Publicado en Diario Menorca el 4 de agosto 2009
Sentado en el muelle de la bahía, como Ottis Reding, hago una pausa en mi diario deambular por la madre de todos los puertos para recrearme en el reportaje que nos ofrece Babelia sobre nuestro candidato (in pectore) a Nobel, Cees Nooteboom, quien desde su casa de Sant Lluís explica sus vivencias viajeras y literarias: “Se levanta del asiento y sale al sol y a la brisa de su isla…en aquel jardín donde aún están las dos palmeras que plantó hace más de treinta años…Allí en la casa del gran nómada de entre siglos, marcada con el número 8 donde surgen, acaban y vuelven a nacer todos los caminos del mundo”
En mis tiempos de presidente ateneísta traté de llevar a Cees a la tribuna de la casa, pero quería darle el rango y solemnidad de una apertura de curso, y no pudimos congeniar agendas pese a los esfuerzos de Hans Rotters, amigo del escritor. Bien, creo que no podemos dejar pasar más tiempo al respecto: Cees merece, por la calidad de su obra, su cálida afabilidad y su querencia menorquina, un reconocimiento público a la altura de la grandeza de su figura. Y los menorquines aprovecharnos de ello: sería formidable poder escuchar de viva voz su experiencia de nómada del mundo y sedentario en Menorca.
Levanto la vista del periódico y me recreo en la contemplación del paisaje de mi infancia cuando, en verano, abría ojos y ventanas: la Isla del Rey, que este año por fin puede admirarse sin necesidad de escrutar entre los yates atracados. Y a eso iba, la nueva ordenación portuaria en la zona de Llevant despierta elogiosos comentarios entre los practicantes de mi deporte favorito de verano: pasear salmonete arriba, salmonete abajo, de Corea a Sa Colàrsega (bueno, seamos francos, mi mujer y yo nunca llegamos tan lejos, y expliquemos ya al no avisado que moll en catalán significa al mismo tiempo salmonete y muelle).
Practicamos yating, morboso deporte( por lo menos en tiempos de crisis) que consiste en observar lo bien que viven los que viven realmente bien, con los marineros (y marineras) de sus embarcaciones sirviéndoles una botella de albariño perlada de fresco rocío, mientras ellos miran sin mirar a los salmoneteros como quien ve llover parapetado tras los cristales de su imponente mansión. El mundo es así, hermanos, parecen decirnos, más vale que lo aceptéis de buen grado. Pues esta temporada, el yating se ha desplazado al nuevo muelle de S’Espigó donde proletarios isleños y del planeta Tierra caminan unidos en el jadeo, recomponiendo la imagen de los niños de Dickens apostados en el escaparate de una pastelería. En fin.
Sentado en el muelle de la bahía, como Ottis Reding, hago una pausa en mi diario deambular por la madre de todos los puertos para recrearme en el reportaje que nos ofrece Babelia sobre nuestro candidato (in pectore) a Nobel, Cees Nooteboom, quien desde su casa de Sant Lluís explica sus vivencias viajeras y literarias: “Se levanta del asiento y sale al sol y a la brisa de su isla…en aquel jardín donde aún están las dos palmeras que plantó hace más de treinta años…Allí en la casa del gran nómada de entre siglos, marcada con el número 8 donde surgen, acaban y vuelven a nacer todos los caminos del mundo”
En mis tiempos de presidente ateneísta traté de llevar a Cees a la tribuna de la casa, pero quería darle el rango y solemnidad de una apertura de curso, y no pudimos congeniar agendas pese a los esfuerzos de Hans Rotters, amigo del escritor. Bien, creo que no podemos dejar pasar más tiempo al respecto: Cees merece, por la calidad de su obra, su cálida afabilidad y su querencia menorquina, un reconocimiento público a la altura de la grandeza de su figura. Y los menorquines aprovecharnos de ello: sería formidable poder escuchar de viva voz su experiencia de nómada del mundo y sedentario en Menorca.
Levanto la vista del periódico y me recreo en la contemplación del paisaje de mi infancia cuando, en verano, abría ojos y ventanas: la Isla del Rey, que este año por fin puede admirarse sin necesidad de escrutar entre los yates atracados. Y a eso iba, la nueva ordenación portuaria en la zona de Llevant despierta elogiosos comentarios entre los practicantes de mi deporte favorito de verano: pasear salmonete arriba, salmonete abajo, de Corea a Sa Colàrsega (bueno, seamos francos, mi mujer y yo nunca llegamos tan lejos, y expliquemos ya al no avisado que moll en catalán significa al mismo tiempo salmonete y muelle).
Practicamos yating, morboso deporte( por lo menos en tiempos de crisis) que consiste en observar lo bien que viven los que viven realmente bien, con los marineros (y marineras) de sus embarcaciones sirviéndoles una botella de albariño perlada de fresco rocío, mientras ellos miran sin mirar a los salmoneteros como quien ve llover parapetado tras los cristales de su imponente mansión. El mundo es así, hermanos, parecen decirnos, más vale que lo aceptéis de buen grado. Pues esta temporada, el yating se ha desplazado al nuevo muelle de S’Espigó donde proletarios isleños y del planeta Tierra caminan unidos en el jadeo, recomponiendo la imagen de los niños de Dickens apostados en el escaparate de una pastelería. En fin.