domingo, enero 04, 2015

Panfleto contra el rendimiento escolar

Conferencia impartida 3l 12-12-2014 dentro del ciclo "150 años del Instituto de Mahón"



Cuando hace unos meses me reunía, bajo los árboles del patio, con unos jóvenes estudiantes del Instituto para revivir recuerdos y vivencias de los tiempos idos, trataba de meterme en sus cabezas, tan distintas a las nuestras. Y es que el mundo ha cambiado notablemente, la revolución digitatal ha modificado tanto los hábitos culturales como los propiamente de relación. Se rieron a gusto estos chicos cuando les conté que en el viejo instituto de la plaza de San Francisco dejábamos cartitas a las chicas para quedar el fin de semana para ir al cine o simplemente a pasear con ellas por Es Carrer Nou .

Y es que las chicas iban a clase por la mañana y nosotros por la tarde, tales eran los métodos pedagógicos de aquel casposo nacional-catolicismo (corramos un tupido velo sobre novenas, “primeros viernes”, “¿cuántas veces hijo mío?”, y en general aquel viscoso sentimiento de culpa que emponzoñaba nuestra maduración personal y colectiva), y el contraste de aquella especie de tam-tam de la selva con la actual comunicación instantánea por whatsapp,  sea quizás una imagen suficientemente expresiva de la distancia sideral entre la época de estos chicos que fingen escucharme bajo los árboles y la nuestra, aunque ahora parezca que han pasado siglos. De la bondad o maldad del estratosférico cambio podríamos hablar horas: ¿hay más conocimiento ahora con internet o sólo más información?  Más adelante volveré  a ello…

Me hizo gracia que me preguntaran por nuestros métodos de estudio.  ¿Métodos?, pregunté retóricamente para ganar tiempo. No sé, me respondí a mí mismo, libros supongo. Sí, claro, estudiábamos en libros, ¿dónde si no? Pero inmediatamente me acordé de un profesor singular que tuve en Literatura de  5º y 6º. Se llamaba don Juan Hernández Mora, fijaos chicos en que le pongo el don delante, nosotros no éramos colegas de nuestros profesores, sino alumnos, quizá esto sea algo sobre lo que también tendríamos que reflexionar. Bueno, este singular profesor, duro de oído pero nada de entendederas, pionero de otra forma de enseñar, suprimió el libro de texto el primer día de clase. “La literatura se aprende leyendo” nos dijo con su mil veces imitada pronunciación, entre gangosa y sibilante, todo un chollo para burlas y chanzas como la de sintonizar en clase Sapore di Sale a toda pastilla sin que se enterara…

¿Éramos quizá más crueles, además de más “respetuosos”?, me vuelvo a preguntar en lo que puede parecer una paradoja. Bueno, el hecho es que no creo que aprendiera la biografía de Rubén Darío pero os aseguro que me convertí en un vicioso de la lectura y nunca se lo agradeceré bastante a don Juan. Como al siempre bien humorado Luis Hernández Perelló que me enseñó a discurrir en el lenguaje matemático, con menos éxito que don Juan, pero por lo menos me proporcionó unos mínimos que me permitieron pasar el examen de preu con un cinco pelado. Adiós, mates, adiós. Y no creáis, a veces aún sueño que me retiran el título de médico por mis menos que insuficientes conocimientos matemáticos. Y  creo que aún estaría en preu si me las  hubieran enseñado en inglés. O en francés que era el idioma que elegíamos casi todos menos los listos  que se dieron cuenta enseguida que en inglés de ligaba mucho más. 

 A don Luis, en fin,  le hicimos una trastada gorda un día que era jefe de estudios: algún gracioso dijo que el primero que entrara en clase era un eso o un aquello y nos quedamos todos en el patio en lo que sería nuestra primera-y única- huelga escolar. Aquel día no hubo clase y no podemos alardear de causa justa. Nuestros padres nos brearon. Y para más inri, como no había twiter ni youtube, nadie se enteró, no tuvimos esos cinco minutos de fama / protagonismo de los que hablaba Andy Warhol y  que hoy es el desiderátum universal: ¡Ser por unos minutos como Belén Esteban!

Esos simpáticos chicos-realmente lo eran- me preguntaron también por si nos aplicaban castigos corporales.  Ahí sí que me quedé un perplejo, no tenía conciencia de haber vivido el Pleistoceno… No, no hacía falta, les contesté, ni siquiera nos ponían de rodillas y cara a la pared como en la primaria con los hermanos de La Salle. Insistieron los chicos con lo del reglazo en los dedos, pero no,  les dije, no recuerdo eso en ningún caso, desde luego que no en el Instituto.

