Las sirenas
aúllan, el traqueteo de las obras y el intenso calor hacen crepitar el suelo,
la gente grita. Vamos hacia la Zona Cero detrás de unos japoneses con
mascarilla para paliar la polución. De repente me ataca por sorpresa mi vieja
compañera la rinitis vasomotora, es decir me pongo a estornudar violenta y
contumazmente y es como si hubiera disparado una pistola. Los japoneses se
dispersan a mi alrededor y me miran aterrorizados mientras se tapan la cara.
Por un momento me siento un peligro público
que va a ser reducido por una de esas patrullas de la policía que
aparecen en las películas, todos con gafas de sol, esposas en mano y pistola al
cinto. Afortunadamente nos dejan seguir nuestro camino, eso sí, los japoneses
esperan que nos alejemos para reanudar su marcha…
World
Trade Center, me
cuesta asumir que décadas atrás estuviéramos allí con nuestros hijos para
subir, en inocente actividad turística, a unas torres ahora sustituidas por
sendas oquedades en las que el agua de la fuente se precipita al vacío. La
alegoría es escalofriante. Estamos en el auténtico corazón de las tinieblas de
la maldad humana. Se necesita transitar por la quintaesencia del nihilismo
moral para perpetrar semejante barbaridad… Uno se queda anonadado, sin
palabras, rememorando inevitablemente aquellas dantescas imágenes de aquel
infausto 11 de septiembre que con el Holocausto judío constituye un siniestro
monumento a la infamia (a propósito: imprescindible lectura en el verano
menorquín, junto con les formigues blaves
de Ponç Pons: “Las siete cajas” de Dory Sontheimer”, un testimonio
imprescindible). Para no olvidar de lo qué es capaz el ser humano…
También es la zona del poder
financiero, Wall Street, donde
habitan facinerosos de otra calaña que no tuvieron reparos en arruinar al mundo
para satisfacer su codicia. Desde el lado del Battery Park echo la vista atrás y veo la cúpula de una pequeña iglesia, la columnata de la Bolsa y una
bandera gay: poder espiritual (no
institucional pero sí insidioso: es más
difícil un presidente ateo en EEUU que
el paso de un camello por el ojo de una aguja), poder fáctico ( los Mercados) y
poder de las minorías emergentes (capaces de colapsar durante todo un día la
ciudad de ciudades).
Pero Nueva York es imaginería
cinematográfica, los ecos de Hollywood reverberan en todos sus rincones. El viajero menorquín
no puede sustraerse a ello y enfila el puente de Brooklyn en modesto pero
sentido homenaje a uno de sus dos ídolos del cine, Woody Allen (el otro es
Charles Chaplin), al que no podemos ir
ver con su clarinete al Hotel Carlyle porque acaba de terminar su
temporada de conciertos, ¡porca miseria! Pretendo evocar la mítica escena de
“Annie Hall”, cuando el propio Woody y Diane Keaton contemplan desde la orilla
de Brooklyn el inigualable sky line
de la parte sur de Manhattan, que aunque
sin las míticas Torres Gemelas, muestra ahora con orgullo, casi terminada, la
novísima Torre de la Libertad, respuesta de la pujanza y determinación del
pueblo norteamericano frente a la barbarie.
El viaje enfila su recta final y seguimos
sin dominar el crucial asunto de las
propinas, deficiencia especialmente peligrosa al tomar un taxi. Por más que te
empeñes nunca acertarás y será difícil evitar torvas miradas de desaprobación o
directamente de desdén mientras pronuncian su inapelable cifra redonda. Otrosí, en los taxis conviene evitar sentarse al lado del conductor porque
el aire acondicionado lo convierte en un igloo,
ambiente poco adecuado para el diplomado en estornudos extemporáneos y no te va
dar conversación, a lo sumo, algún gruñido.
Terminamos viaje acudiendo, ¡cómo
no!, a Times Square para ver un musical, “Motown” en este caso, un vibrante
paseo por la música soul que se queda
en un biopic de la enorme figura de
Diana Ross y sus Supremes… A la
salida, perpleja constatación de la metáfora del Mercado en los aledaños de
Times Square: edificios convertidos en anuncio luminoso en un abigarrado
mosaico de luces y sonidos, inmensas riadas de gente hablando a solas,
conectadas a sus aparatitos, tecleando compulsivamente mientras caminan.
Publicidad omnipresente, congéneres interconectados cibernéticamente con la
vana ilusión de no estar solos, ruido… Y la furia de los marginados del sistema
que aletean en los márgenes… ¿Hasta cuándo?
Algun
dia les mosques agafaran les arañas i les ofegaran en les seves pròpies xarxes.
Cierro el libro de Ponç y bajo a
esperar a que nos vengan a recoger. Lamentablemente aún no han empezado a desfilar las chicas.
Para consolarme, mientras espero reabro el
“Rastre blau de les formigues”:
L’edat no apaga passions, només les
impossibilita…
Luego vienen los retrasos, la noche toledana en el avión, la pérdida del
enlace a Menorca, el jet lag y la
laboriosa puesta al día (sobre todo por
los periódicos atrasados)… Pero importa poco, hemos regresado y ahora viene lo
mejor, rememorar el viaje en la comodidad y seguridad del hogar, poner en orden
las notas del viaje, repasar las fotos que han hecho otros (soy también
alérgico a observar el mundo a través de una ventanuca). Y es que como diría Fernando Savater, más que
viajeros, los burguesitos somos grandes regresadores.