Aunque alguna ironía sobre la "entrañabilidad" de estas fiestas me ha costado una cierta fama de iconoclasta navideño, lo cierto es que me gustan como al que más, y por el mismo motivo: a todos los que hemos gozado de unos mínimos confortables nos gusta volver a los pasajes más felices de la infancia, cuando la vida se nos ofrecía como un paisaje inabarcable y nos sentíamos inmunes al dolor o a la desgracia bajo el manto del hogar.
Es esa referencia infantil y familiar la que evocamos con especial intensidad estos días ( con especial incidencia de los recuerdos gustativos, el llamado "efecto magdalena" de Proust), más allá de quienes le añadan un significado religioso, cada vez más difuminado, salvo que consideremos "religioso" el deseo de mantener lazos en una época de uniones lábiles y cambiantes en que las familias se desestructuran por la propia lógica de los tiempos: primero fueron células políticas, luego económicas, siempre patriarcales, pero actualmente son sólo afectivas, y ya se sabe lo que ocurre con las pasiones...
No está mal no, aparcar desacuerdos y atemperar viejas discusiones una vez al año. Bajar los decibelios, escuchar, por ejemplo, como ahora mismo, el saxo de Charlie Parker, llamar a los viejos y lejanos amigos, tratar de comprender mejor a los que no opinan igual, confraternizar con los compañeros...Eso sí, pero si me permiten, sin más villancicos que los estrictamente imprescindibles, sin macrocotillones, con vino de oporto o amoscatelado al final de la comida en lugar de espumosos y sin más regalos que los de Reyes.
Molts anys a tothom.