Cuando en un viaje a Italia fui testigo de la eclosión de los teléfonos móviles (aquí sólo se veían por entonces en manos de algunos ejecutivos), un calambre me atravesó desde el occipital al calcañar, “¿Qué c. hace la gente hablando por teléfono por la calle?” No supe por qué, pero en aquel acto, hoy tan generalizadamente banal, intuía un cambio profundo de usos y costumbres que me llenaba de inquietud. Tardaría muchos años en consentir y creo que mi mujer tuvo que amenazarme con un cuchillo de cocina para que finalmente accediera a llevar un telefonino conmigo.
Fue, digo, una especie de premonición que luego se transformaría en prevención, una reserva que he ido manteniendo contra esos artilugios, a los que no niego utilidad en determinados momentos (“Grábame el partido del Barça, que llego tarde”), pero a los que considero intrusos de la intimidad. Porque no es ya el hecho de estar localizable, que no deja de ser molesto si no estás de guardia en esto o aquello, sino el que lleva implícito de estar disponible, que no es exactamente lo mismo, sino una perspectiva realmente inquietante ( ¡estar siempre a punto para cualquier interferencia en tu errático deambular!). Francamente a mí no me sienta bien que me interrumpan mientras estoy en plena fase de contemplación gozosa de un paisaje o una señora estupenda o simplemente las musarañas.
Pero es que las cosas han ido a peor con estos móviles o portátiles provistos de cámara que pueden inmortalizar tu imagen en cualquier momento y lugar, discutiendo con tu esposa, o peor con una que no sea tu esposa, nadando en pelotas en Binisafuller o, si eres político, como Sarkosy, mandando a paseo a un ciudadano faltón. Esta nueva plaga de cibervoyeurs es una turbadora amenaza para los amantes de la discreción / intimidad/ libertad, o simplemente alérgicos a esa disponibilidad que no estamos dispuestos a vender por un plato de lentejas, aunque la mayoría de nuestros congéneres se muestren encantados con ello y anden por ahí enarbolando los dichosos telefonitos a la caza de cualquier imagen gloriosa que les lleve a la fama o la riqueza a través de una exclusiva. En fin.
Me niego una y tres veces, como mi patrón San Pedro, a que me recluyan en este Guantánamo global de disponibilidades y me pido una moratoria para la no proliferación de estas armas tecnológico-cotillas de destrucción masiva de la intimidad. He dicho.
Fue, digo, una especie de premonición que luego se transformaría en prevención, una reserva que he ido manteniendo contra esos artilugios, a los que no niego utilidad en determinados momentos (“Grábame el partido del Barça, que llego tarde”), pero a los que considero intrusos de la intimidad. Porque no es ya el hecho de estar localizable, que no deja de ser molesto si no estás de guardia en esto o aquello, sino el que lleva implícito de estar disponible, que no es exactamente lo mismo, sino una perspectiva realmente inquietante ( ¡estar siempre a punto para cualquier interferencia en tu errático deambular!). Francamente a mí no me sienta bien que me interrumpan mientras estoy en plena fase de contemplación gozosa de un paisaje o una señora estupenda o simplemente las musarañas.
Pero es que las cosas han ido a peor con estos móviles o portátiles provistos de cámara que pueden inmortalizar tu imagen en cualquier momento y lugar, discutiendo con tu esposa, o peor con una que no sea tu esposa, nadando en pelotas en Binisafuller o, si eres político, como Sarkosy, mandando a paseo a un ciudadano faltón. Esta nueva plaga de cibervoyeurs es una turbadora amenaza para los amantes de la discreción / intimidad/ libertad, o simplemente alérgicos a esa disponibilidad que no estamos dispuestos a vender por un plato de lentejas, aunque la mayoría de nuestros congéneres se muestren encantados con ello y anden por ahí enarbolando los dichosos telefonitos a la caza de cualquier imagen gloriosa que les lleve a la fama o la riqueza a través de una exclusiva. En fin.
Me niego una y tres veces, como mi patrón San Pedro, a que me recluyan en este Guantánamo global de disponibilidades y me pido una moratoria para la no proliferación de estas armas tecnológico-cotillas de destrucción masiva de la intimidad. He dicho.