 Había otro tipo de violencia más sutil, eso sí, de la que no me di cuenta hasta años más tarde: la coacción intelectual a través de las clases de religión en la que se fustigaba a ateos y descreídos en general como si no fueran criaturitas de Dios y no digamos de la muy cutre asignatura de Formación del Espíritu Nacional  por la que pretendían convertirnos  en disciplinados y heroicos patriotas de una determinada idea de España. Tampoco nos enseñaban catalán, para dejar bien claro lo que era un idioma de primera y uno de regional, meramente folklórico. En ese último aspecto, y salvando las distancias,  a veces parece que estamos en el día de la marmota.

También se interesaron  por la metodología de clase. Y también tuve que pararme a reflexionar, porque mi impulso fue contestarles que “la normal”, es decir, el profesor explica la lección, nosotros la seguimos en el libro y al final se hacían las preguntas pertinentes. Creo que balbucí  alguna de estas cosas mientras trataba de imaginarme una clase actual interactiva, ordenador en ristre y una interrupción tras otra al profesor del tipo “no entiendo, tío”. Esto lo pensé pero no lo dije, para salirme de mi rol jurásico. Les dije que no todos los métodos pedagógicos de antes eran malos. Por ejemplo, los memorísticos. No está de más ejercitar la memoria, que es algo bastante más complejo que los clics del ordenador. La pena es que no nos insistieran más en tomar apuntes que en seguir un libro y así hubiéramos tenido menos dificultades en la universidad.

Y también creo que no era mala la cultura del esfuerzo y la implicación de los padres en ello, lejos de la actual sobreprotección que convierte a tantos chicos en potenciales inválidos para resolver  los problemas que le van a sobrevenir en la vida. Se tiende en exceso a eludir las propias responsabilidades y esto es patente en la escuela. Vivimos en plena cultura de la queja en la que  nadie parece tener la culpa de las propias deficiencias. O es la desestructuración familiar, o la masificación, o las leyes educativas (bueno, hay algunas que se las traen), o mil y un traumas psicológicos o incluso pretendidas disfunciones visuales (de eso os podría hablar un ratito, pero no me quiero calentar). Ah!, y nuestros padres nunca iban a protestar al profesor por un suspenso sino para informarse de nuestras deficiencias y obrar en consecuencia…

Sentido del deber, la expresión parece rancia, pero lo cierto es que la teníamos incrustada y ahora le estoy sumamente agradecido y que poco tiene que ver con el sentimiento de culpa del que os hablaba antes. Lo primero es lo primero nos decían. Estudiar, estudiar, estudiar. ¿Has hecho los deberes? Claro que no había tele ni videojuegos y quizás era más fácil, pero sentíamos en lo más hondo la necesidad de sacar la mejor nota posible para corresponder al esfuerzo que veíamos hacer en casa a nuestros padres para sacarnos adelante en tiempos de precariedades sin cuento. Reíros de la actual y cacareada austeridad. En una leyenda urbana, un amigo le cuenta a otro las penalidades de la guerra. Y allí estábamos, a la intemperie, le dice, y el otro contesta, pues qué suerte la vuestra, nosotros ¡ni intemperie teníamos! Pues así eras las cosas en aquellos tiempos. Nosotros lo sabíamos y, en general, obrábamos en consecuencia. Aunque no os vayáis a creer: había bandarras como en todas épocas y lugares, pero sabíamos que si queríamos conseguir algo teníamos que esforzarnos.

También les expliqué a los chicos que no era sólo en los estudios sino en todas las facetas de la vida había que esforzarse. Por ejemplo en el sexo, el gran tabú de aquellos años de plomo. Hoy día se oye hablar del “aquí te pillo aquí te mato” e incluso se ha acuñado un nuevo término para definir un  nuevo tipo de amistad que, por pudor fruto de mi educación nacional-católica, etcétera, no mencionar en esta tribuna. Se trata  de amigos coyunturales, exclusivamente para el revolcón y adiós muy buenas o hasta luego… Bueno, pues antes no sólo no era así sino que los poco agraciados y / o poco talentosos para el juego de la seducción, teníamos que pasar por diversos másteres antes de lograr hacer manitas en el cine, la antesala de algún que otro furtivo beso. Luego estaban los guateques (los chicos que me entrevistaban no tenían ni idea de la palabreja) en los que antes de que una chica aflojara los codos tenías que pasarte varias sesiones poniendo discos (de vinilo)  y sirviendo ponches. En fin, historias de  abuelos cebolleta pero con el mismo trasfondo: esfuerzo y sacrificio, los grandes damnificados en la sociedad de la realización personal y la eliminación de traumas. Ay, los traumas, podríamos hablar horas de ellos…

