Siguen cayendo certezas; el de Berlín no fue el último muro en abatirse, pese al optimismo antropológico de Fukuyama. La democracia liberal y el libre mercado han triunfado irremisiblemente, nos decía el teórico del Departamento de Estado norteamericano. Y vino la globalización con su euforia financiera, de la que participaron jóvenes líderes de la izquierda posible, como nuestro jefe de Gobierno, encantados del hábitat en el que se movían ("estamos en la champions de la economía", proclamaba hace bien poco un ufano Zapatero; "somos los mejores", acaba de decir en Nueva York, ante la perplejidad de propios y extraños), pese a contravenir sus convicciones y los más elementales principios de decencia que obligan (sobre todo a dirigentes "de izquierdas") a la contención (tanto en expresiones como en lujos suntuarios) cuando tanta gente está sufriendo los rigores de una desigualdad galopante entre grandes ejecutivos y ciudadanos de a pie, entre países occidentales y países del Tercer Mundo.
Ahora, con la caída del muro de Wall Street, son los liberal-conservadores quienes, ante el colapso financiero mundial, se abonan obscenamente a la intervención pública (privatización de las ganancias, socialización de las pérdidas, al fin y al cabo). Ante el estupor de la ciudadanía ajena a esos manejos de ingeniería económica, estupor que deviene en honda preocupación por su futuro, consciente de que cuando las altas finanzas estornudan, los ciudadanos pueden coger una pulmonía. En esas estamos, agarrados, para mayor befa y escarnio, a la "esperanza Bush", quien con su intervención en ayuda del sistema bancario de su país (¡quién nos lo iba a decir en el paraíso de la "mano invisible" del mercado!) intenta inyectar dosis masivas de tranquimazín a un mundo ansioso.
En el ámbito español, especialmente zarandeado por la crisis debido a las debilidades estructurales de su economía (excesiva dependencia del sector inmobiliario, carencias en I+D+i, déficit exterior), destacan algunas peculiaridades, como el empecinamiento de un Gobierno encantado de haberse conocido en navegar contracorriente y contra toda lógica con propuestas delirantes como las del cheque-bebé o los 400 euros o la recurrente tentación de nuestros políticos de izquierda y derecha de aventar el espantajo de la inmigración como chivo expiatorio, sin mencionar siquiera nuestro declive demográfico y su inocultable corolario: seguimos necesitando inmigrantes.
A finales del verano fueron el ministro Corbacho y el líder de la oposición Rajoy los patosos de guardia (por utilizar un indulgente eufemismo) encargados de introducir un argumento tan demagógico como distorsionante ( y peligrosamente inflamable), para calmar la creciente ansiedad de determinada franja de sus respectivos votantes, en un reflejo defensivo destinado a convertir Europa en una fortaleza inexpugnable para irregulares, ilegales, ilegalizables. Una situación bendecida por los partidos políticos dominantes que han abdicado de sus postulados humanistas para entregarse al populismo con su aberrante Directiva Europea de Retorno en unos momentos en los que si alguien va a sufrir con mayor intensidad los rigores de la crisis van a ser principalmente los inmigrantes, atrapados en una ratonera, al decir de José María Ridao (Claves, septiembre 2008), sin empleo y con dificultades para regresar a sus países de origen.
Hay también otras cuestiones preocupantes por lo que significan de merma en calidad democrática: el impresentable pasteleo de los dos principales partidos a la hora de conformar los nuevos (?) Consejo del Poder Judicial y Tribunal Supremo, la apología de la desobediencia a las leyes que promueven algunas comunidades autónomas regidas por el PP en lo que hace referencia a la asignatura de Educación para la Ciudadanía, sin olvidar el retorcimiento del lehendakari Ibarretxe, siempre dispuesto a recoger las nueces del árbol que mueve ETA.
Pero no todo son zozobras ante el nuevo curso político: el nuevo talante de la cúpula rectora del principal partido de la oposición, que parece dejar atrás la teoría y práctica del Apocalipsis permanente con la que nos flageló en la anterior legislatura, invita al optimismo a los pesimistas radicales que al no esperar nada bueno nos conformamos con pequeños avances. Por fin parece posible que en nuestro país se empiece a hablar de Política con mayúsculas, abandonando las trincheras de los prontuarios de acción de los respectivos partidos y grupos de opinión dominantes, fuera de eslóganes y frases hechas y de trasnochadas taxonomías de "fachas" y "progres" que los últimos acontecimientos acaban de tirar por tierra. ¿No son, al fin y al cabo, los fachas neocon los que claman ahora por la muy progre regulación estatal de la economía? ¿No son nuestros progres de Bruselas quienes auspician directivas de retorno con tufo facha?
Esta nueva transversalidad en campo abierto es la que nos debería permitir hablar de inmigración sin llamarnos racistas, de la memoria histórica sin tirarnos muertos a la cabeza pero honrándolos a todos (que todavía no es el caso), de aborto y muerte digna sin llamarnos "asesinos" ni "meapilas", de organización federal (¿acaso no es eso el llamado "Estado de las Autonomías"?) del Estado sin apelar a sagradas unidades o tratar de romper la baraja al menor resquicio. ¡En fin, hay tantas cosas por hablar en nuestro país de países!