en la escuela. Vivimos en plena
cultura de la queja en la que nadie
parece tener la culpa de las propias deficiencias. O es la desestructuración
familiar, o la masificación, o las leyes educativas (bueno, hay algunas que se
las traen), o mil y un traumas psicológicos o incluso pretendidas disfunciones
visuales (de eso os podría hablar un ratito, pero no me quiero calentar). Ah!,
y nuestros padres nunca iban a protestar al profesor por un suspenso sino para
informarse de nuestras deficiencias y obrar en consecuencia…
Sentido del
deber, la expresión parece rancia, pero lo cierto es que la teníamos incrustada
y ahora le estoy sumamente agradecido y que poco tiene que ver con el
sentimiento de culpa del que os hablaba antes. Lo primero es lo primero nos
decían. Estudiar, estudiar, estudiar. ¿Has hecho los deberes? Claro que no
había tele ni videojuegos y quizás era más fácil, pero sentíamos en lo más
hondo la necesidad de sacar la mejor nota posible para corresponder al esfuerzo
que veíamos hacer en casa a nuestros padres para sacarnos adelante en tiempos
de precariedades sin cuento. Reíros de la actual y cacareada austeridad. En una
leyenda urbana, un amigo le cuenta a otro las penalidades de la guerra. Y allí
estábamos, a la intemperie, le dice, y el otro contesta, pues qué suerte la
vuestra, nosotros ¡ni intemperie teníamos! Pues así eras las cosas en aquellos
tiempos. Nosotros lo sabíamos y, en general, obrábamos en consecuencia. Aunque
no os vayáis a creer: había bandarras
como en todas épocas y lugares, pero sabíamos que si queríamos conseguir algo
teníamos que esforzarnos.
También les
expliqué a los chicos que no era sólo en los estudios sino en todas las facetas
de la vida había que esforzarse. Por ejemplo en el sexo, el gran tabú de
aquellos años de plomo. Hoy día se oye hablar del “aquí te pillo aquí te mato”
e incluso se ha acuñado un nuevo término para definir un nuevo tipo de amistad que, por pudor fruto de
mi educación nacional-católica, etcétera, no mencionar en esta tribuna. Se
trata de amigos coyunturales,
exclusivamente para el revolcón y adiós muy buenas o hasta luego… Bueno, pues
antes no sólo no era así sino que los poco agraciados y / o poco talentosos
para el juego de la seducción, teníamos que pasar por diversos másteres antes de lograr hacer manitas
en el cine, la antesala de algún que otro furtivo beso. Luego estaban los guateques (los chicos que me
entrevistaban no tenían ni idea de la palabreja) en los que antes de que una
chica aflojara los codos tenías que pasarte varias sesiones poniendo discos (de
vinilo) y sirviendo ponches. En fin,
historias de abuelos cebolleta pero con
el mismo trasfondo: esfuerzo y sacrificio, los grandes damnificados en la
sociedad de la realización personal y la eliminación de traumas. Ay, los traumas, podríamos hablar horas de ellos…
Pero estamos
de celebración y hay que hablar un poquito de nuestro Instituto, sí, nuestro, porque nosotros lo estrenamos,
ya en quinto de bachiller, la primera vez con chicos y chicas juntos, ningún
problema, salvo algunas procacidades nuestras, como cuando decoramos todos los
postes de la calle Vasallo con dibujitos alegóricos (y fantasiosos) a nuestros
atributos, en fin, unos salidos / reprimidos de tomo y lomo, así éramos, por
qué vamos a disimularlo. Ya entonces las chicas eran mucho más maduras, y lo demostraron haciendo ni caso a nuestro arte pictórico,
más bien mirándonos don irónica displicencia. No estoy muy seguro de que esto
continúe igual, porque ciertos roles, sobre todo los lúdico-relacionales, se
han igualado en nuestra sociedad, aunque persistan las lacras que todos
conocemos y deploramos, ¡ay ese machismo cerril que de vez en cuando asoma la
patita!