Pero estamos de celebración y hay que hablar un poquito de nuestro Instituto, sí, nuestro, porque nosotros lo estrenamos, ya en quinto de bachiller, la primera vez con chicos y chicas juntos, ningún problema, salvo algunas procacidades nuestras, como cuando decoramos todos los postes de la calle Vasallo con dibujitos alegóricos (y fantasiosos) a nuestros atributos, en fin, unos salidos / reprimidos de tomo y lomo, así éramos, por qué vamos a disimularlo. Ya entonces las chicas eran mucho más maduras,  y lo demostraron  haciendo ni caso a nuestro arte pictórico, más bien mirándonos don irónica displicencia. No estoy muy seguro de que esto continúe igual, porque ciertos roles, sobre todo los lúdico-relacionales, se han igualado en nuestra sociedad, aunque persistan las lacras que todos conocemos y deploramos, ¡ay ese machismo cerril que de vez en cuando asoma la patita!

Bien, pues inauguramos un nuevo instituto en pleno fragor de los míticos años sesenta del ¡pasado siglo!, de los que apenas nos llegaban los ecos porque aquí continuábamos de lleno en los años de plomo del franquismo. A pesar de ello, su ideario, según el discurso inaugural de Cardona y Orfila en 1868 era “cultivar nuestra inteligencia con la adquisición de la verdad y enriquecer nuestro corazón con la práctica de la virtud”, todo un programa revolucionario que debió de pasar por alto a las autoridades de entonces, celosas  guardianas de la pureza doctrinal. Ya os podéis imaginar que el “cultivo de la inteligencia y la adquisición de la verdad” no eran para nada objetivos de aquellos regímenes clericaloides y casposos.

Si nos fijamos, la definición fundacional tiene mucho que ver con la de otra venerable institución mahonesa, la que hoy nos acoge, y en cuyas actividades quien os habla participó activamente durante más de veinte años, el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Mahón, cuyo ideario se manifestaba así: “El Ateneo es una agrupación enciclopédica de hombres doctos que, practicando la más absoluta Tolerancia, van a la Cultura por la Crítica”. Como podéis suponer, una declaración tan liberal tenía que provocar dolorosas  ampollas en diversos estamentos de la sociedad de entonces (no olvidemos que estamos hablando de a principios del siglo XX), y muy especialmente en el clero, concretamente en el Rector de la parroquia de Santa María, don Ambròs Carabó al que fue a visitar de forma conciliadora el presidente del Ateneo Antonio Victory. La conversación-o lo que sea- no fue muy productiva, y se desarrolló en unos términos más propios de sainete:

-Mire usted-le espetó el mossén al presidente del Ateneo-, yo soy enemigo del Ateneo desde antes de que ustedes lo fundasen.

-Pero, ¿por qué, si no podía aún juzgar lo que íbamos a hacer?-preguntó el señor Victory.

-Es muy sencillo-concluyó don Ambròs-, soy enemigo del Ateneo que usted preside por idéntica razón por la que soy enemigo de todos los  ateneos, de todas las universidades y de todos los institutos de España…

Si he conectado Instituto y Ateneo ha sido para resaltar que ambos, o sea el Saber, nunca ha sido muy bien visto por el Poder, al que no le interesan tanto ciudadanos informados como dóciles. Y con esto entro ya en el meollo de esta exposición, donde espero justificar su estrambótico título,  porque  es  palpable que se van laminando las Humanidades en aras del  futuro Rendimiento / Productividad de los alumnos que exige no tanto ciudadanos que plantean preguntas (no otra cosa persigue la filosofía), como actores de la rueda incesante del consumo, para lo cual necesitan menos filosofar, más habilidades prácticas y mucha tecla del “me gusta” para juntarse mucha positividad, escaso pensamiento crítico (considerado “poco positivo”) y menos espacio público, el auténtico damnificado de toda esta fanfarria.

