Aunque hace ya catorce años que dejara de acudir diariamente a Sa Résidencia para cumplimentar mi trabajo, no se han debilitado nunca los lazos que he mantenido con ella. No en vano mi padre fue su primer oftalmólogo y allí me llevaba de la mano para, para…¡¡ Qué ladino!! Ya sé para qué me llevaba, como se confirmaría años más tarde, cuando inicié mi carrera médica y velé, años más tarde, mis primeras armas como médico general en los consultorios de la planta baja. Luego vendrían veinte años de apasionante trabajo diario, porque me correspondió la tarea de organizar un servicio que no existía, y participar activamente en la gran revolución tecnológica de mi especialidad.
No son precisamente anécdotas lo que recuerdo de Sa Résidencia, sino categorías, porque allí fui testigo, muchas veces inerme, de terribles sufrimientos, de desgarros vitales de familiares, amigos y conocidos, a quienes intenté siempre aplicar el lenitivo de la sonrisa amable, el gesto amistoso o simplemente la compañía silenciosa. También en el hoy vacío pero no hueco edificio comprobé, en infinidad de ocasiones, la sorprendente capacidad del ser humano de ser inmensamente generoso y compasivo.
En dos ocasiones creí que la techumbre de Sa Résidencia se me caía encima, aprisionándome angustiosamente. La primera, cuando apenas contaba veintiún años y asistía a la agonía de mi padre, un ser absolutamente vital hasta la víspera. Allí vi truncada una de mis grandes ilusiones: trabajar con él en aquel hospital, que era el nuestro. La segunda, años más tarde, cuando, deambulando por los pasillos, me llegó la noticia de la muerte de la doctora Gertrudis Grange, alma blanca envuelta en piel negra. En aquel momento percibí la sobrecogedora sensación de un silencio abisal en medio del ruido. Caminaba por la tercera planta como si estuviera rodando una película muda, veía gesticular a la gente del atrezzo pero no les oía.
Ahora me despido de Sa Résidencia, nuestro pasado, al tiempo que doy la bienvenida al futuro, plasmado no sólo en el nuevo hospital, un prodigio cibernético, según me dicen, que espero no implique un menoscabo en el contacto humano con los pacientes, sino también, en el doctor Bosch III que, en breve, iniciará en él su andadura profesional, lo que hará que tanto la doctora Valero como yo mismo nos sintamos parte del nuevo “Mateu Orfila”.
Me gustaría haber podido escribir un desenfadado muestrario de anécdotas, porque haberlas haylas, como las meigas, pero un hospital no es asunto baladí, y mucho menos cuando es el único en una comunidad tan peculiar como la isleña. De hecho en Sa Résidencia nunca hubo clases: allí hemos visto compartir regüeldos y ventosidades al obrero de la construcción, al preboste de las finanzas y al obispo de la diócesis, una auténtica escuela de cohabitación interclasista, única e intransferible. Quizá por ello pueda decir sin ambages que mis veinte años en esta inolvidable casa me han hecho mejor persona, y éste es el mejor tributo que puedo ofrecerle en la hora del definitivo adiós.
No son precisamente anécdotas lo que recuerdo de Sa Résidencia, sino categorías, porque allí fui testigo, muchas veces inerme, de terribles sufrimientos, de desgarros vitales de familiares, amigos y conocidos, a quienes intenté siempre aplicar el lenitivo de la sonrisa amable, el gesto amistoso o simplemente la compañía silenciosa. También en el hoy vacío pero no hueco edificio comprobé, en infinidad de ocasiones, la sorprendente capacidad del ser humano de ser inmensamente generoso y compasivo.
En dos ocasiones creí que la techumbre de Sa Résidencia se me caía encima, aprisionándome angustiosamente. La primera, cuando apenas contaba veintiún años y asistía a la agonía de mi padre, un ser absolutamente vital hasta la víspera. Allí vi truncada una de mis grandes ilusiones: trabajar con él en aquel hospital, que era el nuestro. La segunda, años más tarde, cuando, deambulando por los pasillos, me llegó la noticia de la muerte de la doctora Gertrudis Grange, alma blanca envuelta en piel negra. En aquel momento percibí la sobrecogedora sensación de un silencio abisal en medio del ruido. Caminaba por la tercera planta como si estuviera rodando una película muda, veía gesticular a la gente del atrezzo pero no les oía.
Ahora me despido de Sa Résidencia, nuestro pasado, al tiempo que doy la bienvenida al futuro, plasmado no sólo en el nuevo hospital, un prodigio cibernético, según me dicen, que espero no implique un menoscabo en el contacto humano con los pacientes, sino también, en el doctor Bosch III que, en breve, iniciará en él su andadura profesional, lo que hará que tanto la doctora Valero como yo mismo nos sintamos parte del nuevo “Mateu Orfila”.
Me gustaría haber podido escribir un desenfadado muestrario de anécdotas, porque haberlas haylas, como las meigas, pero un hospital no es asunto baladí, y mucho menos cuando es el único en una comunidad tan peculiar como la isleña. De hecho en Sa Résidencia nunca hubo clases: allí hemos visto compartir regüeldos y ventosidades al obrero de la construcción, al preboste de las finanzas y al obispo de la diócesis, una auténtica escuela de cohabitación interclasista, única e intransferible. Quizá por ello pueda decir sin ambages que mis veinte años en esta inolvidable casa me han hecho mejor persona, y éste es el mejor tributo que puedo ofrecerle en la hora del definitivo adiós.