Cabalgatas
aparte, Nueva York es en este caluroso junio una ciudad en obras, llena de
andamios, sucia, con bolsas de basura desparramadas por las aceras, terriblemente
ruidosa con una continua sinfonía de cláxones, sirenas de bomberos (a todas horas, en cualquier lugar, coches de
bomberos y ambulancias zumbando, como si fuera una ciudad en ignición
permanente) y gritos, intransitable por sus continuos atascos sobre un firme
manifiestamente mejorable, el indescriptible agobio de Times Square, donde
prácticamente no se pueda dar un paso, aprisionados entre caudalosas riadas de gente. Pero todo ese pandemónium no hace sino acrecentar la fascinación que siente el
viajero por la Gran Manzana, la megápolis por excelencia.
¡Y qué decir del urbanismo! Sin reglas,
sin planes, aquí se construye bajo el lema de a ver quién la tiene más grande…
Pero al mismo tiempo nos muestra el genio innovador de sus arquitectos, en especial
el precursor Frank Lloyd Wright (Gugghenheim
Museum), tan afortunado en diseños como desafortunado en amores
(imprescindible su biografia novelada, “Las mujeres” de TC Boyle, Edit.
Impedimenta), y la espectacular siembra
de edificios, desde el más antiguo Flatiron
hasta el quizá más novedoso del New Museum of Contemporary Art en el Lower East Side, de Kazuyo y Ryue, arquitectos japoneses
ganadores del codiciado Priztker. Su
espectacular estructura de cubos superpuestos y su prácticamente hermética
fachada impresionan al viajero curioso.
No se puede obviar tampoco la elegancia innata de Park Avenue, por donde
no transitan autobuses para no incomodar a los potentados que viven allí, las
elegantes boutiques de Madison Av, el
Hotel Plaza en la 5ª Avenida, donde acaba Central Park, cerca de la mítica
joyería Tyffany y la Trump Tower, menos espectacular que su
homónima de Chicago, el imprescindible
Rockefeller Center lugar ideal para un refrigerio pues el calor empieza a
apretar, y la muy cinematográfica Grand Central Terminal, el edificio beaux arts más significativo de la
ciudad y donde, ay, tampoco encontramos periódicos españoles, aunque sí a una
anciana con carrito a la que nos empeñamos en ayudar para acabar volcando su
pertenencias, lo que nos obliga a un pudoroso mutis por el foro( empiezan a
mirarnos mal). También lamentablemente, la espectacular catedral de San
Patrick, frente al Rockefeller Center
está en obras y nos priva del sugestivo contraste que ofrece con el perfil de la
espectacular Quinta Avenida.
El encanto europeo de Greenwich Village, con sus minúsculos
pero originalísimos locales donde se puede escuchar un dignísimo jazz en vivo
por el precio de una consumición, aunque si lo deseas, en alguno de ellos la
puedes completar con un magnífico carpaccio
y un vino malbec a un precio
razonable. Nuestro mejor hallazgo en el Village
fue el Art Bar y su rompedor mural de
una peculiar “última cena” con Jesús y sus apóstoles sustituidos por Jim
Morrison, Salvador Dalí, Andy Varhol, Clak Gable, un antológico James Dean en
el papel de San Juan, Marilyn Monroe, Frida Khalo, Richard Nixon, Mick Jagger,
naturalmente como Judas Iscariote. No le va a la zaga el Marie’s Crisis donde gays
de todo pelaje coquetean y cantan a coro ante un piano mientras la expedición
menorquina aparenta degustar un magnífico cóctel (los combinados neoyorquinos
son tan excelentes como deplorables sus cafés) mientras echa asombradas miradas
de reojo… Curioso también el basket
callejero en una cancha rodeada por una valla de tela metálica y conocida como The Cage, donde se pueden presenciar
gratuitamente unos espléndidos partidos; el que vemos terminar muestra un
tanteo de 107-102, casi nada.
Dice Elvira Lindo en su interesante y
alternativa guía de Nueva York “Lugares que no quiero compartir con nadie”, que
quien no se hace con un barrio en Nueva York es un desgraciado, que es una
ciudad demasiado inabarcable como para no tener un bar en la esquina en el que
te reconozcan. A pesar de no tener tiempo para entablar amistades, atravesamos
una y otra vez el Village para ir a
nuestro alucinante hotel donde uno puede ejercer tranquilamente de voyeur de tanta beldad, pero antes
pasamos invariablemente por la zona universitaria, y su epicentro de Washinghton Square, antiguo cementerio
público y zona de ejecuciones, una plaza con pedigrí político-contestatario, escenario de uno de los más
celebrados mítines de Obama en su
carrera presidencial, y de continuas actuaciones de artistas bohemios y
universitarios sin blanca. Hace pocos
años estuvo a punto de desaparecer y ser sustituida por un enjambre de
autopistas a distintos niveles (¿rotondas?), pero la resistencia civil de sus
vecinos lo impidió. Muy curioso (¿kistch?)
el Stanford White Arch, una especie de arco del triunfo en su extremo norte… El
Village fue nuestro barrio
neoyorquino y el Caffe Reggio, en el epicentro de la zona universitaria, el bar
emblemático.
Sóc
espiritualment polític i políticamente ateu (Ponç Pons).
Pero estamos ya en Chelsea, y no buscamos sus míticas
galerías de arte sino el Chelsea Market, una antigua fábrica de galletas rehabilitada y remodelada en un amplísimo
espacio comercial donde el viajero sin demasiadas manías puede gozar de una
experiencia gastronómica singular que podría titularse “agarra esa langosta y
cómetela como puedas”, porque de eso se trata. Uno guarda una pequeña cola,
llega a un pequeño mostrador atiborrado de langostas del Maine, señala un par
de ellas y al cabo de unos minutos la
tienes lista para consumir…como puedas, normalmente de pie y a trompicones,
pero tiene abundante chicha, está sabrosa y su precio es asequible. Nada mejor
para digerirla que un relajado paseo por High
Line, antigua vía férrea rehabilitada en 2009 como espacio verde y
artístico informal.