 Y creo que vale la pena que  nos detengamos un momento para merodear por ese enjambre digital que tanto ha modificado nuestras vidas y especialmente la de nuestros jóvenes, y de cuyos aspectos educativos  nos avisaba hace ya un tiempo el profesor Jordi Llovet: ¿No se han dado cuenta nuestros pedagogos-se preguntaba el brillante docente y escritor- de que los ordenadores, igual que el resto de tecnologías que los chicos llevan en los bolsillos son los responsables de la creación de una cultura de la facilidad, le inmediatez y la diversión? Los ordenadores y todas las nuevas tecnologías de bolsillo-continúa el profesor Llovet- han sido la causa de que chicos y chicas vivan una especie de cultura-civilización amnésica y ajena a la palabra, la lectura, el diálogo, el esfuerzo, el estudio a fondo y la investigación y termina haciendo un serio llamamiento pedagógico a establecer claramente la diferencia entre “aprender” y “divertirse”.

Otro profesor, éste de Berkeley, Nicholas Carr reflexiona en dos sugerentes libros sobre los cambios que ha ocasionado internet en nuestras mentes y que él experimentó en propia carne, cuando enfrascado de lleno en el mundo  de la Red, empezó a notar que el clikeo distractivo consustancial con la red le estaba incapacitando para la reflexión pausada, el ensayo sesudo e incluso la lectura de novelas, pero su compulsiva “hambre” cibernética le impedía parar: necesitaba mirar su correo a todas horas, clikear en los vínculos, goglear,  necesitaba estar  permanentemente conectado, le pareció que estaba convirtiendo en algo parecido a una máquina de procesamiento de datos de alta velocidad, una especie de HAL humano , aquel inquietante robot de la ¿premonitoria? película “2001 Odisea del espacio” de Stanley Kubrick.

Pero hay más. Gary Small, catedrático de Psiquiatría de la UCLA se ha dedicado a estudiar los efectos psicológicos y neurológicos del uso de los medios digitales, y uno de sus hallazgos arroja luz sobre la diferencia entre la lectura de páginas web y la de libros. En síntesis, la lectura de libros activa zonas cerebrales relacionadas con el lenguaje, la memoria y el procesamiento visual y, al permitirnos filtrar las distracciones, la lectura profunda se convierte en una forma de pensamiento profundo. La mente del lector experimentado es una mente en calma, no en ebullición. Por el contrario, cuando estamos online nuestro cerebro será más ágil, más capacitado para la multitarea, pero de hecho perjudicaría nuestra capacidad para pensar profunda y creativamente, objetivos básicos de toda educación que se precie y que estaban en la mente de los fundadores tanto del Instituto como del Ateneo.

Que nadie tome a este humilde ateneísta y ex alumno del instituto por  un resabiado tecnófobo, nada de eso, me encanta internet y lo uso moderada aunque no ambulatoriamente, con excepción de las redes sociales de las que me declaro alérgico. Prefiero leer la Feria de las vanidades de Tackheray o la revista Vanity Fair que recorrer esos circos del exhibicionismo más ramplón… Pero de lo que sí quiero dejar constancia es de mi profunda preocupación por el ocaso del pensamiento, anegado en un tsunami de tuiteos, whatsapps y clickeos distractivos, y consecuentemente, del espacio público, sustituido por ese simulacro de las redes sociales que agrupan por afinidades y eliminan  toda discrepancia, por no hablar del llamado shitstorm, literalmente, tormentas excrementales que inundan reiterativamente la red… Y ahí lo dejo.

 La obsesión por el rendimiento es tan agobiante que invade incluso el que debería ser sacrosanto mundo de la primera infancia: niños con mochilas imposibles, horarios descabellados, actividades complementarias que convierten la vida de los tiernos infantes  en un maratón( y a veces sus abuelos, ya que los padres están rindiendo), cuando lo que deberían hacer a la salida del colegio es cumplimentar unos deberes razonables,  jugar y socializarse con amigos fuera del impuesto marco escolar y por supuesto con sus propios padres…

 En mi única experiencia docente, la futbolística I am sorry, donde  creé y dirigí una escuela de fútbol varios años, siempre traté de que los niños manifestaran su espontaneidad, que es sinónimo de creatividad. Hoy día se les ha privado de toda libertad: conocen al dedillo la táctica del fuera de juego, saben de dobles pivotes y del uno contra uno, tocan el balón como profesionales, con las dos piernas, ¡adiós a  aquellos zurdos prodigiosos!, se peinan como esa especie de robot que va vestido de blanco, pero no improvisan, no crean…ni se ríen entrenándose. Y también ahí intervienen los papás si no alineas a su hijo/ fenómeno todo lo que merece, o no lo pones “en su sitio”, etcétera. Da la impresión que desde que los adultos planificamos su ocio, parece como si la infancia hubiera desaparecido de la hoja de ruta vital.

