La conocí hace más de cincuenta años, cuando yo no era más que un niño pálido y rubio que, apostado tras los cristales de la calle de las Moreras, observaba el trajín de aquel Mahón de procesiones y desfiles, carromatos de aguas turbias, barras de hielo d’en Mana, cajetines limbiabotas d’en Marzo, rumurologías de fulaneos de nobles de casino, reverencias y besuqueos en la mano a curas y hermanos ensotanados, monjitas de cabeza alada, Jaume Seu y En Polaina...
Ella, Lorencita, daba un toque exótico a aquel paisaje de los cincuenta y, por supuesto, a la familia de mi madre. Entonces había pocos forasteros por la isla, y su desembarco veraniego era todo un acontecimiento para aquel niño de derechas de Ses Moreras. Acudía con mi padre al puerto para esperarla a ella y a su familia, mi tío Juan y mis primas, mis amigas más entrañables, con las que me despachaba a gusto hablando castellano, que en aquellos tiempos era todo un toque de distinción. Así eran las cosas en los años de plomo.
Lorenza siempre mantuvo una distancia cariñosamente crítica con los modos y usos sociales de la ciudad, sector gente de orden, a la que pertenecía su familia política, pero jamás dejó de estar en la primera línea de fuego a la hora de ayudar y acoger, como en la precipitada muerte de mi padre y cuando lustros más tarde ocurrió lo que siempre tuvo por inevitable: su definitivo asentamiento en la isla. Siempre lo supo y no opuso la menor resistencia pese a que la separaba definitivamente de su familia. Era el destino de Lorenza, la de Binéfar.
Cuando el entonces estudiante de medicina peregrinaba por tascas y pensiones de medio pelo acudía a sus brazos en Lérida para que procurara consuelo a su nostalgia y a su depauperado estómago. Y ella le mimaba y le cebaba abriéndole de par en par las puertas de su corazón y de su nevera, siempre rebosante de delicias. Era maestra paellera, aunque mi padre, de estómago delicado, las llamaba “paellas asesinas”
Con el paso del tiempo, otra aragonesa recaló en Mahón, arrastrada por un barbado y empecinado oftalmólogo indígena y entonces la de Binéfar ofició de madre y maestra y la nueva mañica, de sobrina-hija, absolutamente devotas la una de la otra hasta el último día. Estuvieron, estuvimos, muy unidos cuando Lorenza perdió a su hija mayor, mi coetánea de sangre burbujeante y corazón tierno, y nunca acabó de superarlo. No hay forma de hacerlo, ninguna madre comprenderá jamás la desaparición de un hijo.
Sí comprendió, sin embargo, que hijas y sobrinos le saliéramos un pelín rojos y lo aceptó con espíritu deportivo. Nos escuchaba e incluso me leía, pero siguió siendo ella hasta el último momento en que desplegó su voto, inequívocamente conservador, como una postrera afirmación de principios, con un deje de ironía. Tras arduos esfuerzos (¿por qué no hay curas de guardia?) conseguí que uno de ellos (gracias Josep por tu presteza) la despidiera de este mundo como ella quería, con su Juan, hijas y sobrinos, y en paz con Dios. Se fue habiendo conseguido lo que pocos: que la gente que la rodeaba, familiares y amigos, se sintieran siempre como con su propia madre.