A los pesimistas radicales, aquellos que al no esperar gran cosa de sus congéneres se conforman con pequeños avances, cada vez nos cuesta más resistirnos a la tentación de convertirnos en furibundos apocalípticos. Y es que por más que escrutemos con buenos ojos la realidad que nos circunda, apenas conseguimos hallar lenitivos a nuestra melancolía crónica, que viene de los tiempos en que empezamos a añorar el mantel de hilo, los mantecados de la abuela e incluso aquellos “seiscientos” en los que tantos fuimos armados caballeros del amor furtivo. Aquella inocente añoranza se ha ido convirtiendo en un estupor cósmico, tras un acelerado paso por la estación de la euforia turboconsumista.
Lo más agobiante es, sin duda esa crisis económica que nos asuela y para cuyo tratamiento se barajan remedios que ponen los pelos de punta, como esas mastodónticas inversiones públicas de los norteamericanos o esas nacionalizaciones bancarias que postula Paul Krugman… Pero es que no se trata solamente de la debacle económica y la perplejidad creciente que genera, especialmente en un país como el nuestro, en el que hasta anteayer se alardeaba de gran solvencia desde el poder, sino que cuando más necesitados estamos de dirigentes responsables y competentes, más crece la sensación de frivolidad, tanto en un Gobierno sobrepasado por los acontecimientos como en una oposición incapaz de ofrecer alternativas y enredada en un inextricable maraña de mezquindades que no hacen sino acrecentar hasta proporciones siderales el estupor ciudadano.
¿Qué pensar si no de estas historias de espías de medio pelo en estos parques temáticos del incesante Celtiberia show en que se han convertido las elites dirigentes de los partidos y de las autonomías, trufadas de cursis protocolos, coches de lujo y trajes a medida? Por mucha fe que se le eche a la teoría y praxis de la España Plural, ni el más radical de mis correligionarios del pesimismo antropológico es capaz de mitigar la carga de la actual situación, embrollada no sólo por haberse planteado con escalofriante ligereza sino por la nauseabunda retahíla de corruptelas que ha ido generando al compás de esa especulación inmobiliaria tan notoriamente dañina y por la que Europa nos acaba de dar un vergonzante tirón de orejas.
Pero eso no es todo en nuestro vía crucis. Cuando nos congratulábamos de la desautorización del Supremo a la objeción de conciencia a la Educación para la Ciudadanía, por entender que puede y debe ser un espacio de encuentro y diálogo entre jóvenes con diversas orientaciones familiares, aflora con toda su crudeza el fenómeno de la creciente violencia juvenil, con el truculento caso de la infortunada Marta del Castillo, asesinada por su novio (concepto este muy laxo, hoy día), encubierto a su vez por otros muchachos desalmados o, allende nuestras fronteras, en Alemania, donde otro adolescente irrumpe a tiros en un colegio como si fuera un saloon del Far West...
Qué nos está pasando, se pregunta el pesimista /zahorí de alivios para la desazón. ¿Psicopatías individuales? ¿Síntomas de un irreversible desvarío cósmico? Parece que todo un poco, como en botica: hay algo de conmoción por el brusco frenazo a los tiempos de la euforia individualista, cuando las expectativas de realización personal parecían no tener techo y todo era un happening, un disfrute “a tope”… ¿Avances, mejoras, ideas? En su lugar, retumban los ecos de la España profunda, con sus truculencias de linces salvajes y fetos triturados … ¡Mi reino por un alivio!
Quizá lo sea el despegue sin complejos de Barak Obama a quien no se le puede negar determinación y energía: osadas medidas anticrisis, cierre (diferido) de Guantánamo, retirada programada de Iraq, acercamiento a Irán, remoción de obstáculos a la investigación con células madre embrionarias… Pero el pesimista no puede dejar de pensar en que quizá venga pronto la reforma sanitaria con la rebaja, allí donde se estrellara en su día Hillary Clinton y donde puede naufragar el Mesías afroamericano, enfangado además en Oriente Medio por un indisoluble matrimonio con los israelíes.