 Y ahora el tótem de los tótems sin negarle su indudable importancia y el secular atraso español en su conocimiento: el inglés, que por lo visto hay que dominar desde la guardería  para que se conviertan rápidamente en productivas piezas del mecano consumista. Incluso los hay que hablan en inglés, es un decir, a sus bebés para que se familiaricen desde la cuna con el idioma de los cruzados del rendimiento productivo… No sé, creo que hay mucho de papanatismo en la actual situación para la que pediría más planes viables y contrastados y menos ocurrencias. Y un detalle práctico: ¿No se podría empezar por no doblar esas películas que los niños devoran, y por supuesto todas las demás, mientras se les explican los logaritmos en su lengua materna? Estoy seguro de que si hubiésemos visto las películas del Oeste en inglés hoy podríamos espetar perfectamente en el Saloon aquello de Here we don’t drik milk, outsider  en lugar de ofrecer relaxings cups of café con leche…

Otrosí: mientras desayuno, leo  un artículo en el que con el subterfugio  de criticar la politización de la enseñanza (asunto TIL, etcétera), se acaba afirmando que “ningún político tendría ninguna facultad para tomar ninguna decisión que afectara la educación…”  O sea, para curar una tos, utilizar la doctrina Calígula de cortar la cabeza, carpetazo a todo atisbo de educación pública, los padres deciden (los que tienen medios, claro), fin del sueño de educar a los jóvenes en valores comunes, compartibles, fin de la utopía de la escuela como niveladora social, fuente de la no menos utópica igualdad de oportunidades. Carta blanca para los padres y sus correspondientes lobbies, que junto con el “me gusta” de las redes sociales genera la perpetuación de guetos y la consecuente desintegración del espacio público, aunque eso sí, lleno de ciudadanos de alto rendimiento y productividad.

Lo que sí ya es un clamor es la necesidad de un gran pacto educativo nacional que ponga fin a los bandazos. Y esto se quiera o no han de hacerlo los políticos, y la letra pequeña ponerla los docentes. Me resulta difícilmente comprensible el encono de algunos contra la idea de una asignatura en la que todos los alumnos compartan unos valores universales, que los hay y en los que hay que converger prescindiendo de opiniones oscurantistas. El respeto al diferente, la igualdad de géneros, de oportunidades, la necesidad de respetar las leyes, sean de tráfico o relativas al pago de impuestos, la libertad religiosa,  educación sexual, educación religiosa, sí, como fenómeno cultural, no adoctrinadora… ¿De verdad es imposible llegar a un gran acuerdo en estos aspectos? Claro que para ello hay que ceder y aceptar que el otro tiene parte de razón y esto no es fácil de asumir es un país de ciudadanos (y partidos) alfa…

 Ved lo que afirma el notabilísimo filósofo coreano-alemán  Byung-Chul-Han:

“La sociedad disciplinaria que consta de hospitales psiquiátricos, cuarteles y fábricas, ya no se corresponde con la sociedad de hoy en día. En su lugar se ha establecido desde hace tiempo otra completamente diferente: una sociedad de gimnasios, torres de oficinas, bancos, aviones, grandes centros comerciales y laboratorios genéticos. La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento y sus habitantes no son sujetos de obediencia sino sujetos de rendimiento…”

Me parece crucial que entendamos esto si queremos tener una oportunidad de supervivencia. Cuidado con el Yes we can o esas jaculatorias de los nuevos chamanes que ahora se dedican al coaching, de que la naturaleza humana no tiene límites si uno se lo propone realmente, que hay que ser uno mismo, que si la autenticidad etcétera. Con el fin de aumentar la productividad, nos sigue diciendo el filósofo, se sustituye el paradigma disciplinario por el del rendimiento y finalmente, lo que provoca la depresión por agotamiento no es el imperativo de pertenecer solo a sí mismo, sino la presión por el rendimiento. Y ojo no estoy abogando por la molicie, sería una irresponsabilidad en alguien que ha sido invitado a impartir una lección de seny senecto, pero sí coincido con el filósofo en que es necesario marcar distancias con este embeleco, escapar de alguna manera de esta especie  de dopaje que es la obsesión por el rendimiento que puede acabar en un infarto del alma, como concluye Byung-Chul-Han.

