Bueno, pues llegó la dichosa sentencia, un eslabón del continuo tejer-destejer que, cual tela de Penélope, es la relación de Cataluña con España, una historia de amor-odio como las que se dan en las mejores familias. Ni contigo ni sin ti y podríamos continuar con refranes y metáforas.
Desde la esquina menorquina, tierra que fue inglesa y francesa durante casi un siglo no hace tanto, se observa la interminable contienda con cierta distancia y no sin perplejidad.
Si uno pregunta a un inglés por una hipotética escisión escocesa ( escrupulosamente democrática, por supuesto), no levantará una ceja. Idem de idem si se le pregunta a un canadiense por la separación de Quebec ( su Tribunal Constitucional ha dictaminado unas normas modélicas que crean jurisprudencia en estos casos). Pero si se plantea el tema en la vieja piel de toro llueven chuzos de punta, Madrid y aledaños se rasga las vestiduras, oscilando entre la fobia anticatalana y las invocaciones a una "indisoluble unidad" que les obliga a seguir conviviendo con esos réprobos que persiguen cual nazis redivivos a los castellano parlantes y pretenden tener más derechos que los demás...
La verdad es que el Estatut lleva ya años aplicándose y no hay noticias de que España se haya roto, ni de que los ciudadanos catalanes tengan más derechos que los extremeños o que nos esquilmen a los demás. Pero en Madrit siguen invocando a todos los dioses en aras de preservar una "indisoluble unidad" y que "nacionalidad sí pero nación ni hablar", que desde esta esquina mediterránea y en pleno siglo XXI causa cierta hilaridad. Como si la palabrería pudiera conjurar cualquier futura pretensión soberanista de esos odiosos pero "indisolublemente unidos" vecinos que se empeñan en hablar raro con lo universal y práctico que es el castellano.
A mí me gusta España tal como está pero el futuro no está escrito por muchas sentencias que se promulguen. Y es que la democracia no viene de los dioses sino de los hombres, sempiternamente veleidosos.