Bien, pues
inauguramos un nuevo instituto en pleno fragor de los míticos años sesenta del
¡pasado siglo!, de los que apenas nos llegaban los ecos porque aquí
continuábamos de lleno en los años de plomo del franquismo. A pesar de ello, su
ideario, según el discurso inaugural de Cardona y Orfila en 1868 era “cultivar
nuestra inteligencia con la adquisición de la verdad y enriquecer nuestro
corazón con la práctica de la virtud”, todo un programa revolucionario que debió
de pasar por alto a las autoridades de entonces, celosas guardianas de la pureza doctrinal. Ya os
podéis imaginar que el “cultivo de la inteligencia y la adquisición de la
verdad” no eran para nada objetivos de aquellos regímenes clericaloides y
casposos.
Si nos
fijamos, la definición fundacional tiene mucho que ver con la de otra venerable
institución mahonesa, la que hoy nos acoge, y en cuyas actividades quien os
habla participó activamente durante más de veinte años, el Ateneo Científico,
Literario y Artístico de Mahón, cuyo ideario se manifestaba así: “El Ateneo es una agrupación enciclopédica de
hombres doctos que, practicando la más absoluta Tolerancia, van a la Cultura
por la Crítica”. Como podéis suponer, una declaración tan liberal tenía que
provocar dolorosas ampollas en diversos
estamentos de la sociedad de entonces (no olvidemos que estamos hablando de a
principios del siglo XX), y muy especialmente en el clero, concretamente en el
Rector de la parroquia de Santa María, don Ambròs Carabó al que fue a visitar
de forma conciliadora el presidente del Ateneo Antonio Victory. La
conversación-o lo que sea- no fue muy productiva, y se desarrolló en unos
términos más propios de sainete:
-Mire usted-le espetó el mossén al presidente del
Ateneo-, yo soy enemigo del Ateneo desde antes de que ustedes lo fundasen.
-Pero, ¿por qué, si no podía aún juzgar lo que íbamos
a hacer?-preguntó el señor Victory.
-Es muy sencillo-concluyó don Ambròs-, soy enemigo del
Ateneo que usted preside por idéntica razón por la que soy enemigo de todos
los ateneos, de todas las universidades
y de todos los institutos de España…
Si he
conectado Instituto y Ateneo ha sido para resaltar que ambos, o sea el Saber,
nunca ha sido muy bien visto por el Poder, al que no le interesan tanto
ciudadanos informados como dóciles. Y con esto entro ya en el meollo de esta
exposición, donde espero justificar su estrambótico título, porque
es palpable que se van laminando
las Humanidades en aras del futuro
Rendimiento / Productividad de los alumnos que exige no tanto ciudadanos que
plantean preguntas (no otra cosa persigue la filosofía), como actores de la
rueda incesante del consumo, para lo cual necesitan menos filosofar, más
habilidades prácticas y mucha tecla del “me gusta” para juntarse mucha
positividad, escaso pensamiento crítico (considerado “poco positivo”) y menos
espacio público, el auténtico damnificado de toda esta fanfarria.
Y creo que vale la pena que nos detengamos un momento para merodear por
ese enjambre digital que tanto ha modificado nuestras vidas y especialmente la
de nuestros jóvenes, y de cuyos aspectos educativos nos avisaba hace ya un tiempo el profesor
Jordi Llovet: ¿No se han dado cuenta nuestros pedagogos-se preguntaba el
brillante docente y escritor- de que los ordenadores, igual que el resto de
tecnologías que los chicos llevan en los bolsillos son los responsables de la
creación de una cultura de la facilidad, le inmediatez y la diversión? Los
ordenadores y todas las nuevas tecnologías de bolsillo-continúa el profesor
Llovet- han sido la causa de que chicos y chicas vivan una especie de
cultura-civilización amnésica y ajena a la palabra, la lectura, el diálogo, el
esfuerzo, el estudio a fondo y la investigación y termina haciendo un serio
llamamiento pedagógico a establecer claramente la diferencia entre “aprender” y
“divertirse”.
Otro
profesor, éste de Berkeley, Nicholas Carr reflexiona en dos sugerentes libros
sobre los cambios que ha ocasionado internet en nuestras mentes y que él
experimentó en propia carne, cuando enfrascado de lleno en el mundo de la Red, empezó a notar que el clikeo distractivo consustancial con la
red le estaba incapacitando para la reflexión pausada, el ensayo sesudo e
incluso la lectura de novelas, pero su compulsiva “hambre” cibernética le
impedía parar: necesitaba mirar su correo a todas horas, clikear en los vínculos, goglear,
necesitaba estar permanentemente conectado, le pareció que
estaba convirtiendo en algo parecido a una máquina de procesamiento de datos de
alta velocidad, una especie de HAL humano , aquel inquietante robot de la
¿premonitoria? película “2001 Odisea del espacio” de Stanley Kubrick.
