Publicado en "Diario Menorca" el sábado 26 de septiembre 2009
La primera vez que oí hablar de urnas y papeletas tenía ya dieciocho años, cuando al martillo de herejes que nos gobernaba se le ocurrió convocar un referéndum sobre una eufemística “reforma política” que, entre otras cosas, se proponía colarnos de rondón una monarquía pasteurizada y liofilizada para un nuevo milenio, aunque más pronto que tarde resultó contaminada por virus y bacterias demócratas, liberales, masónicos, y relativistas, entre los más perniciosos. Mi padre, un tipo apacible y con escasa inquietud política, planteó, sin embargo, en un arrebato de dignidad la posibilidad de votar “No”, mientras mi madre, celosa guardiana de los valores de toda la vida, trataba de abortar la disolvente intentona de su marido con un encendido discurso sobre los desvelos del centinela de Occidente, trufado de sutiles amenazas domésticas.
En la segunda ocasión, pocos años después, estaba ya con la papeleta en la mano y una emoción parecida al día de mi primera comunión. Claro que, a la sazón, iba ya por los veintitrés o veinticuatro años, cuando llegó el momento de aquella primera penetración en las suculentas profundidades de una urna. Y eso que se trataba de unas elecciones a la presidencia de mi colegio profesional, vamos, como ir con velinas en lugar de hacerlo con aquella vecina de curvas sugerentes, pero en aquellos tiempos de ayuno, abstinencia y orquitis crónica, salirse por una vez del falaz onanismo era una victoria nada pírrica.
Estábamos entrando en tiempos melancólicos en los que las viejas seguridades y jerarquías se iban disolviendo mientras las cosas se iban haciendo democráticas y por tanto incoloras e insípidas, pero aún confiábamos en que la política democrática, conducida por nuestros chicos, antiguos colegas de trenka y pana, iba a salvarnos de injusticias e incertidumbres, que el país iba a funcionar, que llegaríamos por fin a la tierra prometida europea, y que podríamos exhibir las medallas ante nuestros hijos, liberados por fin de los traumas y miserias de nuestra infancia nacional-católica…
Lo que vino después es historia sabida: Felipe, cual mesías redivivo, lanzó su parábola de la caza de ratones por gatos de todos los pelajes y el apóstol Solchaga le refrendaba con aquella funcional consigna del “enriquecéos”. Los tiempos de la euforia perpetua, estaban servidos y tanto ex ucedeos como ilustres progres se pasaron con armas y bagajes a la teoría y práctica del Estado Mínimo glorificado por pentecostalistas y adventistas del séptimo día de allende los mares, para no entorpecer la alegre cabalgada del Mercado hacia el turboconsumismo. Luego vendrían el 11-S y el 11-M para despertarnos del ensueño colectivo, hasta que el estallido de la crisis económica nos introduciría súbitamente en los inquietantes tiempos del estupor cósmico.
Y así nos encontramos en esta reentrée otoñal en la que las políticas neoliberales “sin complejos” están descalificadas, convictas y confesas del descalabro económico y de haber azuzado todos los avisperos del mundo, mientras la progresía internacional no sabe ni contesta, y allá donde gobierna, como en nuestro país, no hace sino practicar el funambulismo sin red, bien con su delirante federalismo de bilateralidades múltiples, bien con una retahíla de medidas erráticas, evanescentes y con regusto peronista, para tratar de atajar la crisis, al tiempo que se adhiere, sin asomo de rubor, a las conocidas tácticas de intoxicación masiva, según las cuales no habría crisis, luego seríamos el país mejor pertrechado para capearla y ahora, mientras las democracias de nuestro entorno empiezan a avistar brotes verdes, nosotros nos encontramos ante un terreno yermo.
¿Y los otros? Ay, los otros, antaño fustigadores implacables de corruptelas ajenas y hogaño expertos en eyaculación precoz de tinta de calamar para camuflar las suyas. ¡Nos persiguen, a las trincheras, compañeros! Expertos en teorías conspirativas, patentan ahora una teoría de la persecución que causaría hilaridad si no fuera tan serio lo que nos estamos jugando, nada menos que la credibilidad de las instituciones democráticas. Pero a ellos parece irles bien así: sus bases son de una fidelidad berroqueña y les va la marcha. Pero al país no tanto, huérfano de una alternativa razonable y, por tanto, creíble, más allá de las consabidas (y demagógicas) rebajas de impuestos y de seguir atizando una y otra vez, con flagrante irresponsabilidad, los peligros del contubernio catalanista, tarea a la que suman entusiásticamente otros partidos de piñón fijo.
