domingo, agosto 31, 2014

El ruidoso sueño americano: Nueva York, Sin reglas pero con estilo (4)


Cabalgatas aparte, Nueva York es en este caluroso junio una ciudad en obras, llena de andamios, sucia, con bolsas de basura desparramadas por las aceras, terriblemente ruidosa con una continua sinfonía de cláxones, sirenas de bomberos  (a todas horas, en cualquier lugar, coches de bomberos y ambulancias zumbando, como si fuera una ciudad en ignición permanente) y gritos, intransitable por sus continuos atascos sobre un firme manifiestamente mejorable, el indescriptible agobio de Times Square, donde prácticamente no se pueda dar un paso, aprisionados entre caudalosas riadas  de gente. Pero todo ese pandemónium no hace sino acrecentar la fascinación que siente el viajero por la Gran Manzana, la megápolis por excelencia.
 

        ¡Y qué decir del urbanismo! Sin reglas, sin planes, aquí se construye bajo el lema de a ver quién la tiene más grande… Pero al mismo tiempo nos muestra el genio innovador de sus arquitectos, en especial el precursor Frank Lloyd Wright (Gugghenheim Museum), tan afortunado en diseños como desafortunado en amores (imprescindible su biografia novelada, “Las mujeres” de TC Boyle, Edit. Impedimenta), y  la espectacular siembra de edificios, desde el más antiguo Flatiron hasta el quizá más novedoso  del New Museum of Contemporary Art en el Lower East Side,  de Kazuyo y Ryue, arquitectos japoneses ganadores del codiciado Priztker. Su espectacular estructura de cubos superpuestos y su prácticamente hermética fachada impresionan al viajero curioso.

           No se puede obviar tampoco la elegancia innata de Park Avenue, por donde no transitan autobuses para no incomodar a los potentados que viven allí, las elegantes boutiques de Madison Av, el Hotel Plaza en la 5ª Avenida, donde acaba Central Park, cerca de la mítica joyería Tyffany y la Trump Tower, menos espectacular que su homónima de Chicago, el imprescindible Rockefeller Center lugar ideal para un refrigerio pues el calor empieza a apretar, y la muy cinematográfica  Grand Central Terminal, el edificio beaux arts más significativo de la ciudad y donde, ay, tampoco encontramos periódicos españoles, aunque sí a una anciana con carrito a la que nos empeñamos en ayudar para acabar volcando su pertenencias, lo que nos obliga a un pudoroso mutis por el foro( empiezan a mirarnos mal). También lamentablemente, la espectacular catedral de San Patrick, frente al Rockefeller Center está en obras y nos priva del sugestivo contraste que ofrece con el perfil  de  la espectacular Quinta Avenida.
 

          El encanto europeo de Greenwich Village, con sus minúsculos pero originalísimos locales donde se puede escuchar un dignísimo jazz en vivo por el precio de una consumición, aunque si lo deseas, en alguno de ellos la puedes completar con un magnífico carpaccio y un vino malbec a un precio razonable. Nuestro mejor hallazgo en el Village fue el Art Bar y su rompedor mural de una peculiar “última cena” con Jesús y sus apóstoles sustituidos por Jim Morrison, Salvador Dalí, Andy Varhol, Clak Gable, un antológico James Dean en el papel de San Juan, Marilyn Monroe, Frida Khalo, Richard Nixon, Mick Jagger, naturalmente como Judas Iscariote. No le va a la zaga el Marie’s Crisis donde gays de todo pelaje coquetean y cantan a coro ante un piano mientras la expedición menorquina aparenta degustar un magnífico cóctel (los combinados neoyorquinos son tan excelentes como deplorables sus cafés) mientras echa asombradas miradas de reojo… Curioso también el basket callejero en una cancha rodeada por una valla de tela metálica y conocida como The Cage, donde se pueden presenciar gratuitamente unos espléndidos partidos; el que vemos terminar muestra un tanteo de 107-102, casi nada.
 
 

       
 
 
 
 
Dice Elvira Lindo en su interesante y alternativa guía de Nueva York “Lugares que no quiero compartir con nadie”, que quien no se hace con un barrio en Nueva York es un desgraciado, que es una ciudad demasiado inabarcable como para no tener un bar en la esquina en el que te reconozcan. A pesar de no tener tiempo para entablar amistades, atravesamos una y otra vez el Village para ir a nuestro alucinante hotel donde uno puede ejercer tranquilamente de voyeur de tanta beldad, pero antes pasamos invariablemente por la zona universitaria, y su epicentro de Washinghton Square, antiguo cementerio público y zona de ejecuciones, una plaza con pedigrí político-contestatario, escenario de uno de los más celebrados mítines  de Obama en su carrera presidencial, y de continuas actuaciones de artistas bohemios y universitarios sin blanca.  Hace pocos años estuvo a punto de desaparecer y ser sustituida por un enjambre de autopistas a distintos niveles (¿rotondas?), pero la resistencia civil de sus vecinos lo impidió. Muy curioso (¿kistch?) el Stanford White Arch, una especie de arco del triunfo en su extremo norte… El Village fue nuestro barrio neoyorquino y el Caffe Reggio, en el epicentro de la zona universitaria, el bar emblemático.

            Sóc espiritualment polític i políticamente ateu (Ponç Pons).
 

        Pero estamos ya  en Chelsea, y no buscamos sus míticas galerías de arte sino el Chelsea Market, una antigua fábrica de galletas  rehabilitada y remodelada en un amplísimo espacio comercial donde el viajero sin demasiadas manías puede gozar de una experiencia gastronómica singular que podría titularse “agarra esa langosta y cómetela como puedas”, porque de eso se trata. Uno guarda una pequeña cola, llega a un pequeño mostrador atiborrado de langostas del Maine, señala un par de ellas y  al cabo de unos minutos la tienes lista para consumir…como puedas, normalmente de pie y a trompicones, pero tiene abundante chicha, está sabrosa y su precio es asequible. Nada mejor para digerirla que un relajado paseo por High Line, antigua vía férrea rehabilitada en 2009 como espacio verde y artístico informal.