Pero hay más.
Gary Small, catedrático de Psiquiatría de la UCLA se ha dedicado a estudiar los
efectos psicológicos y neurológicos del uso de los medios digitales, y uno de
sus hallazgos arroja luz sobre la diferencia entre la lectura de páginas web y
la de libros. En síntesis, la lectura de libros activa zonas cerebrales
relacionadas con el lenguaje, la memoria y el procesamiento visual y, al
permitirnos filtrar las distracciones, la lectura profunda se convierte en una
forma de pensamiento profundo. La mente del lector experimentado es una mente
en calma, no en ebullición. Por el contrario, cuando estamos online nuestro cerebro será más ágil,
más capacitado para la multitarea, pero de hecho perjudicaría nuestra capacidad
para pensar profunda y creativamente, objetivos básicos de toda educación que
se precie y que estaban en la mente de los fundadores tanto del Instituto como
del Ateneo.
Que nadie
tome a este humilde ateneísta y ex alumno del instituto por un resabiado tecnófobo, nada de eso, me
encanta internet y lo uso moderada aunque no ambulatoriamente, con excepción de
las redes sociales de las que me declaro alérgico. Prefiero leer la Feria de
las vanidades de Tackheray o la revista Vanity Fair que recorrer esos circos del
exhibicionismo más ramplón… Pero de lo que sí quiero dejar constancia es de mi
profunda preocupación por el ocaso del pensamiento, anegado en un tsunami de tuiteos, whatsapps y clickeos
distractivos, y consecuentemente, del espacio público, sustituido por ese
simulacro de las redes sociales que agrupan por afinidades y eliminan toda discrepancia, por no hablar del llamado shitstorm, literalmente, tormentas
excrementales que inundan reiterativamente la red… Y ahí lo dejo.
La obsesión por el rendimiento es tan
agobiante que invade incluso el que debería ser sacrosanto mundo de la primera
infancia: niños con mochilas imposibles, horarios descabellados, actividades
complementarias que convierten la vida de los tiernos infantes en un maratón( y a veces sus abuelos, ya que
los padres están rindiendo), cuando
lo que deberían hacer a la salida del colegio es cumplimentar unos deberes
razonables, jugar y socializarse con
amigos fuera del impuesto marco escolar y por supuesto con sus propios padres…
En mi única experiencia docente, la
futbolística I am sorry, donde creé y dirigí una escuela de fútbol varios
años, siempre traté de que los niños manifestaran su espontaneidad, que es
sinónimo de creatividad. Hoy día se les ha privado de toda libertad: conocen al
dedillo la táctica del fuera de juego, saben de dobles pivotes y del uno contra
uno, tocan el balón como profesionales, con las dos piernas, ¡adiós a aquellos zurdos prodigiosos!, se peinan como esa
especie de robot que va vestido de blanco, pero no improvisan, no crean…ni se
ríen entrenándose. Y también ahí intervienen los papás si no alineas a su hijo/
fenómeno todo lo que merece, o no lo pones “en su sitio”, etcétera. Da la
impresión que desde que los adultos planificamos su ocio, parece como si la
infancia hubiera desaparecido de la hoja de ruta vital.
Y ahora el tótem de los tótems sin negarle su
indudable importancia y el secular atraso español en su conocimiento: el
inglés, que por lo visto hay que dominar desde la guardería para que se conviertan rápidamente en
productivas piezas del mecano consumista. Incluso los hay que hablan en inglés,
es un decir, a sus bebés para que se familiaricen desde la cuna con el idioma
de los cruzados del rendimiento productivo… No sé, creo que hay mucho de
papanatismo en la actual situación para la que pediría más planes viables y
contrastados y menos ocurrencias. Y un detalle práctico: ¿No se podría empezar
por no doblar esas películas que los niños devoran, y por supuesto todas las
demás, mientras se les explican los logaritmos en su lengua materna? Estoy
seguro de que si hubiésemos visto las películas del Oeste en inglés hoy
podríamos espetar perfectamente en el Saloon
aquello de Here we don’t drik milk,
outsider en lugar de ofrecer relaxings cups of café con leche…
Otrosí: mientras
desayuno, leo un artículo en el que con
el subterfugio de criticar la
politización de la enseñanza (asunto TIL, etcétera), se acaba afirmando que
“ningún político tendría ninguna facultad para tomar ninguna decisión que
afectara la educación…” O sea, para
curar una tos, utilizar la doctrina Calígula de cortar la cabeza, carpetazo a
todo atisbo de educación pública, los padres deciden (los que tienen medios,
claro), fin del sueño de educar a los jóvenes en valores comunes, compartibles,
fin de la utopía de la escuela como niveladora social, fuente de la no menos
utópica igualdad de oportunidades. Carta blanca para los padres y sus
correspondientes lobbies, que junto
con el “me gusta” de las redes sociales genera la perpetuación de guetos y la
consecuente desintegración del espacio público, aunque eso sí, lleno de
ciudadanos de alto rendimiento y productividad.