En pocas palabras y mientras los optimistas de toda la vida que nos querían hacer creer que vivíamos en el mejor de los mundos posibles callan como bellacos, los pesimistas estamos más compungidos que nunca ante la escasez de motivos para la esperanza. Quizá no nos quede sino escudriñar, como el borracho que buscaba las llaves bajo la farola porque ahí por lo menos hay luz. Sólo necesitamos que alguien nos diga dónde están las farolas. ¿Será la reunión del G-20 en Londres una de ellas?
Lo más agobiante es, sin duda esa crisis económica que nos asuela y para cuyo tratamiento se barajan remedios que ponen los pelos de punta, como esas mastodónticas inversiones públicas de los norteamericanos o esas nacionalizaciones bancarias que postula Paul Krugman… Pero es que no se trata solamente de la debacle económica y la perplejidad creciente que genera, especialmente en un país como el nuestro, en el que hasta anteayer se alardeaba de gran solvencia desde el poder, sino que cuando más necesitados estamos de dirigentes responsables y competentes, más crece la sensación de frivolidad, tanto en un Gobierno sobrepasado por los acontecimientos como en una oposición incapaz de ofrecer alternativas y enredada en un inextricable maraña de mezquindades que no hacen sino acrecentar hasta proporciones siderales el estupor ciudadano.
¿Qué pensar si no de estas historias de espías de medio pelo en estos parques temáticos del incesante Celtiberia show en que se han convertido las elites dirigentes de los partidos y de las autonomías, trufadas de cursis protocolos, coches de lujo y trajes a medida? Por mucha fe que se le eche a la teoría y praxis de la España Plural, ni el más radical de mis correligionarios del pesimismo antropológico es capaz de mitigar la carga de la actual situación, embrollada no sólo por haberse planteado con escalofriante ligereza sino por la nauseabunda retahíla de corruptelas que ha ido generando al compás de esa especulación inmobiliaria tan notoriamente dañina y por la que Europa nos acaba de dar un vergonzante tirón de orejas.
Pero eso no es todo en nuestro vía crucis. Cuando nos congratulábamos de la desautorización del Supremo a la objeción de conciencia a la Educación para la Ciudadanía, por entender que puede y debe ser un espacio de encuentro y diálogo entre jóvenes con diversas orientaciones familiares, aflora con toda su crudeza el fenómeno de la creciente violencia juvenil, con el truculento caso de la infortunada Marta del Castillo, asesinada por su novio (concepto este muy laxo, hoy día), encubierto a su vez por otros muchachos desalmados o, allende nuestras fronteras, en Alemania, donde otro adolescente irrumpe a tiros en un colegio como si fuera un saloon del Far West...
Qué nos está pasando, se pregunta el pesimista /zahorí de alivios para la desazón. ¿Psicopatías individuales? ¿Síntomas de un irreversible desvarío cósmico? Parece que todo un poco, como en botica: hay algo de conmoción por el brusco frenazo a los tiempos de la euforia individualista, cuando las expectativas de realización personal parecían no tener techo y todo era un happening, un disfrute “a tope”… ¿Avances, mejoras, ideas? En su lugar, retumban los ecos de la España profunda, con sus truculencias de linces salvajes y fetos triturados … ¡Mi reino por un alivio!
Quizá lo sea el despegue sin complejos de Barak Obama a quien no se le puede negar determinación y energía: osadas medidas anticrisis, cierre (diferido) de Guantánamo, retirada programada de Iraq, acercamiento a Irán, remoción de obstáculos a la investigación con células madre embrionarias… Pero el pesimista no puede dejar de pensar en que quizá venga pronto la reforma sanitaria con la rebaja, allí donde se estrellara en su día Hillary Clinton y donde puede naufragar el Mesías afroamericano, enfangado además en Oriente Medio por un indisoluble matrimonio con los israelíes.
En pocas palabras y mientras los optimistas de toda la vida que nos querían hacer creer que vivíamos en el mejor de los mundos posibles callan como bellacos, los pesimistas estamos más compungidos que nunca ante la escasez de motivos para la esperanza. Quizá no nos quede sino escudriñar, como el borracho que buscaba las llaves bajo la farola porque ahí por lo menos hay luz. Sólo necesitamos que alguien nos diga dónde están las farolas. ¿Será la reunión del G-20 en Londres una de ellas?