Ciudad sin periódicos pese al
colosal Chicago Tribune cuyo
espléndido edificio se asoma al río Chicago. Digo ciudad sin prensa porque no consigo
encontrar prensa española pese a mis denodados esfuerzos (el mono se está haciendo más y más intenso
mientras pasan los días y a pesar de la tablet
que mi santa me prepara por las mañanas como si pusiera una inyección. A su
través me entero (y preocupo) por el devenir de las entrañables fiestas de Sant Joan que en la distancia parecen
fuera de control, convertidas en un macro botellón… Pero me falta el papel, no es lo mismo, no es
lo mismo, necesito oler los
periódicos. ¿Será cierto el presunto tópico de que a los estadounidenses no les
interesa nada de lo que pasa fuera de sus fronteras? Desde luego no les
interesan los periódicos extranjeros.
Pero uno no se puede ir de
Chicago sin degustar dos de sus platos fuertes, el Institut of Art, un
monumento que fusiona arquitectura clásica y ultramoderna en el que, además de
postrarnos ante el “Nighthawks” de Hooper, esa alegoría pictórica de la insondable soledad del ser humano, nos
encontramos con una muestra antológica del surrealista de René Magritte con su cáustico
sentido del humor. A la salida, no está
de más un garbeo por el Millenium Park,
acurrucado entre los enormes bloques de granito y el lago, donde se puede
admirar el Jay Pritzker Pavilion de Frank Ghery, un bellísimo auditorio al aire libre marca de la
casa del creador del Guggenheim Bilbao y, cómo no, la Crown Fountain de Jaume Plensa que proyecta videos mientras los
niños chapotean, así como la mayor atracción del parque, The Bean, gigantesca alubia de plata de 110 toneladas, rodeada
permanentemente por un hormiguero de admiradores.
Y no se puede soslayar tampoco un paseo por la Magnifcient Mile, en el tramo de Michigan Av que va desde el rio Chicago a Oak Street, porque es una de las calles comerciales más bellas que el turista puede recorrer, y resulta difícil sustraerse a la tentación de comprar unos vaqueros y unos zapatos, mucho más baratos que en España. También es inexcusable subir al bar coctelería de la planta 94 del John Hancock Center: la vista del lago flanqueado de rascacielos mientras degustas un mojito, es tan inolvidable como sobrecogedora. Y nada mejor para acabar el día que una cena en Gibson’s en la bulliciosa y chic Rush St., donde no hay que dejarse intimidar por los precios de la carta: los platos son enormes y con media ración de su legendario porterhouse (bistec con hueso en forma de T), es más que suficiente para salir satisfecho y no esquilmado.
Se puede completar adecuadamente día y visita a Chicago acudiendo por la noche al local que frecuentaba Al Capone, el Green Mill, auténtico salón de copas y música con cabinas de cuero y aroma mafioso que se ha mantenido sin cambio alguno a lo largo de las décadas, donde degustamos un cubata de los de antes, con aquella coca-cola (regular coca cola la llaman ellos), sin el regusto dulzón de la coke que nos mandan a nosotros. Un par de horas escuchando un dignísimo jazz coronan un día movido como casi todos en la dura vida del turista ávido de novedades.
¿Y el
legendario mal tiempo de Chicago? Pues se dice que hay que estar curtido para
sobrevivir al largo invierno de Chicago y también que este no es lugar para
pusilánimes. Lo cierto que es un lugar para explorar, porque no tiene típicos
lugares turísticos, más allá del río y Millenium
Park. Dejarse llevar por la intuición y los propios pasos es una premisa
fundamental para el visitante que, previsoramente, evita los rigores invernales
por muy acostumbrado que esté a sus
ridículas tramontanadas. Aquí, por lo
que cuentan, el viento no sopla, aúlla.
Les
dictadures torturen, les democràcies anestesien.
Me despido de Ponç y apago la luz.