No, no lo podemos todo ni debemos obsesionarnos por la autenticidad. La conciencia de los propios límites no es sinónimo de castración sino de prudencia. Las teorías que pretenden convencerte de que tú lo puedes todo si te empeñas son el caldo de cultivo ideal para angustias y frustraciones mucho más dañinas que el reconocer de vez en cuando que “esto no es para mí y a otra cosa mariposa”, lo cual no implica rendición alguna sino simplemente cambio de hoja de ruta personal.

Otro mantra peligroso de la contemporaneidad es el de la autenticidad, ¡Sé tú mismo!, nos dicen desde sus púlpitos los nuevos predicadores, ¡hagas lo que hagas, no te traiciones! Pues mirad, chicos, vais dados si les hacéis caso! Lo que hay que ser es honestos, trabajadores, compasivos, pero ¿auténticos?… Dice el siempre lúcido y brillante Oscar Wilde que ninguna amistad resiste una dosis excesiva de sinceridad y tiene toda la razón. La historia de la humanidad es, o creíamos que era, hoy día hay síntomas de regresión preocupantes, una continua huida del tam-tam de la selva, la adecuación de gustos y deseos a las normas de convivencia, su represión, civilizada, en suma porque tu libertad termina donde empieza la de los demás. ¿Qué tiene que ver esto con la autenticidad que se predica hoy día?

 El tú puedes, nos dice ahora el filósofo coreano, ejerce mayor coacción que el tú debes, ya que la coacción propia es más fatal que la ajena, ya que no es posible ninguna resistencia contra sí mismo; el régimen neoliberal esconde su estructura coactiva tras la aparente libertad del individuo y en él, quien fracasa es, además, culpable, lo que ocurre en todos los órdenes de la vida, no sólo en el laboral. En el amor, por ejemplo, que hoy día también está sometido al dictado del rendimiento ya no es un relato sino solo una emoción Pero eso nos llevaría demasiado lejos, la educación, que a ello vamos, no es, en sus orígenes, más que la represión paulatina de los impulsos socialmente dañinos, la enseñanza de que no todos tus deseos van a ser satisfechos, que debes aprender a aplazar tus recompensas, ¡qué debes hablar con propiedad!...

 Y es que hoy día  también se  está produciendo, en aras de la efectividad, una más que preocupante simplificación del idioma, el que sea, está mal visto hablar bien, utilizando un lenguaje rico en vocablos, adjetivando con precisión, y esto no es escaparnos de la selva sino volver a ella. A quienes escribimos en los periódicos, a veces nos interpelan para afearnos nuestro gusto por palabras ¡raras!, que no les suenan “auténticas” (“la gente no habla así”, nos dicen)  y no hacen más que dificultar  la comprensión.

 Ahí podríamos extendernos en el concepto de “palabra rara”, que para nuestro profesor don Juan Hernández Mora  era sinónimo de riqueza y por eso nos dio la orden de leer siempre con un lápiz en la mano para subrayar palabras desconocidas para buscarlas luego en el diccionario y mejorar así nuestro lenguaje. ¿Y es “auténtico” esto de leer con un lápiz en la mano?, ¿acaso no lo es más quitarse engorros de encima y comunicarse con siglas y abreviaturas como en los sms?  Leer y escribir con un lenguaje más allá del tam-tam “auténtico” es un aprendizaje más, y como tal requiere un esfuerzo “no productivo”, que no aumenta el rendimiento…

Amigos míos, un instituto de enseñanza media debe ser algo más que una escuela de capacitación profesional, tiene que infundir valores humanistas, el gusto por el saber inútil, que es un Saber con mayúsculas precisamente porque nos humaniza y nos aleja un poco de ese homus economicus u hombre para el rendimiento.

Hoy día se habla mucho del “Estado mínimo” porque “todo Gobierno” es ineficiente por naturaleza, y nada como “la Libertad” para generar riqueza, etcétera. Es el discurso del Partido Republicano en Norteamérica que ha hecho furor en el mundo y por supuesto también en España donde proliferan los discursos, pretendidamente liberales, a favor de la “sana iniciativa privada”, etc. Eso es verdad, pero solo en parte, porque si bien el mercado libre favorece la creación de riqueza, no es menos cierto que hay parcelas en que el “mercado libre”  no puede ser libérrimo, como la sanidad o la educación porque afectan al corazón de la dignidad humana. De la misma manera que nadie puede ser privado de la mejor asistencia sanitaria por cuestiones económicas, por la misma razón a nadie se le puede hurtar el acceso a la mejor educación.

