Fui uno de esos “escépticos haciéndole el hara-kiri a sus ideales” (Dino Gelabert dixit) que estuve el domingo en el pabellón del Vive Menorca. Lo hice como invitado vip, y el asunto tiene su qué: esto de que te reciba el propio presidente del club, te ofrezcan unos canapés y cada cuarto te faciliten un informe estadístico sobre la marcha del partido, es como ir al psiquiatra y que te reciba una enfermera en bikini, vamos, que le predispone a uno positivamente. Y lo necesitaba, porque de camino al pabellón era un mar de contradicciones. Jamás en mi vida había deseado una derrota del Barça y ahora mi deber tribal era hacerlo. ¿Y cómo se hace esto de obligarte a ti mismo a desear algo que no sabes si deseas?, me preguntaba antes de entrar en el recinto.
Pero hete aquí que nada más sentarme resuena por los altavoces el himno nacional, es decir, “Un senyor demunt un ruc” y noto una sacudida eléctrica desde el occipital al calcañar (¿será esto el famoso patriotismo?). Paseo una temerosa mirada por los graderíos, como una cámara errática y empiezo a vislumbrar rostros conocidos, respetados, queridos. Todos cantan y yo, inadvertidamente, también. Sale el Vive Menorca repleto de rostros familiares que no sólo he visto domingo a domingo por la tele sino también por la calle. Uno de ellos se acerca y me saluda, le había atendido profesionalmente unos días antes. Empieza el partido, nos ponemos por delante. Stojic, Mario para los amigos, se dirige a nuestra zona y nos mira fijamente, diría que con ardor guerrero y, sin apenas darme cuenta, empiezo a jalear los encestes de los nuestros. El Barça ya no es más que una nebulosa, un conglomerado de rostros extraños con nombres imposibles, en pocas palabras, se ha convertidos en el Otro.
Una penetración del menorquín Chris Moss me retrotrae a la pista del La Salle de la calle del Carmen, me parece ver a Nito Salom en una de sus espectaculares entradas al aro escoltado por el poderoso Martín Mata. Si sigo desvariando puedo llegar a ver al mismísimo Hermano Juan Francisco inflamándonos los ánimos. Aterrizo de nuevo en el pabellón. Me recreo en mi propio orgullo menorquín por ese milagro que es el Vive Menorca y en la excelente y educada relación árbitros-jugadores sólo comparable a la que he visto en el fútbol británico. Dos triples de Basile siembran la inquietud, pero responde el recio guerrero Ratko Varda. No soltamos la presa. La victoria es posible. Y se consuma. Y yo aplaudo y vitoreo como el que más. Mi jugador/ amigo se me acerca de nuevo para palmear mi mano. Casi se me cae la baba. ¿Y el Barça? Pues que ya era hora que pudiera más que él al menos una vez en la vida.
Pero hete aquí que nada más sentarme resuena por los altavoces el himno nacional, es decir, “Un senyor demunt un ruc” y noto una sacudida eléctrica desde el occipital al calcañar (¿será esto el famoso patriotismo?). Paseo una temerosa mirada por los graderíos, como una cámara errática y empiezo a vislumbrar rostros conocidos, respetados, queridos. Todos cantan y yo, inadvertidamente, también. Sale el Vive Menorca repleto de rostros familiares que no sólo he visto domingo a domingo por la tele sino también por la calle. Uno de ellos se acerca y me saluda, le había atendido profesionalmente unos días antes. Empieza el partido, nos ponemos por delante. Stojic, Mario para los amigos, se dirige a nuestra zona y nos mira fijamente, diría que con ardor guerrero y, sin apenas darme cuenta, empiezo a jalear los encestes de los nuestros. El Barça ya no es más que una nebulosa, un conglomerado de rostros extraños con nombres imposibles, en pocas palabras, se ha convertidos en el Otro.
Una penetración del menorquín Chris Moss me retrotrae a la pista del La Salle de la calle del Carmen, me parece ver a Nito Salom en una de sus espectaculares entradas al aro escoltado por el poderoso Martín Mata. Si sigo desvariando puedo llegar a ver al mismísimo Hermano Juan Francisco inflamándonos los ánimos. Aterrizo de nuevo en el pabellón. Me recreo en mi propio orgullo menorquín por ese milagro que es el Vive Menorca y en la excelente y educada relación árbitros-jugadores sólo comparable a la que he visto en el fútbol británico. Dos triples de Basile siembran la inquietud, pero responde el recio guerrero Ratko Varda. No soltamos la presa. La victoria es posible. Y se consuma. Y yo aplaudo y vitoreo como el que más. Mi jugador/ amigo se me acerca de nuevo para palmear mi mano. Casi se me cae la baba. ¿Y el Barça? Pues que ya era hora que pudiera más que él al menos una vez en la vida.