Lo que sí ya
es un clamor es la necesidad de un gran pacto educativo nacional que ponga fin
a los bandazos. Y esto se quiera o no han de hacerlo los políticos, y la letra
pequeña ponerla los docentes. Me resulta difícilmente comprensible el encono de
algunos contra la idea de una asignatura en la que todos los alumnos compartan
unos valores universales, que los hay y en los que hay que converger
prescindiendo de opiniones oscurantistas. El respeto al diferente, la igualdad
de géneros, de oportunidades, la necesidad de respetar las leyes, sean de
tráfico o relativas al pago de impuestos, la libertad religiosa, educación sexual, educación religiosa, sí,
como fenómeno cultural, no adoctrinadora… ¿De verdad es imposible llegar a un
gran acuerdo en estos aspectos? Claro que para ello hay que ceder y aceptar que
el otro tiene parte de razón y esto no es fácil de asumir es un país de
ciudadanos (y partidos) alfa…
Ved lo que afirma el notabilísimo filósofo
coreano-alemán Byung-Chul-Han:
“La sociedad
disciplinaria que consta de hospitales psiquiátricos, cuarteles y fábricas, ya
no se corresponde con la sociedad de hoy en día. En su lugar se ha establecido
desde hace tiempo otra completamente diferente: una sociedad de gimnasios,
torres de oficinas, bancos, aviones, grandes centros comerciales y laboratorios
genéticos. La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad
de rendimiento y sus habitantes no son sujetos
de obediencia sino sujetos de
rendimiento…”
Me parece
crucial que entendamos esto si queremos tener una oportunidad de supervivencia.
Cuidado con el Yes we can o esas
jaculatorias de los nuevos chamanes que ahora se dedican al coaching, de que la naturaleza humana no
tiene límites si uno se lo propone realmente, que hay que ser uno mismo, que si
la autenticidad etcétera. Con el fin de aumentar la productividad, nos sigue
diciendo el filósofo, se sustituye el paradigma disciplinario por el del
rendimiento y finalmente, lo que provoca la depresión por agotamiento no es el
imperativo de pertenecer solo a sí mismo, sino la presión por el rendimiento. Y
ojo no estoy abogando por la molicie, sería una irresponsabilidad en alguien
que ha sido invitado a impartir una lección de seny senecto, pero sí coincido con el filósofo en que es necesario
marcar distancias con este embeleco, escapar de alguna manera de esta
especie de dopaje que es la obsesión por
el rendimiento que puede acabar en un infarto del alma, como concluye
Byung-Chul-Han.
No, no lo
podemos todo ni debemos obsesionarnos por la autenticidad. La conciencia de los
propios límites no es sinónimo de castración sino de prudencia. Las teorías que
pretenden convencerte de que tú lo puedes todo si te empeñas son el caldo de
cultivo ideal para angustias y frustraciones mucho más dañinas que el reconocer
de vez en cuando que “esto no es para mí y a otra cosa mariposa”, lo cual no
implica rendición alguna sino simplemente cambio de hoja de ruta personal.
Otro mantra
peligroso de la contemporaneidad es el de la autenticidad, ¡Sé tú mismo!, nos
dicen desde sus púlpitos los nuevos predicadores, ¡hagas lo que hagas, no te
traiciones! Pues mirad, chicos, vais dados si les hacéis caso! Lo que hay que
ser es honestos, trabajadores, compasivos, pero ¿auténticos?… Dice el siempre
lúcido y brillante Oscar Wilde que ninguna amistad resiste una dosis excesiva
de sinceridad y tiene toda la razón. La historia de la humanidad es, o creíamos
que era, hoy día hay síntomas de regresión preocupantes, una continua huida del
tam-tam de la selva, la adecuación de gustos y deseos a las normas de
convivencia, su represión, civilizada, en suma porque tu libertad termina donde
empieza la de los demás. ¿Qué tiene que ver esto con la autenticidad que se
predica hoy día?
