En el
vuelo Chicago- Nueva York y mientras sigo el sugestivo rastro azul de las hormigas de Ponç Pons, observo que estoy rodeado de clones enchufados
simultáneamente a dos y tres cachivaches electrónicos y que hablan solos. El que está a mi lado, un joven indio
que no debe de llegar a los treinta años, no levanta la vista de su ordenador
en todo el viaje (algo más de dos horas), enfrascado en unos complejísimos
estudios (las fórmulas matemáticas que atisbo de reojo me hacen revivir viejas
pesadillas estudiantiles), sin sentir en ningún momento la necesidad o mera
curiosidad antropológica por el ser humano que se sienta a su lado con una
antigualla de papel en sus manos. Pero es que tampoco muestra interés alguno por el cielo que
estamos surcando y su ventanilla permanece cerrada a cal y canto hasta que cierta
claustrofobia junto con la expectación que siento por atisbar el perfil de
Manhattan me llevan a conminarle que abra de una (maldita) vez. Me mira aturdido como quien despierta de un sueño,
abre la escotilla y por fin respiro.
Som
allò que creiem i hi ha persones que no creuen en res.
Cierro el libro de Ponç y
aterrizamos en Nueva York. Pero empecemos por el principio.
Gordos y más gordos, tan incorrectamente estéticos como lo está siendo
uno políticamente llamándoles así, sin eufemismos. Los gordos de Chicago lo son
con especial denuedo, se les puede ver ingiriendo descomunales pizzas, helados, y pasteles en cualquier lugar y
circunstancia sin el menor pudor. Están en consonancia con el argumento del
otro libro que me he traído conmigo de viaje, “Big brother”, de la no menos
descomunal escritora Lionel Schriver a quien le cae, de prolongada visita en su
casa, un hermano del que se había despedido cinco años atrás con setenta y tres
kilos y ahora usufructúa un cuerpo de ciento sesenta y cuatro. Las peripecias de
su adaptación a la vida familiar de su hermana son tan desopilantes como
desestabilizadoras para el hasta entonces feliz matrimonio (con un pequeño y
decisivo detalle eso sí: el marido de la narradora es un fanático de las dietas
macrobióticas).
Gordos
y conectados, eso sí, todos con sus andares patizambos pero con auriculares.
Sea porque están gordos porque comen demasiado o que comen demasiado porque no
les gusta cómo se ven en el espejo, lo cierto es que las calles de Chicago
están repletas de estos boteros andantes
o serpenteantes, según se mire, que están en consonancia con la magnitud de los
edificios de la ciudad, especialmente fascinantes desde el barquito en el que
paseamos entre rascacielos por el río Chicago, una excursión absolutamente
ineludible. El río, eterno e imperecedero, flanqueado por edificios imponentes,
al que observan las joyas de la arquitectura moderna, perplejas ante el ancestral discurrir de las
aguas…
Más contrastes: raperos en la calle y
una tienda de vinilos ( Jazz Record Mart,
27 Illinois St) suspendida en el etéreo espacio de aquellos años sesenta de
nueva música, hábitos renovados y revoluciones que quedarían pendientes para
otra vida en otra galaxia. Vinilos por todos los rincones, demasiado frágiles
para transportar en avión. Pido ayuda al dueño que, en su cubículo y con
indumentaria filo hippie, parece un náufrago (de otra época) en una almadía de
microsurcos. Me llevo un cedé
de Eearl Bostic, un maestro del saxo tenor, y otro con una selección de blues de Chicago y me hago cruces por la pervivencia
de negocios con tanta personalidad en un mundo de no-lugares miméticos e intercambiables.
Nos vamos esquilmados por las locas
facturas de los restaurantes en los que no conseguimos privarnos de un vino de
garrafa que nos cobran como si fuera
un gran reserva. Sólo salimos relativamente bien parados del Giordano’s tras deglutir
dificultosamente su plato nacional,
una pizza más gruesa que una coca amb oli
i sucre y rellena de un engrudo de verduras y carne rebosante de queso
fundido. Echamos mano de nuestra reserva de omeprazol,
pero nos sentimos partícipes de la vida y gastronomía del lugar rodeados de
lugareños y turistas que guardan religiosamente la cola para hacerse con una de
las preciadas mesas (y digo “religiosamente” en sentido literal: abstenerse
latinos astutos de intentar colarse, pueden perecer en el intento).
Encontramos la Abraham Lincoln Book Shop en Chicago Av West, una librería
histórica tipo museo con toda la documentación habida y por haber sobre Lincoln
y sus generales y en la que puede adquirirse una firma auténtica de don Abraham
en un memorándum, por el módico precio de 28.000 dólares. Nos atienden con
tanta amabilidad que casi nos sentamos con el anticuario que la dirige para
charlar…de fútbol, o soccer como le
llaman allí y por el que demuestra un interés desmesurado teñido de sincera
condolencia por el fracaso de España. El recurso del fútbol me va bien porque
me cuesta mucho entender el inglés americano, no sé gran cosa de Lincoln y hubiera
quedado en evidencia, como el
convencional turista de guía que soy y no el profesor español de historia que
puede haber llegado a pensar…
Y hablando de fútbol, sorprende
la pasión con que siguen el Mundial: bares con pantallas gigantes llenos hasta
la bandera de un público apasionado con su selección, que mientras estamos en
Chicago se mantiene firme en la competición.
Abrevamos en alguna barra con mirada melancólica, la eliminación de
España le ha quitado alicientes y, mientras observo las paradas de Tim Howard, todo
un héroe nacional, pienso en lo que pudo haber sido y no fue más por motivos
azarosos que de ciencia futbolística,
ay si Silva hubiera marcado el 2-0 ante Holanda en lugar de hacer un brindis a
la frivolidad… Y es que el fútbol es, entre otras cosas, un estado de ánimo y
el del culé viajero no está este año
para tirar cohetes.