Aunque seamos unos ceporros, nos pasamos la vida aprendiendo cosas. Cuando niños, observamos -mimetizando a veces- a los chicos mayores, y deseamos ser como ellos, cuando adolescentes, oteamos el horizonte de los que empiezan a ser “personas de provecho”, como se decía antes, ahora serían simplemente “competitivas”, o peor aún, “agresivas” (también investigamos cómo ligan). Más adelante, descubrimos los entresijos de la profesión, el ser padres, jefes, simples currantes o amantes de las moquetas y los canapés si conseguimos algún cargo público. En fin.
Acabas por asentarte, o así lo crees, en una personalidad más o menos definida y crees que has madurado definitivamente y que el resto de tu vida no va a ser más que una acotación tras otra a pie de página de una narración biográfica perfectamente estructurada, pero vuelves a equivocarte porque en realidad nos han soltado a una especie de escenario en el que se desarrolla una obra (un vodevil en la mayoría de los casos) cuyo argumento desconocemos y ni siquiera sabemos qué papel nos corresponde; emitimos unas parrafadas más o menos inconexas y al final hacemos un mutis por el foro con las gónadas en la garganta porque nos imaginamos qué desenlace nos espera.
Así son las cosas, sucesivos papeles que interpretar sin tener la menor idea de cómo, ya que las muletas que te ofrecen son harto deficientes o cuando menos, poco prácticas, que si “Dios proveerá” “el abuelo siempre lo decía”, “todo por la patria”o sandeces por el estilo. Ahora mismo leo una información sobre el envejecimiento de la población: cada mes 36.000 personas cumplen 65 años en España, edad en que a uno le empiezan a llamar “viejo”. Pues bien, me doy cuenta de que, aún relativamente lejos de esa inquietante frontera biográfica, estoy de nuevo en plena adolescencia. Sólo que esta vez no aflora una nueva barba (en la calva me iría muy bien) ni me salen granos en la cara sino que me crece la próstata y proliferan matojos de pelos en mis orejas. Pero por lo demás, tres cuartos de lo mismo: no tengo ni idea de cómo afrontar esta nueva adolescencia. Entre otras cosas porque no me atraen los bailes de salón ni los viajes a Benidorm. Ni siquiera el baloncesto, porca miseria.
Acabas por asentarte, o así lo crees, en una personalidad más o menos definida y crees que has madurado definitivamente y que el resto de tu vida no va a ser más que una acotación tras otra a pie de página de una narración biográfica perfectamente estructurada, pero vuelves a equivocarte porque en realidad nos han soltado a una especie de escenario en el que se desarrolla una obra (un vodevil en la mayoría de los casos) cuyo argumento desconocemos y ni siquiera sabemos qué papel nos corresponde; emitimos unas parrafadas más o menos inconexas y al final hacemos un mutis por el foro con las gónadas en la garganta porque nos imaginamos qué desenlace nos espera.
Así son las cosas, sucesivos papeles que interpretar sin tener la menor idea de cómo, ya que las muletas que te ofrecen son harto deficientes o cuando menos, poco prácticas, que si “Dios proveerá” “el abuelo siempre lo decía”, “todo por la patria”o sandeces por el estilo. Ahora mismo leo una información sobre el envejecimiento de la población: cada mes 36.000 personas cumplen 65 años en España, edad en que a uno le empiezan a llamar “viejo”. Pues bien, me doy cuenta de que, aún relativamente lejos de esa inquietante frontera biográfica, estoy de nuevo en plena adolescencia. Sólo que esta vez no aflora una nueva barba (en la calva me iría muy bien) ni me salen granos en la cara sino que me crece la próstata y proliferan matojos de pelos en mis orejas. Pero por lo demás, tres cuartos de lo mismo: no tengo ni idea de cómo afrontar esta nueva adolescencia. Entre otras cosas porque no me atraen los bailes de salón ni los viajes a Benidorm. Ni siquiera el baloncesto, porca miseria.