domingo, junio 28, 2009

Los "polacos" y su corazoncito

Publicado en "Diario Menorca" el sábado 27 junio
Una vez, en un restaurante de una ciudad española de cuyo nombre me acuerdo perfectamente pero me reservo, estaba charlando con mi hijo de nuestras cosas, cuando empecé a observar algunas gesticulaciones hostiles hacia nosotros en una mesa vecina. Presté atención: “Esos polacos qué se creen”, decía una de las dos mujeres que nos interpelaban. “Están en España, al fin y al cabo, no tienen por qué dar la nota”, corroboraba la otra. La cosa fue subiendo de tono hasta que, a pesar de mi natural apacible, les lancé un bufido disuasorio (“Tú a lo tuyo” creo que le dije a la que estaba perorando), lo que provocó cierto revuelo en el local, que no llegó a mayores pero nos agrió la comida. Podría haber sido peor: si hubiera estado hablando catalán con mi padre, unos pocos lustros atrás, hubiésemos acabado en comisaría con la etiqueta de subversivos, separatistas o algo peor. El asunto, es que recuerdo esta anécdota cada vez que oigo hablar de lenguas comunes, propias, oficiales, imposiciones, derechos de hablantes, de territorios, y las trifulcas consiguientes.
Y conviene hacer aquí un inciso: no comulgo en absoluto con esas, para mí estrambóticas, teorías lingüísticas empeñadas en crear sublenguas, es decir, la mía, según ellas, sería “el menorquín”, “mallorquín” en Mallorca, ibicenco en Ibiza and so on. Éste es el primer equívoco que conviene deshacer, porque sin unidad lingüística es imposible que una lengua sirva como instrumento cultural y por tanto quedaría relegada a un zoo académico. ¿Qué pensarían los castellano-hablantes si empezaran a escuchar apelaciones al “andaluz”, el murciano” el “leonés” o a la “lengua manchega”? O si se les instara a escribir en las “diferentes modalidades” de castellano. No entremos en el porqué surgen esas aberraciones, nos llevaría demasiado lejos y no es el objeto de estas reflexiones. Vayamos con el tema estrella: lenguas y territorios.
Es tan evidente que las lenguas son de los hablantes y no de los territorios como que no tiene por qué haber territorios con unos supuestos derechos y otros no. Por ejemplo, Cataluña (y su ámbito lingüístico) y España. Se reclaman para ésta última unos derechos indiscutibles en todo su territorio y esto entra en conflicto donde se habla catalán (y en otros, evidentemente). Así, los castellano hablantes tendrían derecho a ser educados en su lengua materna en todo el territorio llamado España pero a los ciudadanos de habla catalana se les discute (y vitupera acerbamente) su voluntad de educar vehicularmente en catalán en su zona de influencia lingüística. Sí, ya sabemos que Cataluña es España, y por tanto… Pero: ¿Por qué España no acaba de hacer suyas las otras lenguas españolas como nosotros hacemos nuestro el castellano, tanto que muchos lo convertimos en nuestra principal lengua de expresión pese a que hablamos otra?
Creo que ahí está el busilis de un asunto que quizá no pueda entender un alemán o italiano, ciudadanos de naciones surgidas de la diversidad no hace tanto, pero unidas fundamentalmente por una lengua asumida como común porque lo es. El caso español es manifiestamente diferente y a buena parte de su ciudadanía le cuesta asumir lo obvio: que en algunos de sus territorios hablan distinto y sienten de forma diferente sin que ello sea incompatible con una idea conjunta de España. Dicho de otra manera: los que hablamos y sentimos en catalán, somos España pero desde ese pequeño detalle, que tiene poco de nacionalista y mucho de sentimental (aunque los nacionalismos apelen al sentimiento, no todos los sentimentales somos nacionalistas).
A partir de aquí, las distorsiones: las de quienes con mayor o menor buena fe resaltan el derecho mayor a recibir educación en castellano en toda España, y las del talibanismo periférico que intenta torpedear el cumplimiento del mandato constitucional de tratar adecuadamente el idioma común en las comunidades bilingües. ¿Y cuál es ese trato adecuado en la intención del legislador? En educación, la garantía de que los alumnos salgan del período escolar dominando ambas lenguas, y en la vida pública, la de no ser discriminados (los documentos públicos deberían ser bilingües y no son aceptables las valoraciones abusivas del conocimiento del catalán en concursos públicos) y mucho menos multados por preferir el castellano. También me parecería más juiciosa la doble rotulación ( Maó / Mahón como Gasteiz / Vitoria o Donosti / San Sebastián).
En cuanto a la enseñanza, de la misma manera que es pedagógicamente contraproducente la segregación de escolares por cuestiones religiosas, también parece inconveniente por motivos de origen social o lingüístico. Es un tema discutible, pero no descabellado ni mucho menos persecutorio ¡o nazi!, siempre que se garantice la plena solvencia en ambos idiomas (interesante al respecto la civilizada correspondencia pública entre Josep Mir y Carlos Salgado), sin escatimar horas lectivas en castellano (es absurda y contraproducente la postura de la Generalitat al respecto) y con exquisita sensibilidad (apoyo sin subterfugios ni cicaterías) hacia quienes acaban de llegar de otra comunidad lingüística.
Si ahora volviera a toparme con aquellas señoras del restaurante no las mandaría a paseo de mala manera (como hice) sino que, poseído por un talante ecuménico, trataría de explicarles con voz meliflua que los habitantes de ciertos territorios que también son España no hablamos diferente por fastidiar (per emprenyar, diríamos nosotros), sino por la misma razón por la que ella se expresa en castellano: porque es nuestra lengua y queremos preservarla, tenemos nuestro corazoncito. De hecho estoy orgulloso de que mis hijos, al contrario que su padre, se expresen correctamente en los dos idiomas. Creo que son infinitamente más ricos de lo que jamás pudimos soñar los de mi generación.