El tú
puedes, nos dice ahora el filósofo coreano, ejerce mayor coacción que el tú debes, ya que la coacción propia es
más fatal que la ajena, ya que no es posible ninguna resistencia contra sí
mismo; el régimen neoliberal esconde su estructura coactiva tras la aparente
libertad del individuo y en él, quien fracasa es, además, culpable, lo que
ocurre en todos los órdenes de la vida, no sólo en el laboral. En el amor, por
ejemplo, que hoy día también está sometido al dictado del rendimiento ya no es un relato sino solo una emoción… Pero eso nos llevaría demasiado lejos,
la educación, que a ello vamos, no es, en sus orígenes, más que la represión
paulatina de los impulsos socialmente dañinos, la enseñanza de que no todos tus
deseos van a ser satisfechos, que debes aprender a aplazar tus recompensas,
¡qué debes hablar con propiedad!...
Y es que hoy día también se
está produciendo, en aras de la efectividad, una más que preocupante
simplificación del idioma, el que sea, está mal visto hablar bien, utilizando un lenguaje rico en vocablos, adjetivando
con precisión, y esto no es escaparnos de la selva sino volver a ella. A
quienes escribimos en los periódicos, a veces nos interpelan para afearnos
nuestro gusto por palabras ¡raras!, que no les suenan “auténticas” (“la gente
no habla así”, nos dicen) y no hacen más
que dificultar la comprensión.
Ahí podríamos extendernos en el concepto de
“palabra rara”, que para nuestro profesor don Juan Hernández Mora era sinónimo de riqueza y por eso nos dio la
orden de leer siempre con un lápiz en la mano para subrayar palabras
desconocidas para buscarlas luego en el diccionario y mejorar así nuestro
lenguaje. ¿Y es “auténtico” esto de leer con un lápiz en la mano?, ¿acaso no lo
es más quitarse engorros de encima y comunicarse con siglas y abreviaturas como
en los sms? Leer y escribir con un lenguaje más allá del
tam-tam “auténtico” es un aprendizaje más, y como tal requiere un esfuerzo “no
productivo”, que no aumenta el rendimiento…
Amigos míos,
un instituto de enseñanza media debe ser algo más que una escuela de
capacitación profesional, tiene que infundir valores humanistas, el gusto por
el saber inútil, que es un Saber con
mayúsculas precisamente porque nos humaniza y nos aleja un poco de ese homus economicus u hombre para el rendimiento.
Hoy día se
habla mucho del “Estado mínimo” porque “todo Gobierno” es ineficiente por
naturaleza, y nada como “la Libertad” para generar riqueza, etcétera. Es el
discurso del Partido Republicano en Norteamérica que ha hecho furor en el mundo
y por supuesto también en España donde proliferan los discursos,
pretendidamente liberales, a favor de la “sana iniciativa privada”, etc. Eso es
verdad, pero solo en parte, porque si bien el mercado libre favorece la
creación de riqueza, no es menos cierto que hay parcelas en que el “mercado
libre” no puede ser libérrimo, como la
sanidad o la educación porque afectan al corazón de la dignidad humana. De la
misma manera que nadie puede ser privado de la mejor asistencia sanitaria por
cuestiones económicas, por la misma razón a nadie se le puede hurtar el acceso
a la mejor educación.
Es por eso
que en el año 1910, el claustro de profesores, las autoridades y los ciudadanos
de Mahón estaban plenamente convencidos de que la mejor solución para los males
económicos que aquejaban al Instituto era su incorporación plena al Estado. Y
así, apenas terminados los exámenes de junio, el Ayuntamiento de la ciudad
inició la campaña que llevaría al Congreso de los Diputados a aprobar la incorporación
del Instituto General y Técnico de Mahón al Estado, fruto de la voluntad de la
sociedad mahonesa en particular y de los menorquines en general, en un primer
reconocimiento oficial de los costes de una insularidad que siempre ha actuado como un corsé para el
desarrollo de Menorca, tema que nos llevaría demasiado lejos y que no es objeto
de esta charla.
