Publicado en "Diario Menorca" el sábado 14 de abril 2007
Entiendo el derecho a la información como una extensión del de la educación. La ignorancia (así como la miseria, pero ésta es otra historia) no permite ejercer correctamente la ciudadanía democrática y, lamentablemente, hoy vivimos en una sociedad que, de alguna manera, prestigia la ignorancia y el cierre de filas en torno a unas ideas simples e inamovibles, compartidas por la correspondiente tribu. “Es inútil que discutamos, no me vas a convencer” claman, ufanos, los inasequibles al desaliento que alardean de “seguir pensando lo mismo de siempre”, sin que sea posible intentar siquiera hacerles comprender que sin un continuo “cambio de opinión”, la humanidad aún estaría en las cavernas.
Esta actitud, junto a la confusión que genera la sobredosis informativa de los modernos medios de comunicación, en la que se mezcla espectáculo, entretenimiento, opinión e información en un magma indigestible que difumina el devaluado concepto de verdad en la nebulosa de la charlatanería, genera una de las peores epidemias de la sociedad posmoderna, el sectarismo que todo lo infecta y que, convenientemente atizado por los predicadores de turno, acaba dificultando la propia convivencia en un marco de ciudadanía compartida que, al fin y al cabo es el ideal ilustrado que define a las sociedades occidentales.
Educación e información son los dos pilares indispensables para conformar una opinión personal fundada, para ejercer la ciudadanía, una escuela sin guetos raciales o religiosos, sin dogmas excluyentes, que ofrezca una brújula para orientarse después en el mar de sargazos mediáticos. Si nuestro horario escolar, diseñado para formar súbditos, empezaba con el izado de bandera y el canto del “Cara al sol”, el de unos futuros ciudadanos debería empezar por una lectura, debidamente orientada por los profesores, de los diversos periódicos, acostumbrarse a observar una información desde los más variados puntos de vista, analizar su verosimilitud (hay que insistir en ello, hoy día la falsedad forma parte del medio ambiente), aprender a distinguir información de opinión, a escuchar opiniones que choquen con el corsé que se trae uno de casa, persuadirse que lo respetable son las personas y no las opiniones, siempre discutibles, y de que cambiar de opinión de vez en cuando no es perjudicial para la salud.
Me preocupa enormemente la guerra de trincheras en que se ha convertido la vida política en nuestro país. Acostumbrado desde hace veinticinco años a las tertulias, ateneístas y sabatinas, me desazona que cada vez resulte más difícil dialogar hoy día de ciudadano a ciudadano sin que se encorajine el adversario que no enemigo, creyente en la doctrina del “conmigo o contra mí”. Y hay ejemplos clarísimos de lo que digo, como el caso del insobornable filósofo Fernando Savater, admirado compañero de avatares ateneístas y culinarios quien, por defender una postura crítica con la línea gubernamental en lo relativo a la lucha antiterrorista ha sido tildado poco menos que de facha (otra cosa es estar o no de acuerdo con su argumentación). Daría risa si no fuera patético, y cruel para quien pisó las cárceles de Franco y sigue estando en el punto de mira de los comandos etarras.
Pero no es el único, claro está, en esta epidemia de sectarismo que nos asuela. El diputado valenciano por el PP Joaquín Calomarde ha sido expulsado a las tinieblas exteriores de su partido por criticar la línea oficial en determinadas cuestiones y argumentar públicamente (en el diario del enemigo, ¡oh cielos!) a favor de una derecha menos asilvestrada que se baje de una vez de la cumbre borrascosa del 11-M. Y tampoco nos faltan ejemplos domésticos: los socialistas menorquines han saltado como un solo hombre (o mujer, sorry) para intentar camuflar una sentencia judicial inapelable bajo el vergonzante manto de la campaña persecutoria. ¿Qué hacer?, me preguntaba el otro día con fatalismo una ilustrada y alicaída amiga. No hay recetas sencillas, pero una educación para la ciudadanía democrática en las escuelas, la exigencia de veracidad informativa a los medios y un control de calidad a sus opinantes (y en algunos casos, de alcoholemia), no serían malas iniciativas.
Esta actitud, junto a la confusión que genera la sobredosis informativa de los modernos medios de comunicación, en la que se mezcla espectáculo, entretenimiento, opinión e información en un magma indigestible que difumina el devaluado concepto de verdad en la nebulosa de la charlatanería, genera una de las peores epidemias de la sociedad posmoderna, el sectarismo que todo lo infecta y que, convenientemente atizado por los predicadores de turno, acaba dificultando la propia convivencia en un marco de ciudadanía compartida que, al fin y al cabo es el ideal ilustrado que define a las sociedades occidentales.
Educación e información son los dos pilares indispensables para conformar una opinión personal fundada, para ejercer la ciudadanía, una escuela sin guetos raciales o religiosos, sin dogmas excluyentes, que ofrezca una brújula para orientarse después en el mar de sargazos mediáticos. Si nuestro horario escolar, diseñado para formar súbditos, empezaba con el izado de bandera y el canto del “Cara al sol”, el de unos futuros ciudadanos debería empezar por una lectura, debidamente orientada por los profesores, de los diversos periódicos, acostumbrarse a observar una información desde los más variados puntos de vista, analizar su verosimilitud (hay que insistir en ello, hoy día la falsedad forma parte del medio ambiente), aprender a distinguir información de opinión, a escuchar opiniones que choquen con el corsé que se trae uno de casa, persuadirse que lo respetable son las personas y no las opiniones, siempre discutibles, y de que cambiar de opinión de vez en cuando no es perjudicial para la salud.
Me preocupa enormemente la guerra de trincheras en que se ha convertido la vida política en nuestro país. Acostumbrado desde hace veinticinco años a las tertulias, ateneístas y sabatinas, me desazona que cada vez resulte más difícil dialogar hoy día de ciudadano a ciudadano sin que se encorajine el adversario que no enemigo, creyente en la doctrina del “conmigo o contra mí”. Y hay ejemplos clarísimos de lo que digo, como el caso del insobornable filósofo Fernando Savater, admirado compañero de avatares ateneístas y culinarios quien, por defender una postura crítica con la línea gubernamental en lo relativo a la lucha antiterrorista ha sido tildado poco menos que de facha (otra cosa es estar o no de acuerdo con su argumentación). Daría risa si no fuera patético, y cruel para quien pisó las cárceles de Franco y sigue estando en el punto de mira de los comandos etarras.
Pero no es el único, claro está, en esta epidemia de sectarismo que nos asuela. El diputado valenciano por el PP Joaquín Calomarde ha sido expulsado a las tinieblas exteriores de su partido por criticar la línea oficial en determinadas cuestiones y argumentar públicamente (en el diario del enemigo, ¡oh cielos!) a favor de una derecha menos asilvestrada que se baje de una vez de la cumbre borrascosa del 11-M. Y tampoco nos faltan ejemplos domésticos: los socialistas menorquines han saltado como un solo hombre (o mujer, sorry) para intentar camuflar una sentencia judicial inapelable bajo el vergonzante manto de la campaña persecutoria. ¿Qué hacer?, me preguntaba el otro día con fatalismo una ilustrada y alicaída amiga. No hay recetas sencillas, pero una educación para la ciudadanía democrática en las escuelas, la exigencia de veracidad informativa a los medios y un control de calidad a sus opinantes (y en algunos casos, de alcoholemia), no serían malas iniciativas.