Escribo estas líneas en pleno fervor olímpico. Me las ha inspirado esa fotografía publicitaria de los baloncestistas españoles en la que simulan rasgarse los ojos con los dedos para realzar su presencia en la legendaria tierra de los mandarines. Bueno, realmente, la fotografía en sí no me hubiera inspirado nada de de no ser por la grotesca reacción de los guardianes de la corrección política que han visto en la imagen una expresión ¡racista!, en este caso nada menos que los editorialistas de Los Angeles Times, tan exquisitos ellos en lo anecdótico y tan patrioteros cuando se trataba de jalear las barrabasadas de su presidente Bush en Iraq.
“¿Cómo se llaman esas personas que creen que todo el mundo les persigue?”, pregunta un personaje de Woody Allen. “Perspicaces”, contesta otro. Es una forma de verlo, la de un humorista tan fino e inteligente como el genio neoyorquino, pero cualquier lector sabe que la respuesta correcta es “paranoicas” en lugar de “perspicaces”. Y es que en algunos aspectos, el mundo, nosotros al fin y al cabo, parece haberse vuelto paranoico. Cualquier crítica, un atisbo de ironía, una broma, es tomada como un ataque a la dignidad, y, por lo que se ve, ya no hace falta remontarse a Salman Rushdie y a la extrema susceptibilidad de los guardianes de toda ortodoxia religiosa, siempre tan esperpénticos.
Y en ese camino hacia la paranoia planetaria, ¿qué me dicen de esos vocacionales de la radicalidad que un día fueron maoístas y hoy día inflaman las ondas de un radicalismo de derechas agreste y montaraz? ¿O esos antiguos militantes de grupos terroristas, hoy defensores de la sagrada unidad de España? ¿Recibieron su paranoia radical (persecutoria de heterodoxos) por vía placentaria? ¿O será que su cerebro está incapacitado para albergar la autoironía, esa saludable disposición a saber reírse de uno mismo?
No, los paranoicos contemporáneos jamás dudan, desconocen el “tal vez” y abominan de los matices. Ellos exhiben unos valores pretendidamente inmutables, aunque, si uno escarba un poquito, se encuentra con que, aunque lo disimulen, siguen el dictamen de Groucho Marx “Señora, estos son mis valores, pero si no le gustan, tengo otros”. Y así, estamos, zarandeados por unos locos peligrosos que se sienten depositarios e intérpretes de lo que realmente nos conviene y que pretenden que no podamos reírnos de casi nada. Se trata de saber detectarlos y no hacerles ni repajolero caso.
“¿Cómo se llaman esas personas que creen que todo el mundo les persigue?”, pregunta un personaje de Woody Allen. “Perspicaces”, contesta otro. Es una forma de verlo, la de un humorista tan fino e inteligente como el genio neoyorquino, pero cualquier lector sabe que la respuesta correcta es “paranoicas” en lugar de “perspicaces”. Y es que en algunos aspectos, el mundo, nosotros al fin y al cabo, parece haberse vuelto paranoico. Cualquier crítica, un atisbo de ironía, una broma, es tomada como un ataque a la dignidad, y, por lo que se ve, ya no hace falta remontarse a Salman Rushdie y a la extrema susceptibilidad de los guardianes de toda ortodoxia religiosa, siempre tan esperpénticos.
Y en ese camino hacia la paranoia planetaria, ¿qué me dicen de esos vocacionales de la radicalidad que un día fueron maoístas y hoy día inflaman las ondas de un radicalismo de derechas agreste y montaraz? ¿O esos antiguos militantes de grupos terroristas, hoy defensores de la sagrada unidad de España? ¿Recibieron su paranoia radical (persecutoria de heterodoxos) por vía placentaria? ¿O será que su cerebro está incapacitado para albergar la autoironía, esa saludable disposición a saber reírse de uno mismo?
No, los paranoicos contemporáneos jamás dudan, desconocen el “tal vez” y abominan de los matices. Ellos exhiben unos valores pretendidamente inmutables, aunque, si uno escarba un poquito, se encuentra con que, aunque lo disimulen, siguen el dictamen de Groucho Marx “Señora, estos son mis valores, pero si no le gustan, tengo otros”. Y así, estamos, zarandeados por unos locos peligrosos que se sienten depositarios e intérpretes de lo que realmente nos conviene y que pretenden que no podamos reírnos de casi nada. Se trata de saber detectarlos y no hacerles ni repajolero caso.