Aunque en última instancia sea la idea de Dios la que ha impedido hasta ahora que se cumpla la sentencia del Tribunal Supremo italiano que ordena la desconexión vital de la infortunada joven Eluana Englano o la razón última de la radicalidad del conflicto palestino-israelí, no es solamente la extremosidad de determinadas manifestaciones religiosas la que aconseja relativizar aquella idea sino la impostura de que buena parte de los humanos condicionen su vida a una supuesta vigilancia divina tomada no como una hipótesis sino como si fuera un hecho incontrovertible. Dice muy poco a nuestro favor hipotecar el poco libre albedrío que nos va a quedar cuando las neurociencias acaben por delimitarlo entre redes neuronales y sustancias químicas.
Y no es que la creencia en una potencia sobrenatural generadora del cosmos y por tanto de todo lo que se mueve sea nociva o intrínsecamente perversa. Bien al contrario, sus efectos ansiolíticos sobre determinadas angustias pueden ser no sólo lenitivos para el hombre tomado individualmente, sino cohesionadores e ilusionantes para grupos humanos, como se ha comprobado estos días en los fastos obámicos. Contemplar a tantos miles de personas unidas y emocionadas ante el God bless America no es un espectáculo desdeñable sino todo lo contrario. Aunque mucho mejor sonó la música del discurso presidencial cuando entonó su reconocimiento a todo tipo de manifestación religiosa, incluyendo musulmanes y no creyentes. Quizá en esta diversidad de credos, en su pacífica convivencia entre ellos y los agnósticos y / o ateos (las diferencias me parecen un tanto bizantinas: ¿qué saben los ateos que no sepamos los agnósticos?), esté una de las claves que debería marcar el nuevo siglo, para sentar las bases de unas relaciones menos enconadas entre las diferentes sensibilidades ante lo inexorable.
En este contexto, el lema elegido para la campaña atea iniciada en los autobuses londinenses (“Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”), impensable por otra parte en un país de religión musulmana, es ingenioso y cuando menos ha tenido la virtud de abrir (no encender, espero) un debate necesario tras siglos de intangibilidad de la idea de Dios y sus consecuencias (no todas buenas) sobre la convivencia de sus presuntas criaturas, pero adolece de una retranca innecesaria ya que sabemos que la mayoría de creyentes se lo pasan tan bien, o mejor si cabe, que muchos ateos recalcitrantes, al fin y al cabo, saben que, al final del trayecto, además de las gratificaciones terrenales que hayan obtenido, tendrán acceso a la dicha eterna.
Lo sustancial del debate es llegar a comprender y aceptar la contingencia de nuestras posiciones, que Dios puede ser un formidable argumento para la armonía mundial, pero también todo lo contrario, y que, aunque a los no creyentes nos pueda parecer que la fe en Dios debería ser un asunto privado subordinado siempre a las leyes democráticas, debemos aceptar que tal privacidad no tiene por qué ser clandestina, como nos exhortó Jürgen Habermas en su polémica con Paolo Flores d’Arcais (“Las comunidades religiosas pueden afirmarse en la vida política de las sociedades seculares como comunidades de interpretación”), pero los creyentes deberían renunciar a toda pretensión de superioridad moral y reducir sus convicciones a una referencia importante pero no decisiva en la vida comunitaria.
Aunque visto como las gastan los fundamentalistas de toda laya (y los deístas tienden a serlo, como los amantes del terruño suelen convertirse en peligrosos patriotas), uno preferiría acogerse al dictamen de Umberto Eco, cuando en su inolvidable diálogo con el obispo Martini (“¿En qué creen los que no creen?” Temas de Hoy 1996) propone limitarse al reconocimiento de los demás, a la necesidad de respetar en ellos esas exigencias que consideramos irrenunciables para nosotros. Esto también lo predicó Cristo, así que más a mi favor: aunque acabe existiendo Dios, hagamos como si no, o por lo menos, disimulemos un poco. Así quizá lleguemos a asistir un día al prodigio de la última transición pendiente, la de la transmisión urbi et orbe de la jura / promesa del primer presidente norteamericano recién salido del armario de la Gran Duda.
Y no es que la creencia en una potencia sobrenatural generadora del cosmos y por tanto de todo lo que se mueve sea nociva o intrínsecamente perversa. Bien al contrario, sus efectos ansiolíticos sobre determinadas angustias pueden ser no sólo lenitivos para el hombre tomado individualmente, sino cohesionadores e ilusionantes para grupos humanos, como se ha comprobado estos días en los fastos obámicos. Contemplar a tantos miles de personas unidas y emocionadas ante el God bless America no es un espectáculo desdeñable sino todo lo contrario. Aunque mucho mejor sonó la música del discurso presidencial cuando entonó su reconocimiento a todo tipo de manifestación religiosa, incluyendo musulmanes y no creyentes. Quizá en esta diversidad de credos, en su pacífica convivencia entre ellos y los agnósticos y / o ateos (las diferencias me parecen un tanto bizantinas: ¿qué saben los ateos que no sepamos los agnósticos?), esté una de las claves que debería marcar el nuevo siglo, para sentar las bases de unas relaciones menos enconadas entre las diferentes sensibilidades ante lo inexorable.
En este contexto, el lema elegido para la campaña atea iniciada en los autobuses londinenses (“Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”), impensable por otra parte en un país de religión musulmana, es ingenioso y cuando menos ha tenido la virtud de abrir (no encender, espero) un debate necesario tras siglos de intangibilidad de la idea de Dios y sus consecuencias (no todas buenas) sobre la convivencia de sus presuntas criaturas, pero adolece de una retranca innecesaria ya que sabemos que la mayoría de creyentes se lo pasan tan bien, o mejor si cabe, que muchos ateos recalcitrantes, al fin y al cabo, saben que, al final del trayecto, además de las gratificaciones terrenales que hayan obtenido, tendrán acceso a la dicha eterna.
Lo sustancial del debate es llegar a comprender y aceptar la contingencia de nuestras posiciones, que Dios puede ser un formidable argumento para la armonía mundial, pero también todo lo contrario, y que, aunque a los no creyentes nos pueda parecer que la fe en Dios debería ser un asunto privado subordinado siempre a las leyes democráticas, debemos aceptar que tal privacidad no tiene por qué ser clandestina, como nos exhortó Jürgen Habermas en su polémica con Paolo Flores d’Arcais (“Las comunidades religiosas pueden afirmarse en la vida política de las sociedades seculares como comunidades de interpretación”), pero los creyentes deberían renunciar a toda pretensión de superioridad moral y reducir sus convicciones a una referencia importante pero no decisiva en la vida comunitaria.
Aunque visto como las gastan los fundamentalistas de toda laya (y los deístas tienden a serlo, como los amantes del terruño suelen convertirse en peligrosos patriotas), uno preferiría acogerse al dictamen de Umberto Eco, cuando en su inolvidable diálogo con el obispo Martini (“¿En qué creen los que no creen?” Temas de Hoy 1996) propone limitarse al reconocimiento de los demás, a la necesidad de respetar en ellos esas exigencias que consideramos irrenunciables para nosotros. Esto también lo predicó Cristo, así que más a mi favor: aunque acabe existiendo Dios, hagamos como si no, o por lo menos, disimulemos un poco. Así quizá lleguemos a asistir un día al prodigio de la última transición pendiente, la de la transmisión urbi et orbe de la jura / promesa del primer presidente norteamericano recién salido del armario de la Gran Duda.