Es por eso que en el año 1910, el claustro de profesores, las autoridades y los ciudadanos de Mahón estaban plenamente convencidos de que la mejor solución para los males económicos que aquejaban al Instituto era su incorporación plena al Estado. Y así, apenas terminados los exámenes de junio, el Ayuntamiento de la ciudad inició la campaña que llevaría al Congreso de los Diputados a aprobar la incorporación del Instituto General y Técnico de Mahón al Estado, fruto de la voluntad de la sociedad mahonesa en particular y de los menorquines en general, en un primer reconocimiento oficial de los costes de una insularidad que  siempre ha actuado como un corsé para el desarrollo de Menorca, tema que nos llevaría demasiado lejos y que no es objeto de esta charla.

Y como he ido de nuevo for the Ubeda hills, mejor volver a terreno llano para ir encarando ya el final de esta charla que espero no haya sido del todo pesadilla y os haya aportado si no alguna idea, que lo dudo, sí por lo menos alguna que otra sonrisa, con lo cual me daría por satisfecho. Pero no quiero irme sin plasmar algunos flashes de recuerdos personales, personajes, vivencias que configuran el inolvidable paisaje del Instituto  “pre”Joan Ramis que conocimos (entonces era simplemente S’Institut Nou). Así que, bajo el ullastre centenario de mi jardín dedico las postrimerías de verano a ponerle la guinda personal a este pastel que espero que no se os haya hecho demasiado indigesto.

PAISAJES Y FIGURAS

Mi primera idea de lo que podía ser el Instituto venía de mi hermano que hablaba y no paraba de don Juan Mir, “en Miroto”, el coco de los profesores, y de la Eca y la Seva esos bandos aparentemente irreconciliables que disputaban todos los años justas deportivas en la fiesta de Santo Tomás de Aquino y que acabaron proscribiendo ante el cariz que estaban tomando. ¡Ay aquellas celebraciones! que copaban nuestras vidas durante un par de días en que la ciudad era nuestra, fumábamos nuestros primeros chesterfields e intentábamos hacer manitas en Sala Augusta… 

El curso primero, nuestra primera incursión en el mundo de los al.lotots aunque aún lleváramos pantalones cortos, nuestros primeros profesores de verdad, Luis Hernández, el pintor Joan Vives, el señor Enrique, las  muy veteranas hermanas Taronjí que un día aparecieron por allí para sustituir no me acuerdo a quién y mientras una explicaba la otra vigilaba en el pasillo, el profesor Ontiveros, el siempre atildado don Antonio Pons Monjo quien solía decirme que yo era un burro con notable, el director padre Guitiérrez, don Francisco Terrés que un día llamó a mi padre para advertirle de que me interesaba mucho más el fútbol que las Matemáticas, lo cual era tan cierto como que mi padre, tan futbolero como yo, se limitó a sonreírme cuando trataba de reñirme, en fin, la capacidad pedagógica del profesor de francés Albertí, el atractivo de la profesora María Hermoso, de la que todos estábamos secretamente enamorados, el padre Petrus que nos exigía servir misa para aprobarnos en Religión (creo que solo a los chicos, por aquello de las tradiciones eclesiásticas)…

Las reválidas de cuarto y sexto, una gran oportunidad para repasar y cimentar lo aprendido en los cursos anteriores pero que nos atemorizaba por la presencia juzgadora de profesores de fuera, aquellas hojitas con las preguntas y temas, la incertidumbre de la nota, ciertamente implacable, las interminables vacaciones de verano en que nos veíamos en Sa Lliga para nadar y sobre todo donar sotas a las incautas chicas que se aventuraban en aquel muelle de madera…

El traslado al actual edificio, s’Institut Nou, la primera clase mixta,  el campo de fútbol, don Bartolomé Orfila “en Tolito” que nos hacía sencilla la Física, doña Paz Sirerol, entusiasta de la Literatura y de este Ateneo, la aventura palmesana de Preu, nuestra primera excursión libre fuera de Menorca, algunas gamberradas, mi primer suspenso, mi primer verano fallido para volver a Palma en septiembre… Pero vayamos, para terminar, con algunas menciones especiales que no quieren desmerecer a nadie sino solo resaltar los que por una u otra circunstancia han quedado grabados en mi memoria:

-Vuelvo a don Juan Hernández Mora. Don Juan, del que ya os he hablado, supo ver mis aficiones  literarias, que supo ayudarme  siempre  a cimentar y potenciar. Mi pasión lectora se la debo a él, y la escritora al alimón con don Rosendo Gisbert,  en Calderón, en su casa de Sa Costa d’en Gà   donde alternábamos el latín con unas redacciones que fueron mis primeros artículos y que aún conservo como oro en paño.