Y como he ido
de nuevo for the Ubeda hills, mejor
volver a terreno llano para ir encarando ya el final de esta charla que espero
no haya sido del todo pesadilla y os haya aportado si no alguna idea, que lo
dudo, sí por lo menos alguna que otra sonrisa, con lo cual me daría por
satisfecho. Pero no quiero irme sin plasmar algunos flashes de recuerdos personales, personajes, vivencias que
configuran el inolvidable paisaje del Instituto “pre”Joan Ramis que conocimos (entonces era simplemente S’Institut Nou). Así que, bajo el ullastre
centenario de mi jardín dedico las postrimerías de verano a ponerle la guinda
personal a este pastel que espero que no se os haya hecho demasiado indigesto.
PAISAJES Y FIGURAS
Mi primera
idea de lo que podía ser el Instituto venía de mi hermano que hablaba y no
paraba de don Juan Mir, “en Miroto”, el coco de los profesores, y de la Eca y la Seva esos bandos aparentemente
irreconciliables que disputaban todos los años justas deportivas en la fiesta
de Santo Tomás de Aquino y que acabaron proscribiendo ante el cariz que estaban
tomando. ¡Ay aquellas celebraciones! que copaban nuestras vidas durante un par
de días en que la ciudad era nuestra, fumábamos nuestros primeros chesterfields e intentábamos hacer
manitas en Sala Augusta…
El curso
primero, nuestra primera incursión en el mundo de los al.lotots aunque aún lleváramos pantalones cortos, nuestros
primeros profesores de verdad, Luis
Hernández, el pintor Joan Vives, el señor Enrique, las muy veteranas hermanas Taronjí que un día
aparecieron por allí para sustituir no me acuerdo a quién y mientras una
explicaba la otra vigilaba en el pasillo, el profesor Ontiveros, el siempre
atildado don Antonio Pons Monjo quien solía decirme que yo era un burro con
notable, el director padre Guitiérrez, don Francisco Terrés que un día llamó a
mi padre para advertirle de que me interesaba mucho más el fútbol que las
Matemáticas, lo cual era tan cierto como que mi padre, tan futbolero como yo,
se limitó a sonreírme cuando trataba de reñirme, en fin, la capacidad
pedagógica del profesor de francés Albertí, el atractivo de la profesora María
Hermoso, de la que todos estábamos secretamente enamorados, el padre Petrus que
nos exigía servir misa para
aprobarnos en Religión (creo que solo a los chicos, por aquello de las
tradiciones eclesiásticas)…
Las reválidas
de cuarto y sexto, una gran oportunidad para repasar y cimentar lo aprendido en
los cursos anteriores pero que nos atemorizaba por la presencia juzgadora de
profesores de fuera, aquellas hojitas
con las preguntas y temas, la incertidumbre de la nota, ciertamente implacable,
las interminables vacaciones de verano en que nos veíamos en Sa Lliga para nadar y sobre todo donar sotas a las incautas chicas que se
aventuraban en aquel muelle de madera…
El traslado
al actual edificio, s’Institut Nou,
la primera clase mixta, el campo de
fútbol, don Bartolomé Orfila “en Tolito” que nos hacía sencilla la Física, doña
Paz Sirerol, entusiasta de la Literatura y de este Ateneo, la aventura
palmesana de Preu, nuestra primera
excursión libre fuera de Menorca, algunas gamberradas, mi primer suspenso, mi
primer verano fallido para volver a Palma en septiembre… Pero vayamos, para
terminar, con algunas menciones especiales que no quieren desmerecer a nadie
sino solo resaltar los que por una u otra circunstancia han quedado grabados en
mi memoria:
-Vuelvo a don
Juan Hernández Mora. Don Juan, del que ya os he hablado, supo ver mis aficiones
literarias, que supo ayudarme siempre a cimentar y potenciar. Mi pasión lectora se
la debo a él, y la escritora al alimón con don Rosendo Gisbert, en
Calderón, en su casa de Sa Costa d’en
Gà donde alternábamos el latín con
unas redacciones que fueron mis primeros artículos y que aún conservo como oro
en paño.
