Publicado en "Diario Menorca" el sábado 12 septiembre 2009
Si parafraseáramos a Forges en uno de sus habituales recursos humorísticos, podríamos pergeñar uno de sus ejercicios de agudeza visual tratando de evaluar las causas de la creciente pérdida de definición de la imagen de nuestras democracias precisamente en tiempos en que la cirugía de las cataratas parece haber alcanzado sus últimos objetivos estratégicos. Porque, pese a los avances, las cosas se ven cada vez más borrosas, desdibujadas, como si la cámara de Woody Allen las deconstruyera. Quizá nos ocurre lo que a nuestros antiguos, incapaces de localizar la causa de la mala visión en el cristalino, órgano-epítome de la transparencia y la “mirada limpia”, capaz mientras es joven de enfocar correctamente mediante el mecanismo de la acomodación.
¿Acaso vemos nuestras democracias con los ojos de los présbitas en que nos hemos convertido con el paso de los años?, ¿o quizás nos ocurre como a los por otra parte sabios médicos de El Andalus, que localizamos erróneamente la borrosidad en un grumo fuera del cristalino? ¿Acaso les han salido cataratas a nuestras democracias? ¿En qué consiste este “grumo” que parece adherido a ellas y que nos hace mirarlas con creciente aprensión? ¿Caeremos en el error de nuestros antiguos de limitarnos a empujar el cristalino hacia el interior del ojo en quirúrgica técnica de avestruz o, siguiendo la estela de Daviel, el primer cirujano que lo extrajo, ya en pleno siglo XVIII, o intentaremos aplicar un remedio real y efectivo?
Para ponernos en faena, primero tendríamos que diagnosticarlo correctamente y no parece fácil, al tratarse de “una humedad espesa” y por tanto difícil de discernir su estructura, mezcla de corrupción y populismo, liviandad intelectual y cinismo jesuítico, eslóganes y espectáculo. Y en el epicentro del problema aparece un grumo en vías de solidificación formado por las elites de los partidos, grupos de presión y medios de comunicación afines que, alejados galácticamente de la ciudadanía, se recrean en ejercicios de autoestima ante el espejo, férreamente instalados en sus respectivas trincheras ideológicas.
¿Cómo operar eso? Lustro arriba lustro abajo, desde la posguerra europea, las cataratas se extraían in toto, mediante la técnica llamada intracapsular con lo que, además de los riesgos inherentes al arrancamiento del cristalino opacificado, el paciente, al quedar sin su lentilla natural precisaba culos de botella para ver con un mínimo de suficiencia. Es evidente que este cruento método se acabó en España en los inicios de los años ochenta, cuando el chusco cirujano del tricornio realizó su última y fallida intervención de lo que sería la variante quirúrgica de la política sin complejos que algunos han venido postulando en los últimos lustros.
A partir de esa década, el progreso resultó imparable, se empezaron a implantar lentes intraoculares, artesanalmente y con varios puntos primero, para abocar finalmente en la facomulsificación del cristalino, método actual, ultratecnificado, sin sutura y razonablemente seguro, que se ha convertido en el procedimiento quirúrgico de mayor influencia en la calidad de vida mundial y que viene a representar el final de la historia ya que por fin se trabaja capa a capa, tras fragmentar y comer el núcleo / grumo, limpiar los restos corticales y finalmente, antes de implantar la nueva lente, puliendo antes la cápsula de esas excrecencias que le han ido surgiendo con los años, como esa impostura de que las urnas redimen las corruptelas, o las derivadas de las servidumbres partidistas, las del circo mediático, o las que tratan de inhabilitar cualquier atisbo de espacio público, esencial para que la nueva lentilla se mantenga limpia y transparente.
Algunas historias han terminado, como trataba de explicar el casi siempre mal interpretado Fukuyama, como las de la controversia ideológica sobre la mejor o menos mala forma de gobierno, la democracia liberal, ya nadie lo discute ( salvo los Castro, Chávez, Ahmadineyad y otros adláteres más o menos grotescos ), y la relativa al mejor método de gestión económica, el mercado libre, que no libérrimo como ha puesto de manifiesto la actual crisis, pero continúan otras historias: los fundamentalismos, el terrorismo internacional, el calentamiento global, las pandemias, la manera de regular eficientemente el mercado, o los “grumos” de la democracia a los que a los que hemos ido aludiendo.
Pasa lo mismo en la historia de la cirugía de la catarata: ha terminado la historia sobre el mejor método de tratarlas, ya nadie discute que los sucesivos avances no serán más que variaciones sobre el mismo tema, pero surgen “otras historias” no menos inquietantes: la banalización de la cirugía ( hemos pasado del “puede usted quedarse ciego al “esto no es nada, una pasadita por el láser”), y cierta deshumanización mientras médicos y enfermos caen postrados ante el becerro de oro de una publicidad desaforada y de tecnología a veces redundante, impuesta por las casas comerciales y el papanatismo imperante en la actual sociedad hiperconsumista, más que por las necesidades reales…
Quizá se haga necesaria una moratoria, un Tratado de No Proliferación de Armas y Señuelos Tecnológicos para no marear la perdiz y volver al humanismo perdido, como en nuestras democracias puede que se haga imperiosa una corajuda defensa del espacio público, una apertura democrática de los partidos a la sociedad, una apuesta decidida por el periodismo independiente y de calidad que impida que las cataratas democráticas evolucionen demasiado, porque cuando ello ocurre y las estructuras del cristalino se licuan en un magma mórbido, (los oftalmólogos hablamos de catarata “morgagniana”), estamos ante una fuente de complicaciones. En política europea, descartada en su ámbito la cirugía radical, el resultado sería una catarata “berlusconiana”, de muy difícil tratamiento por sus fuertes adherencias. Cuidado con ello.