El corolario del actual estado de cosas, y cuando empiezan a oírse llamamientos a elecciones anticipadas, es que el higiénico dilema de “¿a quién votar?” se va convirtiendo en un aciago “¿para qué votar?”, absolutamente frustrante para quienes venimos de donde venimos y no pudimos participar en unas elecciones democráticas hasta cerca de la treintena. Pero, ¿para qué perpetuar la endogamia partidista y la actual política de trincheras?, ¿por qué tener que elegir entre la crónica inanidad político- intelectual del zapaterismo-leirepajinismo o el inveterado cinismo del rajoyismo-cospedalismo? Y esto no es lo peor, sino sólo el caldo de cultivo para lo pésimo: la emergencia de un berlusconismo a la española.
En la segunda ocasión, pocos años después, estaba ya con la papeleta en la mano y una emoción parecida al día de mi primera comunión. Claro que, a la sazón, iba ya por los veintitrés o veinticuatro años, cuando llegó el momento de aquella primera penetración en las suculentas profundidades de una urna. Y eso que se trataba de unas elecciones a la presidencia de mi colegio profesional, vamos, como ir con velinas en lugar de hacerlo con aquella vecina de curvas sugerentes, pero en aquellos tiempos de ayuno, abstinencia y orquitis crónica, salirse por una vez del falaz onanismo era una victoria nada pírrica.
Estábamos entrando en tiempos melancólicos en los que las viejas seguridades y jerarquías se iban disolviendo mientras las cosas se iban haciendo democráticas y por tanto incoloras e insípidas, pero aún confiábamos en que la política democrática, conducida por nuestros chicos, antiguos colegas de trenka y pana, iba a salvarnos de injusticias e incertidumbres, que el país iba a funcionar, que llegaríamos por fin a la tierra prometida europea, y que podríamos exhibir las medallas ante nuestros hijos, liberados por fin de los traumas y miserias de nuestra infancia nacional-católica…
Lo que vino después es historia sabida: Felipe, cual mesías redivivo, lanzó su parábola de la caza de ratones por gatos de todos los pelajes y el apóstol Solchaga le refrendaba con aquella funcional consigna del “enriquecéos”. Los tiempos de la euforia perpetua, estaban servidos y tanto ex ucedeos como ilustres progres se pasaron con armas y bagajes a la teoría y práctica del Estado Mínimo glorificado por pentecostalistas y adventistas del séptimo día de allende los mares, para no entorpecer la alegre cabalgada del Mercado hacia el turboconsumismo. Luego vendrían el 11-S y el 11-M para despertarnos del ensueño colectivo, hasta que el estallido de la crisis económica nos introduciría súbitamente en los inquietantes tiempos del estupor cósmico.
Y así nos encontramos en esta reentrée otoñal en la que las políticas neoliberales “sin complejos” están descalificadas, convictas y confesas del descalabro económico y de haber azuzado todos los avisperos del mundo, mientras la progresía internacional no sabe ni contesta, y allá donde gobierna, como en nuestro país, no hace sino practicar el funambulismo sin red, bien con su delirante federalismo de bilateralidades múltiples, bien con una retahíla de medidas erráticas, evanescentes y con regusto peronista, para tratar de atajar la crisis, al tiempo que se adhiere, sin asomo de rubor, a las conocidas tácticas de intoxicación masiva, según las cuales no habría crisis, luego seríamos el país mejor pertrechado para capearla y ahora, mientras las democracias de nuestro entorno empiezan a avistar brotes verdes, nosotros nos encontramos ante un terreno yermo.
¿Y los otros? Ay, los otros, antaño fustigadores implacables de corruptelas ajenas y hogaño expertos en eyaculación precoz de tinta de calamar para camuflar las suyas. ¡Nos persiguen, a las trincheras, compañeros! Expertos en teorías conspirativas, patentan ahora una teoría de la persecución que causaría hilaridad si no fuera tan serio lo que nos estamos jugando, nada menos que la credibilidad de las instituciones democráticas. Pero a ellos parece irles bien así: sus bases son de una fidelidad berroqueña y les va la marcha. Pero al país no tanto, huérfano de una alternativa razonable y, por tanto, creíble, más allá de las consabidas (y demagógicas) rebajas de impuestos y de seguir atizando una y otra vez, con flagrante irresponsabilidad, los peligros del contubernio catalanista, tarea a la que suman entusiásticamente otros partidos de piñón fijo.
El corolario del actual estado de cosas, y cuando empiezan a oírse llamamientos a elecciones anticipadas, es que el higiénico dilema de “¿a quién votar?” se va convirtiendo en un aciago “¿para qué votar?”, absolutamente frustrante para quienes venimos de donde venimos y no pudimos participar en unas elecciones democráticas hasta cerca de la treintena. Pero, ¿para qué perpetuar la endogamia partidista y la actual política de trincheras?, ¿por qué tener que elegir entre la crónica inanidad político- intelectual del zapaterismo-leirepajinismo o el inveterado cinismo del rajoyismo-cospedalismo? Y esto no es lo peor, sino sólo el caldo de cultivo para lo pésimo: la emergencia de un berlusconismo a la española.