-         Félix de Pablo, el profesor de Formación del Espíritu Nacional, quien nunca en nuestra relación personal, que fue larga y amistosa, trató de adoctrinarme sino que me animó también a la lectura (un tanto sesgada, bien es verdad) y contribuyó a inculcarme el fair play deportivo, convertido hoy en el “ganar por lo civil o lo militar”, al recriminarme por una victoria 12-0 del equipo de la OJE que yo entrenaba. Fue como una epifanía: comprendí que el triunfo no es un valor absoluto y que siempre hay que respetar al adversario. También me aconsejó leer antes que escribir.

-         Juan Vayá, el profesor de Filosofía que vino de la meseta y que congenió enseguida con los lletraferits de S’Institut, hasta llevarnos a confeccionar “Tribuna Universitaria”, una revista en la que vertíamos nuestras inquietudes en los albores de la etapa universitaria.

-         Vicente Macián, el director espiritual. Al igual que Félix de Pablo, supo descontaminar en lo que podía la materia y convertirla en algo útil para andar por la vida. Nunca dejaría mi relación con él, por nuestra  convivencia de lustros en el Diario Menorca, en la Residencia Sanitaria y en este propio Ateneo.

-         Lo más parecido a un lord inglés que he visto nunca de cerca fue un profesor siempre pulcramente vestido, prudente, ceremonioso y culto, muy culto, que nos enseñaba ciencias naturales llevándonos al campo a estudiar flores, y también música acercándonos a los clásicos a través de un renqueante pick up (¡cuántas veces me he arrepentido de no haberle hecho caso, encastillado como estaba con el Dúo Dinámico y Paul Anka!)…  Espero que don José Cardona Mercadal ma haya perdonado.

-         “El Polo”. Mítico mirador sobre el puerto por el que recibíamos los embates de la tramontana antes de entrar en el Instituto de la Plaza San Francisco, embrión del actual Joan Ramis. Lo miré de reojo, amedrentado, el primer día que entré en el Instituto para examinarme de Ingreso, luego recuerdo que subí unas escaleras y entré en una gran sala donde al final había una larga mesa en la que se sentaban, amenazantes, los presuntos examinadores. Suena mi nombre y me veo andando por el pasillo remedando a Gary Cooper en “Solo ante el peligro” para quedar plantado ante el presidente del tribunal don Juan Mir quien me formuló una pregunta aparentemente incomprensible “¿Qué es el “betro?”, que de no ser por el aviso de un damnificado anterior, jamás hubiera contestado. Sin embargo me oí decir: “Es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre”, como me habían enseñado a definir el metro como unidad de medida…

-         Y este verano, bajo el ullastre de mi jardín, un viejo compañero de nuestro preu, todavía docente en la universidad me cuenta emocionado que en el último día de clase de este curso fue ovacionado por los alumnos…

Imágenes, recuerdos más estructurados, voces, este esperanzador último testimonio, mis vivencias profesionales con muchos de esos profesores quienes me confiaron sus ojos al regresar a la isla (de alguno me vengué riñéndole por no seguir los tratamientos), todo se amalgama en mi interior cuando evoco aquellos maravillosos años que modelaron, pienso que para bien, nuestras vidas. A veces trato de imaginar lo que hubiera podido ser aquel instituto con tan buenos profesores en un ambiente de libertad en el que no se cortara la historia en los albores de la revolución francesa y no se nos hubieran hurtado las modernas corrientes de pensamiento. Tampoco puedo saber si hubieran cambiado mis coordenadas vitales, tal vez sí. Pero es lo que había, no teníamos libertad de pensamiento pero sí sabíamos que si nos esforzábamos tendríamos un porvenir. Lamentablemente hoy nuestros jóvenes tienen toda la libertad de pensamiento y de costumbres, pero su futuro es incierto.

Pero cambiar las cosas ya no está en nuestras manos más allá de lo que podamos influir en nuestros nietos, tratando de que se salgan de vez en cuando del rebaño digital y sepan disfrutar de una puesta de sol o de un amanecer en el puerto de Mahón sin tener necesidad de hacerse un selfie o viajar en tren sin más compañía que un libro y el paisaje que pasa ante sus ojos, que mantengan siempre una mínima curiosidad intelectual y que nada humano les sea realmente ajeno.

Muchas gracias y Bones Festes.