Vengo de hablar del funcionamiento del cerebro a la luz de los nuevos hallazgos científicos basados en las nuevas tecnologías. De hecho, este mes se impartirá un curso en el Ateneo de Mahón donde podremos escuchar a eminentes autoridades en neurociencias. Solemos discutir sobre los límites del libre albedrío, o lo que es lo mismo, ¿hasta dónde estamos determinados genéticamente? Parece, por lo que se viene descubriendo, que la arquitectura cerebral presenta una gran plasticidad, es decir, capacidad de estrucurar nuevas redes, una y otra vez, conectarse con otras, evolucionar...¿autodeterminarse?
Vengo de hablar de estas cosas, digo, y me encuentro con la cruda realidad, que no suele andar con elucubraciones sino con hechos. Y estos son tozudos: las redes neuronales podrán evolucionar, pero la naturaleza humana cambia muy poco. Ahí tenemos al político caído, la permanente tentación de meter la mano en el cazo público, que no discrimina entre derechas e izquierdas (sólo cambian los matices: los de izquierdas quedan en evidencia después de haberse llenado la boca con apelaciones a la igualdad, solidaridad, universalidad, etcétera, mientras los de derechas suelen caer después de atiborrarse de piadosos golpes en el pecho y haberse rasgado las vestiduras por la crisis de valores o la destrucción de la familia).
Lo grave, en el caso que nos ocupa del tal Rodrigo de Santos, es el aprovechamiento privado de lo público. El resto, entra dentro de lo íntimo, es un interés morboso y puede caer fácilmente en la falta de humanidad (la mínima compasión sigue siendo un valor deseable). Que devuelva lo rabado, que parece haberlo hecho, que depure sus responsabilidades políticas y penales si las hubiera, pero en lo demás, lo más saludable para todos es dejarlo en paz, a él y a su familia.