Conservo vagos recuerdos de la primera Eurocopa ganada por España, la del famoso gol de Marcelino. La presencié en casa de un tío que acababa de llegar de Estados Unidos con uno de los primeros televisores que se veían por aquí (el otro, el que entreveíamos entre profusas nevadas crepitaba en el local de la OJE en es Carrer Nou, mientras tomábamos uno de aquellos inefables bocadillos de berberechos que nos preparaba Pepe). Ni que decir tiene que me emocioné con aquel triunfo que, en mi mente de niño de post guerra, estaba trufado de connotaciones patrióticas, a la altura del “orgullo lasaliano” que nos infundían los Hermanos (alrededor del básket, bien es cierto).
Luego recuerdo con especial fervor el mundial del 66 en Inglaterra, visto también en el televisor del Carrer Nou ( todavía faltaban unos años para tenerlo en casa) y allí empecé a saborear el regusto de la decepción por la aportación de la Selección Española, trufada de grandes nombres: nada menos que los “italianos” Peiró, Suárez (el mejor jugador español de todos los tiempos, al menos por ahora) y Del Sol, los dos primeros en el Inter de Helenio Herrera y el tercero en la Juve, a los que había que añadir ni más ni menos que a Paco Gento, la “galerna del Cantábrico”, Amancio, etcétera. Viendo aquel fiasco empecé a relativizar los cromos de mis colecciones de estrellas…
A partir de ahí, me desligué sentimentalmente de una selección que jamás me daba una alegría mínimamente consistente, más bien con decepciones lacerantes como aquel clamoroso y legendario fallo de Cardeñosa frente a Brasil en otro Mundial. Y así hasta los albores del pasado Europeo en que se empezó a atisbar la luz al final del corredor: se empezaba a ver algo parecido a un equipo competitivo y además, con el estilo que me gusta: basado en la técnica individual y en el juego de posición, guardando en el baúl del folklore patrio la maltrecha “furia” que sólo había servido para inflamar la pluma de algún cronista con los hombros llenos de caspa.
Pero no me fiaba de la continuidad de aquel portento, pese a la soberbia victoria del pasado verano. Temí que fuera flor de un día, máxime con el cambio de entrenador. Pero ayer ante Bélgica, viendo la extraordinaria demostración de sentido de equipo, su poder de reacción, con una seguridad que se cimenta en Casillas, Puyol y Senna, la superlativa creatividad de Cesc, Xavi e Iniesta y el martillo pilón de Torres (nunca había tenido España un nueve tan completo) y Villa, viendo el espectáculo, digo, volví a emocionarme con la Selección y empecé a creer que esta vez sí es posible hacer algo grande en el próximo Mundial.
Luego recuerdo con especial fervor el mundial del 66 en Inglaterra, visto también en el televisor del Carrer Nou ( todavía faltaban unos años para tenerlo en casa) y allí empecé a saborear el regusto de la decepción por la aportación de la Selección Española, trufada de grandes nombres: nada menos que los “italianos” Peiró, Suárez (el mejor jugador español de todos los tiempos, al menos por ahora) y Del Sol, los dos primeros en el Inter de Helenio Herrera y el tercero en la Juve, a los que había que añadir ni más ni menos que a Paco Gento, la “galerna del Cantábrico”, Amancio, etcétera. Viendo aquel fiasco empecé a relativizar los cromos de mis colecciones de estrellas…
A partir de ahí, me desligué sentimentalmente de una selección que jamás me daba una alegría mínimamente consistente, más bien con decepciones lacerantes como aquel clamoroso y legendario fallo de Cardeñosa frente a Brasil en otro Mundial. Y así hasta los albores del pasado Europeo en que se empezó a atisbar la luz al final del corredor: se empezaba a ver algo parecido a un equipo competitivo y además, con el estilo que me gusta: basado en la técnica individual y en el juego de posición, guardando en el baúl del folklore patrio la maltrecha “furia” que sólo había servido para inflamar la pluma de algún cronista con los hombros llenos de caspa.
Pero no me fiaba de la continuidad de aquel portento, pese a la soberbia victoria del pasado verano. Temí que fuera flor de un día, máxime con el cambio de entrenador. Pero ayer ante Bélgica, viendo la extraordinaria demostración de sentido de equipo, su poder de reacción, con una seguridad que se cimenta en Casillas, Puyol y Senna, la superlativa creatividad de Cesc, Xavi e Iniesta y el martillo pilón de Torres (nunca había tenido España un nueve tan completo) y Villa, viendo el espectáculo, digo, volví a emocionarme con la Selección y empecé a creer que esta vez sí es posible hacer algo grande en el próximo Mundial.