-
Félix
de Pablo, el profesor de Formación del Espíritu Nacional, quien nunca en
nuestra relación personal, que fue larga y amistosa, trató de adoctrinarme sino
que me animó también a la lectura (un tanto sesgada, bien es verdad) y
contribuyó a inculcarme el fair play
deportivo, convertido hoy en el “ganar por lo civil o lo militar”, al
recriminarme por una victoria 12-0 del equipo de la OJE que yo entrenaba. Fue
como una epifanía: comprendí que el triunfo no es un valor absoluto y que
siempre hay que respetar al adversario. También me aconsejó leer antes que
escribir.
-
Juan
Vayá, el profesor de Filosofía que vino de la meseta y que congenió enseguida con
los lletraferits de S’Institut, hasta llevarnos a
confeccionar “Tribuna Universitaria”, una revista en la que vertíamos nuestras
inquietudes en los albores de la etapa universitaria.
-
Vicente
Macián, el director espiritual. Al igual que Félix de Pablo, supo descontaminar
en lo que podía la materia y convertirla en algo útil para andar por la vida.
Nunca dejaría mi relación con él, por nuestra
convivencia de lustros en el Diario Menorca, en la Residencia Sanitaria
y en este propio Ateneo.
-
Lo
más parecido a un lord inglés que he visto nunca de cerca fue un profesor
siempre pulcramente vestido, prudente, ceremonioso y culto, muy culto, que nos
enseñaba ciencias naturales llevándonos al campo a estudiar flores, y también
música acercándonos a los clásicos a través de un renqueante pick up (¡cuántas veces me he
arrepentido de no haberle hecho caso, encastillado como estaba con el Dúo
Dinámico y Paul Anka!)… Espero que don
José Cardona Mercadal ma haya perdonado.
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“El
Polo”. Mítico mirador sobre el puerto por el que recibíamos los embates de la
tramontana antes de entrar en el Instituto de la Plaza San Francisco, embrión
del actual Joan Ramis. Lo miré de reojo, amedrentado, el primer día que entré
en el Instituto para examinarme de Ingreso, luego recuerdo que subí unas
escaleras y entré en una gran sala donde al final había una larga mesa en la
que se sentaban, amenazantes, los presuntos examinadores. Suena mi nombre y me
veo andando por el pasillo remedando a Gary Cooper en “Solo ante el peligro”
para quedar plantado ante el presidente del tribunal don Juan Mir quien me
formuló una pregunta aparentemente incomprensible “¿Qué es el “betro?”, que de
no ser por el aviso de un damnificado anterior, jamás hubiera contestado. Sin
embargo me oí decir: “Es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano
terrestre”, como me habían enseñado a definir el metro como unidad de medida…
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Y
este verano, bajo el ullastre de mi
jardín, un viejo compañero de nuestro preu,
todavía docente en la universidad me cuenta emocionado que en el último día de
clase de este curso fue ovacionado por los alumnos…
Imágenes, recuerdos más estructurados, voces, este esperanzador último
testimonio, mis vivencias profesionales con muchos de esos profesores quienes
me confiaron sus ojos al regresar a la isla (de alguno me vengué riñéndole por
no seguir los tratamientos), todo se amalgama en mi interior cuando evoco
aquellos maravillosos años que modelaron, pienso que para bien, nuestras vidas.
A veces trato de imaginar lo que hubiera podido ser aquel instituto con tan
buenos profesores en un ambiente de libertad en el que no se cortara la
historia en los albores de la revolución francesa y no se nos hubieran hurtado
las modernas corrientes de pensamiento. Tampoco puedo saber si hubieran
cambiado mis coordenadas vitales, tal vez sí. Pero es lo que había, no teníamos
libertad de pensamiento pero sí sabíamos que si nos esforzábamos tendríamos un porvenir.
Lamentablemente hoy nuestros jóvenes tienen toda la libertad de pensamiento y
de costumbres, pero su futuro es incierto.
Pero cambiar las cosas ya no está en nuestras manos más allá de lo que
podamos influir en nuestros nietos, tratando de que se salgan de vez en cuando
del rebaño digital y sepan disfrutar de una puesta de sol o de un amanecer en
el puerto de Mahón sin tener necesidad de hacerse un selfie o viajar en tren sin más compañía que un libro y el paisaje
que pasa ante sus ojos, que mantengan siempre una mínima curiosidad intelectual
y que nada humano les sea realmente ajeno.
Muchas gracias y Bones Festes.