El pasado sábado, sentado plácidamente en las inmediaciones del mercadillo londinense de Portobello, recibí un eseemeese de un amigo madrileño en el que me pedía desesperadamente que le buscara piso en Londres ya que no podía soportar más el clima político de la capital española. No me extrañó demasiado el mensaje (al que contesté de viva voz porque me niego a escribir letra por letra) porque en aquel momento estaba hojeando prensa española, ejerciendo uno de los inmarcesibles placeres de la lejanía, leer periódicos como si la cosa no fuera contigo, y no era ajeno al trajín porno-político de mi país.
Bajo el tibio sol londinense me vino a la cabeza mi primera visita al Reino Unido, allá a mediados de la década de los setenta, en plenos estertores del anterior Jefe del Estado, la humillante experiencia de tener que pasar, en el aeropuerto bajo el rótulo de “Otros países” mientras veía a mis envidiados ciudadanos europeos atravesar, altaneros, la puerta de los “Ciudadanos de la Comunidad”. También recordé el texto de una postal que escribí a mi suegro sobre las delicias de la democracia inorgánica versus orgánica (el pobre, franquista confeso, tuvo que pasar por comisaría para explicar que su yerno era un bromista compulsivo).
Desde entonces, he vuelto muchas veces a Londres, cada vez más entregado a la anglofilia, ese sentimiento destilado por razones tan incontrovertibles como esa rara combinación de libertad y cortesía ajena a otras civilizaciones que personifica el gentleman, ese burgués con modales aristocráticos, elitista tolerante que cree en el fair play, y en el sentido inmediato de la vida que es, para él, saber ganar sin jactancia y perder sin demasiada melancolía… Abrí de nuevo el periódico y sentí olor a azufre: al decir de gentes normales y decentes, mi país se estaba desintegrando en un magma de traiciones y rebeliones.
Allí en Portobello, donde compré un balón de reglamento ancien regime, con sus lengüetas de cuero entrecruzadas y su clásica sutura, aquella que nos quedaba dolorosamente marcada en la frente al cabecearlo, vi pasar a un presunto gentleman con paraguas y bombín, pese a que lucía un sol esplendoroso, y me dije ¡ahí va un conservador normal y decente! y me acordé de las palabras de Voltaire, otro anglófilo declarado cuando, subido en un pedestal de una calle de Londres intentaba defenderse de algunas burlas por su afectado aspecto de francés relamido : “¡Nobles ingleses…! ¿Acaso no es suficiente desgracia no haber nacido entre vosotros?”
Bajo el tibio sol londinense me vino a la cabeza mi primera visita al Reino Unido, allá a mediados de la década de los setenta, en plenos estertores del anterior Jefe del Estado, la humillante experiencia de tener que pasar, en el aeropuerto bajo el rótulo de “Otros países” mientras veía a mis envidiados ciudadanos europeos atravesar, altaneros, la puerta de los “Ciudadanos de la Comunidad”. También recordé el texto de una postal que escribí a mi suegro sobre las delicias de la democracia inorgánica versus orgánica (el pobre, franquista confeso, tuvo que pasar por comisaría para explicar que su yerno era un bromista compulsivo).
Desde entonces, he vuelto muchas veces a Londres, cada vez más entregado a la anglofilia, ese sentimiento destilado por razones tan incontrovertibles como esa rara combinación de libertad y cortesía ajena a otras civilizaciones que personifica el gentleman, ese burgués con modales aristocráticos, elitista tolerante que cree en el fair play, y en el sentido inmediato de la vida que es, para él, saber ganar sin jactancia y perder sin demasiada melancolía… Abrí de nuevo el periódico y sentí olor a azufre: al decir de gentes normales y decentes, mi país se estaba desintegrando en un magma de traiciones y rebeliones.
Allí en Portobello, donde compré un balón de reglamento ancien regime, con sus lengüetas de cuero entrecruzadas y su clásica sutura, aquella que nos quedaba dolorosamente marcada en la frente al cabecearlo, vi pasar a un presunto gentleman con paraguas y bombín, pese a que lucía un sol esplendoroso, y me dije ¡ahí va un conservador normal y decente! y me acordé de las palabras de Voltaire, otro anglófilo declarado cuando, subido en un pedestal de una calle de Londres intentaba defenderse de algunas burlas por su afectado aspecto de francés relamido : “¡Nobles ingleses…! ¿Acaso no es suficiente desgracia no haber nacido entre vosotros?”